miércoles, 5 de septiembre de 2018

O corres o te encaramas

Y muy pronto doctor (Foto: Carlos Araujo)

Con el título pretendo bajarle un poco la solemnidad a este trabajo que es el primero que hago para mi doctorado en historia. Me parece más interesante la parte introductoria, donde hablo de mi romance con la historia desde mi niñez. El resto es un informe de lectura que está bien pero es más rutinariamente académico.

Se mide el trabajo o rendimiento de un académico por la cantidad de escritos que produce y publica en las famosas "revistas indexadas". Por eso creo yo que se publica tanta tesis aburrida que quiere ceñirse a las modas y estilos de ese tipo de publicaciones. Y es que se sobrevalora la escritura. Los grandes maestros de la historia, como Sócrates o Jesús, nunca escribieron una línea. Creo que Sócrates dijo alguna vez que si uno escribía un libro, éste sería incapaz de responder una pregunta que se le hiciera después (o algo por el estilo. Recordemos que los dichos de Sócrates fueron recopilados principalmente por Platón, y se dice que el primero dijo: ese jovenzuelo me pone a decir cosas que nunca he dicho). Pero es verdad, uno escribe cosas y luego cambia de opinión y quisiera no haberlas escrito. El lema "Escribe que algo queda" es como un cuchillo de doble filo. En fin, leer y escribir (sobre todo escribir sobre lo que se ha leído) es la tarea por excelencia del profesional académico. Y como decía Oscar Wilde, es mejor tener un ingreso fijo que una personalidad avasallante.


MI REFLEXIÓN SOBRE LA HISTORIA

Pedro Leonardo González

Anticipado por una pitonisa
Cuando uno ya ha vivido varias décadas se convierte, quiéralo o no, en parte de la historia. Por ejemplo, los que vivimos el terremoto de Caracas en 1967 estamos en una situación privilegiada (más allá de la inevitable y francamente vulgar exclamación: “se te cayó la cédula”, tan propia de un país de jóvenes como el nuestro) por haber experimentado en carne propia el terrible rugido con que se desató de repente aquella devastadora fuerza natural. Una consulta consciente de la historia revela que un hecho similar ocurre en la ciudad aproximadamente cada ochenta años. Y es que la historia sirve de espejo retrovisor (se sabe que ha habido cinco grandes sismos en Caracas desde su fundación en 1567: en 1641, 1766, 1812 -quizás el más destructivo de todos-, 1900 y 1967; lo que da un promedio de uno cada 80 años, que es más o menos el tiempo de una vida humana), pero también se ocupa de ese presente que se transforma instantáneamente en pasado (las consecuencias inmediatas, los edificios derrumbados en Los Palos Grandes y en el Litoral, las “historias desde abajo” de víctimas y rescates), así como del futuro (por la capacidad predictiva que da saber que un fenómeno se repite periódicamente).

Este breve recuento muestra que la historia es también entretenida, como dice Marc Bloch. Los relatos más sabrosos son siempre los que provienen de la historia. En ella se originan (y a ella vuelven) las leyendas y tradiciones de todo tipo que van creando la identidad de un grupo humano: las figuras arquetípicas del padre de la patria, el panteón de los héroes y villanos y sus penas y glorias. En el caso venezolano, los relatos de las espectaculares crueldades de la Guerra de Independencia (sobre todo de la “Guerra Social” de 1814) los leí de niño en las páginas quizás prosopopéyicas de la Venezuela Heroica de Eduardo Blanco. Recuerdo cómo me impresionó la imagen del Tigre Encaramao (el coronel Francisco Carvajal), con una lanza en cada mano y las riendas entre los dientes, resistiendo a las hordas de Boves en la batalla de Aragua de Barcelona (así dice la leyenda, pero ¿qué tan cierta será?). Desde su condición de patricio y académico, Blanco describe a la gente de Boves como una chusma ignorante de salvajes elementales, bárbaros, asesinos y violadores desnudos carentes de “moral y luces”. Del otro lado, Bolívar era el “trueno, relámpago y rayo” de la “libertad”. Pasaría mucho tiempo antes de que oyera decir que Boves fue el primer caudillo de la democracia venezolana y Bolívar el heredero de los Grandes Cacaos (y ambos son mucho más de lo que esos criterios reduccionistas pueden abarcar). 

El Tigre Encaramao por Octavio Trepus


Después de tantos encuentros emocionantes y clandestinos con la historia, mi decepción al encontrarme con los estudios “formales” de historia en la escuela fue mayúscula. En primaria, Siso Martínez y Humberto Bártoli parecían tener el monopolio de los libros de texto en las escuelas públicas. No recuerdo si esos libros eran buenos o malos, pero sí que las clases resultaban superficiales y aburridas. En bachillerato, al menos en mi liceo, ni siquiera existía una materia llamada Historia. Lo que había era un constructo omniabarcante llamado Ciencias Sociales, otra de las formas del tedio. En medio de tanta mediocridad, nadie parecía creer que la historia fuera emocionante y la clave para entender el presente (de hecho, el presente estaba totalmente excluido: la historia de Venezuela terminaba si acaso con Gómez). 

Así me fui dando cuenta de que la mejor manera de aprender historia (y cualquier otra cosa) era recorrer el mundo con ojos y oídos bien abiertos y visitando bibliotecas. De eso trata la película Good Will Hunting, donde el bedel de una universidad en Boston resuelve el teorema que un profesor había dejado en la pizarra y que ninguno de sus estudiantes había podido desentrañar. Pero el bedel se había vuelto un gran matemático estudiando por su cuenta en las bibliotecas públicas, guiado por la idea, por lo demás correcta, de que se aprende más siguiendo la propia curiosidad que haciendo caso a profesores que casi siempre declaran que quieren que seas un pensador independiente, pero repitiendo todo lo que ellos dicen.


Este último caso, por cierto, es muy frecuente en las escuelas de filosofía como la de la UCV, donde yo estudié. Recuerdo la clase de Kant-Autor, donde había tanta gente inscrita que no cabía en el aula.
Sir Isaac Newton
Metodología a usar: tomar un extracto de la Crítica de la razón pura y lanzárselo a aquella multitud como un pedazo de carne cruda para para que se lo tragaran entero y se indigestaran. La verdad es que no hay manera de hincarle el diente a un texto de Kant sin tener previamente una idea aunque sea elemental de su contexto histórico, de quién era el hombre y cómo era su época, de cuánto influyeron en su pensamiento las filosofías de Hume y Rousseau, y muy especialmente la revolución científica de Newton; sin mencionar otros problemas como el de la traducción, la terminología y el estilo literario del siglo XVIII. Y eso que Kant, dentro de todo, resulta bastante transparente si se le compara por ejemplo con Hegel, autor deliberadamente críptico y oscuro. Los propios exégetas hegelianos decían que era imposible entenderlo a menos que se lo leyera en alemán (y por supuesto ellos tampoco sabían alemán). Nulidades engreídas y reputaciones consagradas en acción. 

Páez un poco barrigón
Y ahora me propongo estudiar la Historia (así, con hache mayúscula) como especialidad, en serio, con los profesionales. Desde luego, ignoro el detalle de sus métodos y terminologías. Entiendo que ya no será un ejercicio puramente hedonista: habrá que hurgar en los sitios más recónditos de las bibliotecas —y otros lugares donde el mero aficionado nunca iría— buscando todo tipo de documentos y vestigios (cartas, periódicos, registros administrativos, partidas de nacimiento, matrimonio o defunción; contratos, asientos contables, edictos o sentencias legales, dibujos, fotografías y un inmenso etcétera), todo ello en procura de algo tan elusivo como la verdad histórica. Un fantasma recorre el mundo, el fantasma de la verdad. Siguiendo mis propias tendencias personales, confieso mi gusto por la historia ficcionada o fabulada, al estilo de Francisco Herrera Luque. Como diletante, considero más placentera la búsqueda de la verosimilitud, que puede aprovecharse en tareas como la reconstrucción histórica para una película, por ejemplo. Recientemente he visto trabajos muy bien logrados de investigación iconográfica, como es el caso de la película Zamora, donde la semblanza de personajes como Páez, Falcón o Guzmán Blanco (no estoy tan seguro si la del propio Zamora) ha sido muy acertadamente reconstruida. 

Bertolt Brecht
Desde luego, ya que pretendo obtener un doctorado en historia, debo asumir un compromiso mayor y una exigencia mucho más rigurosa en la investigación. Como primer paso en ese camino, se me ha asignado la lectura de una serie de textos de importantes historiadores que abordan las problemáticas actuales de la disciplina. Y como buen principiante, no es de extrañar que me haya seducido la “historia desde abajo”, anticipada por ese estupendo poema Preguntas de un obrero que lee de Bertolt Brecht (que pude leer en el libro de Juan Brom, 2003, p. 5). He aquí el germen de un nuevo tipo de historia: no la de los reyes de Tebas, sino de los obreros que construyeron sus siete murallas; no la de César conquistando las Galias, sino del cocinero sin el cual no lo hubiera conseguido; no del general victorioso, sino de los que guisaron el banquete de la victoria. “Tantos informes / tantas preguntas”: ¿cómo recuperar la verdadera historia de esos hombres que no tienen historia? 

Desde que se afianzó la profesionalización de la historia a partir del siglo XIX, el “paradigma tradicional” que sigue imperando en las academias dictamina que la historia debe ocuparse ante todo de la política, tomando como lema aquella frase terminante: “la historia es la política del pasado y la política es la historia del presente” (véase Burke, Formas de hacer historia, 1996, p. 14). Obviamente, la frase se refiere a la “política de las élites”. Pero si en vez de eso quisiéramos “indagar la historia desde el punto de vista… del soldado raso y no del gran comandante en jefe”, esquivando la perspectiva clásica de hacer el “relato de los hechos de las grandes personalidades” (Sharpe, en op. cit., p. 39), necesitaríamos abordar la disciplina desde un ángulo nuevo. Se suele señalar el trabajo de Edward Thompson publicado en 1966 (History from below) como el punto de inicio de esta innovadora tendencia que ha probado ser sumamente fecunda. La idea de historiar las experiencias de las personas comunes y corrientes que vivieron acontecimientos trascendentales es ciertamente atractiva, pero presenta grandes desafíos. 

El primer problema tiene que ver con las fuentes disponibles, que tienden a hacerse más escasas e imprecisas a medida que se retrocede en el tiempo. Las clases bajas, “el pueblo”, la “cultura popular”, son temas que no se pueden tratar bajo una óptica simplista. Si bien los historiadores marxistas (que representan “una de las tradiciones intelectuales más ricas del mundo”, p. 43) han hecho contribuciones importantes, ellos también se ven limitados al estudio de la participación de los movimientos de masas en eventos muy conocidos. Para Eric Hobsbawm, la “evidencia auténtica” capaz de sustentar “la historia de la gente corriente” apenas puede retrotraerse a la Revolución Francesa de 1789 (ibíd.). Además, los autores marxistas tienden a dar más importancia a la actividad política que a las vidas corrientes de los trabajadores. A fin de analizar etapas históricas anteriores al siglo XVIII, se hace necesario “afrontar los retos de la paleografía” y utilizar otro tipo de fuentes, como ciertos documentos legales que nunca pretendieron registrar hechos para la posteridad “de forma deliberada y consciente” (p. 46). La escuela francesa de los Annales también ha abierto otras posibilidades al utilizar materiales de tipo económico y cuantitativo a modo de herramienta para entender mejor “la experiencia de los pobres” (p. 49). 

Y ya que he mencionado a los Annales, paso a comentar el libro de uno de los fundadores de esta escuela, Marc Bloch, escrito bajo circunstancias que no podían ser más dramáticas. Perseguido por los nazis y sus cómplices de Vichy por su condición de judío, Bloch pasó a formar parte de la Resistencia francesa, y fue capturado y ejecutado por sus enemigos poco después del desembarco de Normandía. El libro publicado por su colega y estrecho colaborador Lucien Febvre bajo el título Apología para la historia o el oficio de historiador, encontrado entre sus papeles después de su muerte, pasó a ser su testamento como practicante e innovador de esta disciplina. Un gran acierto de Bloch es señalar que “la historia tiene indudablemente sus propios goces estéticos, que no se parecen a los de ninguna otra disciplina” (p. 44), y que, aunque queramos hacer de ella una ciencia, ésta “siempre nos parecerá incompleta si, tarde o temprano, no nos ayuda a vivir mejor” (p. 46). 

En cuanto a la definición de la historia, Bloch se cuida de evitar lo que en filosofía se llama una definición “esencialista” que buscaría responder a la pregunta ¿qué es la historia? A lo más que se puede aspirar es a una descripción aproximada de cómo es la historia. ¿Es la “ciencia del pasado”, o “el estudio de un cambio en la duración”? Respecto a esto se concluye que, más que del tiempo en sí, la historia se ocupa del hombre, del ser humano: “El buen historiador se parece al ogro de la leyenda. Ahí donde olfatea carne humana, ahí sabe que está su presa” (p. 57). ¿Es una ciencia o un arte? Para la mentalidad positivista, la historia no merecería ser llamada “ciencia” porque le da demasiada importancia a la “forma”, a la estética. Los fenómenos humanos eluden la medición exacta y exigen por el contrario “una gran finura de lenguaje” (p. 57). Volviendo sobre la cuestión del tiempo, el autor se enfoca en la noción de “tiempo histórico” (p. 58), que es un continuo en cambio perpetuo. La historia también parece interesarse inmensamente por los orígenes de los fenómenos, lo que el autor llama “una obsesión embriogénica” (p. 60), relacionada probablemente con las raíces cristianas de la cultura occidental. El cristianismo es una “religión histórica” determinada por ciertos acontecimientos ocurridos en determinados períodos históricos. Para Bloch, la cuestión que importa al historiador “no es saber si Jesús fue crucificado y después resucitó. Lo que ahora hay que entender es por qué tantos hombres a nuestro alrededor creen en la Crucifixión y en la Resurrección” (p. 62).

El tiempo es un constante devenir: no se puede hablar de “presente” porque éste se convierte inmediatamente en pasado, es algo que “continuamente se esfuma” (p. 65). Parecería más apropiado dejarle el presente a la sociología, e incluso al periodismo. Además, las revoluciones tecnológicas del siglo XX “ampliaron de manera desproporcionada el intervalo psicológico entre las generaciones” e hicieron que “el hombre de la edad de la electricidad y del avión se (sintiera) muy alejado de sus antepasados” (p. 67). Esta actitud subestima la inercia de las sociedades humanas y los atavismos históricos que están latentes incluso en las personas aparentemente más “modernas y avanzadas”. En suma, “en la naturaleza humana y en las sociedades humanas (hay) un fondo permanente, sin el cual los nombres mismos de hombre y de sociedad no significarían nada” (p. 70). Hay que cuidarse de no olvidar esa “solidaridad entre las edades”, puesto que “la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado” (pp. 70-71). Lo opuesto también es cierto: no se puede comprender el pasado si no se conoce bien el presente. Por eso mismo, es un ejercicio interesante para el historiador alterar el orden cronológico convencional y empezar a leer la historia al revés. 

Por su parte, Lucien Febvre, en Combates por la historia (1982), presenta el manifiesto de los nuevos Annales. Su lectura revela una preocupación por los tiempos cambiantes y por las civilizaciones que mueren. La civilización europea, que se creía tan potente, tan dominante, que creía ser la civilización, también está muriendo. El viejo imperio francés, en particular, derrotado en 1870, salvado por un pelo en 1918, derrotado de nuevo en 1940, debe resignarse a perder su orgullo y alinearse como potencia de segunda categoría en el escenario de un mundo que se derrumba. Febvre concluye que la historia debe responder las preguntas que se hace el hombre de hoy, más atribulado y perplejo que nunca. 

El ambicioso plan de Luis Suárez es presentarnos, dentro de los Panoramas de la historia universal, las Grandes Interpretaciones de la Historia (1968). Suscribo enteramente su tesis de que la tarea del historiador no es el estudio objetivo del pasado, sino el conocimiento del presente a través del pasado. Es por ello que cada generación debe escribir su propia historia, pues las interrogantes que se le hacen al pasado varían con los tiempos. De ahí la tendencia actual a favor de una historia social y económica más que política, ya que la generación actual le da prioridad a esos factores (p. 15; recordemos el famoso lema de la campaña de Bill Clinton: It’s the economy, stupid). Por otra parte, dado que, como decía Gramsci, todo hombre es un filósofo, se sigue que la filosofía dominante en cada época y en cada historiador influye sobre su concepción del devenir histórico y la ordenación sistemática de sus hipótesis de trabajo (p. 16). 

A los cientificistas que quieren negar la importancia de la historia, hay que decirles que “sin ella… faltaría en la conciencia científica una dimensión humana esencial: la del tiempo” (p. 18). Hay dos maneras de entender el “suceder histórico”: una de ellas es lineal, y se basa en la creencia de que la historia es “un proceso ideal de crecimiento hacia una meta situada dentro o fuera del tiempo” (ibíd.). Esta visión de raíz bíblica es compartida por el providencialismo agustiniano (que asume a Dios como motor de la historia), el marxismo (que prescinde de Dios sustituyéndolo por el ideal de la sociedad sin clases) y el positivismo (que cree en el progreso científico y material). Según cualquiera de estos tres paradigmas, el futuro es más importante que el presente o el pasado (p. 19). En la otra visión, las estructuras sociales cumplen un ciclo lógico que sólo permite el progreso porque ninguno parte de cero, sino de la posición que ya ha alcanzado en etapas anteriores. Polibio, Vico, Hegel, Spengler y Toynbee comparten esta concepción que coloca como protagonista de la historia a las sociedades o culturas (ibíd.). 

Juan Brom (Para comprender la historia, 2003) parte de la idea de que el tema mismo de la historia es la modificación de los grupos humanos a través del tiempo (p. 23). Por la misma razón, comparte rasgos de arte, ciencia y fantasía. En su búsqueda de leyes universales, la historia no puede soslayar el hecho de que el observador siempre ejerce su influencia sobre el objeto que estudia (p. 26). Pero ciertamente la historia puede encontrar “a través de múltiples acontecimientos aparentemente anárquicos… determinadas regularidades, es decir leyes que expresan tendencias generales” (p. 27). Por otra parte, para entender bien la historia hay que conocer “la historia de la historia” (¿a la que podríamos llamar metahistoria?). Si decimos “Heródoto es el padre de la historia” pasaríamos por alto la labor histórica de los pintores rupestres o de los poetas creadores de mitos y leyendas (p. 29). La diferencia es que “Heródoto viaja, ve, escucha, describe… quiere ser objetivo” (p. 31). Ese deseo de objetividad y análisis crítico se encuentra también en Tucídides y sus sucesores grecorromanos. En el Medioevo europeo, la idea imperante es que el hombre es un instrumento que usa Dios para lograr sus propios fines (p. 32). El Renacimiento vuelve al enfoque antropocéntrico y objetivista, posición que se afianza con el desarrollo de las ciencias a partir del siglo XVII y que lleva a la especialización del saber en diferentes compartimientos que a veces se miran entre sí con desconfianza. En el siglo XIX el positivismo y el evolucionismo se vuelven influencias irresistibles cuyos derivados, como el materialismo marxista y el psicoanálisis freudiano, amenazan con llevar al pensamiento histórico a un determinismo reduccionista. 

Todo conocimiento histórico, dice Brom, es indirecto y depende de las llamadas fuentes históricas. Incluso depende más de fuentes secundarias que primarias (utensilios o testimonios contemporáneos). Las fuentes secundarias se basan en la labor previa y acumulada de otros historiadores (p. 48), o bien en crónicas o testimonios institucionales que suelen ser tendenciosos, mientras que los “datos de origen no intencional”, que lo son mucho menos, son de interpretación más difícil. Factores como la antigüedad, la autenticidad y hasta el lenguaje utilizado son de vital importancia en la investigación histórica. También es necesario recurrir a otras ciencias como la geografía, sociología, psicología, jurisprudencia y arqueología (relacionada esta última con la química, la física y la paleontología para, por ejemplo, determinar fechas, p. 51). 

Bip-bip-bip: el Sputnik
Otro aspecto importante para la comprensión de la historia es la forma de dividirla: un criterio contrapone la historia universal y la nacional (dentro de la cual se incluiría la local o microhistoria). Desde otro punto de vista se habla de prehistoria e historia propiamente dicha (p. 59), diferenciándose por la ausencia o presencia de documentos escritos. La prehistoria se subdivide con ayuda de la arqueología según los materiales predominantes en la elaboración de utensilios, desde la piedra (tratada con menor o mayor habilidad) hasta el desarrollo de la metalurgia (empezando con el cobre, luego el bronce y por último el hierro). A partir de la utilización de la escritura, se habla de las diversas edades históricas, un criterio claramente discutible. Tradicionalmente tenemos primero una Edad Antigua, que en Europa finaliza con la caída del Imperio Romano; la Edad Media, susceptible de varias subdivisiones, que según unos se extiende hasta la toma de Constantinopla por los turcos y según otros hasta el viaje de Colón a América; la Edad Moderna, que dura hasta la Revolución Francesa; y la Contemporánea, cuyo final podría estar señalado por el bombardeo atómico de Hiroshima en 1945 o por el lanzamiento del Sputnik soviético en 1957 (p. 60). Esta discusión y otras relacionadas con lo apropiado o no de los criterios de división mencionados sólo podrán ser dilucidadas por el desarrollo histórico futuro. 

Por último debo reseñar mi lectura del artículo de José Ángel Rodríguez titulado El hombre en el espacio, incluido en la compilación Visiones del oficio, realizada por el mismo autor (2000). En este texto el autor denuncia el descuido con que los historiadores venezolanos suelen tratar el aspecto espacial de la historia, pues ésta no se ocupa únicamente del tiempo: los hechos históricos también ocurren en un determinado espacio geográfico. La geografía y la historia son disciplinas complementarias, ya que el medio físico está en constante interacción con el entorno social (p. 36).

Coro tradicional
La percepción humana y social del espacio es relativa en más de un sentido: un lugar como Coro fue elegido inicialmente como la capital de la provincia de Venezuela a pesar de la aridez de su suelo y sus temperaturas extremas debido a la cercanía a La Española, centro administrativo colonial, y a la facilidad para despachar desde ahí expediciones a las otras regiones del país. Con el tiempo, se prefirió establecer la capital en El Tocuyo, con un clima mucho más benigno y adecuado a la agricultura; pero su lejanía del mar hizo que a la larga se prefiriera a Caracas, especialmente desde la fundación del puerto de La Guaira en 1589 (p. 38). 

El autor pasa a considerar el concepto de paisaje, que puede ser natural, modificado y ordenado, según el grado en que la acción humana lo haya afectado a través del tiempo. El tiempo, por su parte, puede ser considerado desde tres puntos de vista: geológico, histórico y vulgar (p. 42). La geología histórica se ocupa de los inmensos lapsos de tiempo que han transcurrido para que la corteza terrestre adquiriera su forma actual, pero el tiempo histórico tiene una dimensión humana que es percibida de manera diversa por las sucesivas generaciones que ocupan un determinado paisaje. El tiempo vulgar tiene un sentido microhistórico y cotidiano, dependiendo del tipo de comunidad bajo estudio (rural, urbana, etc.) y a otros factores como las divisiones estacionales impuestas por el clima (p. 43). 

La geografía histórica no es ni la historia de la geografía ni la geografía de la historia. La primera estudia la evolución del pensamiento y el conocimiento geográficos y sus protagonistas. La segunda es una descripción del “escenario” físico por donde desfilan las sociedades humanas a lo largo de los siglos (p. 44). Pero la geohistoria debe ir más allá y centrarse en las interacciones entre el hombre y su medio físico y en las transformaciones que aquél introduce en éste a través del tiempo. “La geografía histórica puede conceptualizarse como una geografía humana retrospectiva” (p. 46), que se ocupa de tres elementos básicos: espacio, hombre y tiempo. 

Humboldt y Bonpland en Venezuela


Hay seis geógrafos que han hecho historia en Venezuela, aunque todos nacieron fuera del país. Tres de ellos trabajaron en el siglo XIX: Alejandro de Humboldt, Agustín Codazzi y Wilhelm Sievers, y tres en el XX: Pablo y Marco Aurelio Vila y Pedro Cunill Grau. Humboldt fue el pionero, y Codazzi produjo el primer Atlas y el primer Resumen de la geografía de Venezuela. La obra del alemán Sievers, aún no publicada en español, es también imprescindible. El catalán Pablo Vila formó generaciones de historiadores y geógrafos en el Instituto Pedagógico Nacional. Es de destacar su trabajo geohistórico sobre Nueva Cádiz de Cubagua, aquel primer asentamiento colonial español en Venezuela que fuera destruido por un terremoto. Su obra fue continuada por su hijo Marco Aurelio. En cuanto al chileno-venezolano Cunill Grau, ha hecho profundas investigaciones que abarcan desde el siglo XVI hasta el XIX. Su tesis de la Venezuela posible es “una obra del presente proyectada hacia el futuro” (p. 53) basada en sus estudios geohistóricos de las tendencias poblacionales y sus efectos sobre la degradación ambiental del paisaje venezolano. 

En conclusión, me asomo al mundo de la historia con curiosidad y fascinación. Todo individuo o cosa tiene su historia, y aunque todas esas historias son significativas, es imposible abarcarlas a todas. Quizás ellas mismas deciden quién debe historiarlas al seducir con sus cantos de sirena a los que serán sus propios historiadores.

1 comentario:

  1. La verdadera historia es la que vivimos desde que tenemos uso de razón hasta que llegamos a la llamada tercera edad ya que las otras no la hemos vivido sólo la hemos leído o nos la han contado donde nos muestran algún interés personal.

    ResponderBorrar