Mucho tiempo sin escribir... ya me tocaba... bueno, ésta es mi propuesta para las jornadas de investigación de UNEARTE... Ahí va.
REMEMORANDO DOS FRAGMENTOS DE HISTORIA
FABULADA
DE FRANCISCO HERRERA LUQUE
Pedro Leonardo González / UNEARTE
INTRODUCCIÓN

El académico convencional siempre verá
la “historia fabulada” propuesta por Francisco Herrera Luque como lo opuesto a
lo que un “investigador serio” debe hacer. Este autor, emparentado con los
mismos Amos del Valle sobre los cuales escribe (y que, comparados con los
grandes de Europa, le parecen unos “campesinos endomingados, sin blanca…
anticuados, rezagados y pueblerinos”), resulta ciertamente incómodo para mucha
gente: los historiadores lo descalifican como un propalador de inexactitudes
que prefiere la fábula y la imaginación a la metodología y epistemología profesionales.
Los literatos, por su parte, no aprecian su estilo, que es deliberadamente coloquial,
desprovisto de preciosismos y, con frecuencia, cercano a la chismografía más
soez. Los izquierdistas lo aborrecen por alabar a Rómulo Betancourt, pero los
adecos piensan que es demasiado “fantasioso”. A pesar de estos rechazos, sus
libros gozaron en su momento de gran popularidad, y eso en un país donde no
abundan los best-sellers. Boves el Urogallo ha sido un notable suceso
editorial desde su publicación en 1972; de hecho, según Roberto Lovera De-Sola,
es la novela venezolana que ha tenido más reimpresiones, sólo superada por la
mismísima Doña Bárbara. Como sucede con los grandes éxitos de la industria
norteamericana, la novela fue adaptada para la televisión (por José Ignacio
Cabrujas y Román Chalbaud en 1975), y muchos años después sirvió de argumento
para una película que no tuvo ni remotamente el éxito ni la trascendencia de la
historia original.

Debo admitir, parafraseando a Ludovico
Silva, que no soy ni herrerista ni herrerólogo, en todo caso quizás
“herreriano”. Con esto quiero decir que, si bien admiro su trabajo, no soy ni un
discípulo incondicional ni lo creo miembro excelso de ningún Parnaso o Panteón
de luminarias (lo que me haría un “herrerista”); así como tampoco presumo de
ser un profundo conocedor de sus dieciséis libros publicados (nunca he leído
por ejemplo cosas como Los viajeros de
Indias o La luna de Fausto,
aunque lo haría con gusto si tuviera la oportunidad), como correspondería a un
“herrerólogo”. Pero he encontrado en sus libros ideas valiosas, momentos de
ingenio e ironía que me han proporcionado mucho placer. Y siendo como soy “un
lector hedonista” (como decía Jorge Luis Borges), incapaz de dedicar mi
atención a nada que me resulte fastidioso, quisiera comentar dos productos de
la imaginación de Herrera Luque, dos excelentes ideas, en mi modesta opinión,
que quizás no han recibido demasiada atención últimamente y me parecen dignos
de ser recordados.
LOS CUATRO REYES DE LA BARAJA (1991)
Este primer libro póstumo de Herrera
Luque es una novela histórica sobre Antonio Guzmán Blanco (1829-1899), el
Ilustre Americano que fue tres veces presidente de Venezuela, famoso por hacer
levantar estatuas de sí mismo – el Manganzón y el Saludante – sólo para que se
las derribaran cuando se opacó su estrella; el afrancesado admirador de
Napoleón III (alias El Pequeño) y de las emperatrices Eugenia de Francia y
Carlota de México que quiso crear un pequeño París tropical en una Caracas
empobrecida por largos años de guerras civiles; el masón grado 33 que persiguió
y despojó a la iglesia católica venezolana de muchas de sus propiedades pero
que en su exilio dorado en su amada Lutecia se hacía acompañar por un abate un
tanto volteriano.

Al adoptar el punto de vista de Guzmán
Blanco, que fue el gran triunfador de la Guerra Federal, el libro disminuye
entre otras la figura de Ezequiel Zamora, a quien se le dedican epítetos como
“ese pulpero de Villa de Cura” y otros por el estilo. La reciente
reivindicación de Zamora contradice la opinión (en su mayor parte políticamente
condicionada) de historiadores como Guillermo Morón o Manuel Caballero, que lo encasillan
como un simple bandolero, matón e incendiario, incluso esclavista y usurero,
indigno de su sitio en el Panteón Nacional (donde ni siquiera reposan sus
auténticos restos). Aunque el libro de Herrera Luque no presenta a Zamora bajo
una luz demasiado favorable, al menos reconoce sus méritos guerreros, y menciona
y revive las sospechas que cayeron sobre Guzmán Blanco a raíz del asesinato del
General del Pueblo Soberano en su momento de mayor prestigio (después de la
batalla de Santa Inés), bajo el argumento de cui bono. Una sospecha semejante amparada en el mismo argumento
también pende sobre Pérez Jiménez en el caso del asesinato de Delgado Chalbaud.
Pero lo que encuentro realmente
interesante en este libro es la formulación del mito, alegoría o metáfora de
los Cuatro Reyes de la Baraja para señalar a los cuatro personajes más destacados
e influyentes dentro de lo que tradicionalmente se ha denominado la Historia
Republicana de Venezuela, y más recientemente la Cuarta República. Porque si
bien nadie la proclamó nunca explícitamente, la Cuarta República (término que
surgió a raíz de la propuesta de Hugo Chávez de fundación de la República Bolivariana)
no está limitada como muchos parecen creer al período 1958-1998, sino que se habría
iniciado en 1830 con la separación de Venezuela de la Gran Colombia (y la
subsiguiente expulsión del Libertador Simón Bolívar del territorio de la nueva
república) bajo la influencia de José Antonio Páez, el primer rey de la baraja,
el Rey de Espadas, el gran Centauro de los Llanos; también llamado el León de
Payara en su momento de mayor esplendor, y Rey de los Araguatos en su
decadencia; el heredero del Taita Boves que logró que los llaneros que
destruyeron la Segunda República se pasaran al bando de la Independencia, para
que aquella terrible contienda dejara de ser una guerra civil y se pudiera
empezar a ganarla.
Cada nuevo rey de la baraja surge de
la lucha con el anterior, y así Guzmán Blanco, el Rey de Copas (por su
refinamiento afrancesado), surge como sustituto de Páez después del ocaso
definitivo de éste al concluir la Guerra Federal. Herrera Luque se permite como
siempre fantasear, y nos muestra al padre de Guzmán Blanco, Antonio Leocadio
Guzmán, figura tragicómica y encarnación de la demagogia, el oportunismo y la
intriga (el hombre que traicionó a todos los que había servido, desde Bolívar
hasta Monagas), haciendo antesala ante un Páez que lo desprecia y lo llama “el
padre de la mentira”. Al ver a su hijo Antoñito, el Centauro le dice que, ya
que su padre es el rey de la mentira, él debe ser la mentira en persona. Este
episodio tal vez nunca ocurrió, pero lo aceptamos como plausible y
significativo.
Del mismo modo Herrera Luque presenta
un encuentro imaginario entre Guzmán Blanco y el tercer rey de la baraja, el
futuro Benemérito Juan Vicente Gómez, el Rey de Bastos (por sus rústicos
modales). Supuestamente un joven Gómez se encuentra a un hombre blanco, alto y
delgado con arreos de militar y ademanes de jefe, que lleva una cinta amarilla
en el sombrero de cogollo. Es desde luego Guzmán Blanco, que tras conversar con
él le predice enigmáticamente que llegará a ser el nuevo mandamás, el nuevo macho alfa y hegemón de Venezuela. En
efecto, tras darle la maquiavélica puñalada por la espalda a su jefe y compadre
Cipriano Castro – otra figura reivindicada en tiempos recientes luego de haber sido
caricaturizado como sátiro beodo y lujurioso – Gómez terminaría de sepultar al llamado
liberalismo amarillo (cuya máximo representante
había sido Guzmán Blanco) y consolidaría una nueva etapa de la historia
venezolana, la de los andinos en el poder.
En las primeras páginas del libro ya
aparece la figura del cuarto rey, el Rey de Oros, como un joven de gafas
redondas y boina azul entrando con las manos esposadas al cuartel del Cuño,
arrestado por acaudillar la revuelta estudiantil contra “el sátrapa del Caribe,
el más grande y carnicero déspota nacido jamás en la patria de Bolívar”. Sólo
le falta la pipa para que sea iconográficamente reconocible: nada menos que
Rómulo Betancourt, iniciándose como líder político en las luchas contra el
gomecismo. Su destino es profetizado por el mismísimo Bagre: “…al igual que yo,
no dejará de echar vainas hasta más allá de la muerte. Usted tiene por delante,
compadre, al cuarto y último rey de la baraja…”
Los cuatro reyes de la baraja cubren con
su influencia todo el período desde 1830 hasta 1998. Otros personajes como José
Tadeo Monagas, que aspiró a ser el segundo rey, no lograron la misma trascendencia
histórica que Guzmán Blanco. Lo mismo puede decirse de Marcos Pérez Jiménez,
que si bien logró desplazar temporalmente a Betancourt luego del golpe del 24
de noviembre de 1948, apenas logró extender por una década más el predominio de
los militares andinos que había iniciado Gómez, siendo superado a la larga por
Betancourt, el cual logró imponer el sistema de democracia representativa que, a
través del Pacto de Punto Fijo, se mantuvo vigente durante 40 años.
Independientemente de los juicios que se puedan hacer sobre cualquiera de los
cuatro reyes, su predominio histórico y la extensión de su influencia son
indiscutibles. Sus figuras permiten dividir anecdótica y didácticamente la
Cuarta República en cuatro períodos bien diferenciados.
1998 (PUBLICADO EN 1992)
Cuando George Orwell publicó 1984 (en 1949), seguramente el año mencionado
en el título de su novela se veía muy remoto en el futuro. Lo mismo puede
decirse de Arthur C. Clarke cuando la versión novelada de 2001, una Odisea Espacial apareció en 1968: 33 años en el futuro
parecían mucho tiempo. Herrera Luque tiene la osadía – en un medio tan
provinciano, timorato y alérgico a la innovación como el venezolano (donde
sigue imperando la inercia dictaminada por “las nulidades engreídas y las
reputaciones consagradas”) – de unirse a la ilustre lista de autores de
distopías futuristas con esta obra póstuma, encontrada entre sus papeles tras
su repentino fallecimiento de un infarto en 1991. En mi opinión, 1998 es su obra más original: un irónico
ensayo en política-ficción que rompe con su ya familiar tratamiento de la
novela histórica para presentar algo nuevo, radicalmente diferente a lo que sus
lectores estaban acostumbrados.
En el género que podríamos denominar
“política-ficción”, lo importante no es juzgar lo “acertado” de las
predicciones de un autor: Orwell situaba en 1984 cuestiones que se están
haciendo realidad treinta años después (como la conformación de enormes bloques
hegemónicos de poder y la oficialización de la mentira mediática para la manipulación
de masas: recientemente incluso se habla muy orwellianamente de la post-verdad). Clarke, por su parte, pecó de excesivo
optimismo al predecir que en 2001 ya existirían bases internacionales en la
Luna. Las visiones futuristas de Herrera Luque (presidentes secuestrados
llevados en helicópteros a islas del Caribe, masas de refugiados asediando
Europa, países divididos por criterios racistas y xenófobos, conformación de un
bloque indigenista en Ecuador, Perú y Bolivia…) quizás no se han cumplido
exactamente como él las imaginó, pero hay que reconocer que a partir
precisamente de 1998 empezamos a ver en este país acontecimientos sin
precedentes en nuestra historia. Una nueva realidad para enfrentar la cual se
requiere de una nueva mentalidad.
Volviendo a la temática de los Cuatro
Reyes de la Baraja, cabe preguntarse qué ocurre después de la desaparición del
Cuarto Rey: ¿quién es su Delfín? En 1998,
obra que, según su prologuista Alexis Márquez Rodríguez, fue escrita
probablemente antes de los Cuatro Reyes,
se habla del Hombre de la Pipa y del inefable Gocho, el Elegido para continuar
su obra, cuya conducta en el gobierno terminaría por distanciarlo del Cuarto
Rey y Piache del Partido. El protagonista de la novela nunca es designado por
su nombre, sólo se hace referencia a unas iniciales: C.A.P. El primer capítulo
lleva por título C.A.P. UT, y desarrolla con fantasía humorística ciertas
obsesiones que el autor ya había tratado en sus libros anteriores: el problema
racial (hipócritamente negado pero decisivo desde los tiempos de Boves); las
tensiones regionalistas que tienden a afectar la unidad nacional de Venezuela;
los históricos conflictos con Colombia (y el quizás inevitable enfrentamiento
con este país); el posible desenlace del prolongado y complejo reclamo
territorial sobre la Guayana Esequiba…

Es claro que Herrera Luque no cree que
un personaje como el protagonista de esta novela pueda ser algo más que un
juguete en manos de los poderes hegemónicos del mundo, ya sean los británicos,
los estadounidenses, los rusos o los chinos. Ese escepticismo sobre nuestras
capacidades como nación es en el fondo un punto de vista típicamente adeco.
Hagamos un brevísimo resumen del argumento de 1998: En un mundo distópico totalmente desintegrado por los
conflictos raciales, Venezuela es dividida en cuatro estados diferentes: El
occidente forma la República de Perijá, que incluye también el noreste de
Colombia (después de una desastrosa guerra colombo-venezolana), aprovechando
viejas aspiraciones de los zulianos y norte-santanderinos de emanciparse de
Caracas y Bogotá; bajo el auspicio de los colonos blancos que han debido salir
de Sudáfrica una vez que los negros se apoderasen de ese país. El oriente por
su parte forma un nuevo estado que abarca la antigua provincia de Nueva
Andalucía más la isla de Margarita. En cuanto a Guayana, es absorbida por un
nuevo estado surgido de la desintegración de Brasil por obra de los grandes
imperios que lo consideraban una amenaza. Venezuela queda reducida a una cuarta
parte de su territorio, la región central, carente de las grandes riquezas
petrolíferas y mineras situadas en las nuevas repúblicas secesionistas.
El sucesor del Hombre de la Pipa,
convertido en presidente de un país arruinado, cae en el mayor descrédito. Su
porcentaje de impopularidad se hace incalculable. A punto de ser nombrado
presidente vitalicio de una Venezuela reducida a “un cuadradito, rodeado de
rayones que digan Zona en Reclamación”, prefiere entregarse a los perijaneros.
Allí empieza una nueva aventura y un nuevo avatar: convertido en C.A.P. AC, es designado
por las grandes potencias (sin que él por supuesto lo sepa) para ser el
soberano del nuevo Imperio Incaico, que se ha formado por la fusión de Ecuador,
Perú y Bolivia después del triunfo de Sendero Luminoso. La intención de los
poderes mundiales es destruir al Imperio Incaico; y el hombre que prometió
manejar la riqueza con criterio de escasez, el que había regalado un barco a
Bolivia aunque ésta no tenía mar, es visto por la Pérfida Albión y sus aliados
estadounidenses (país que también se había escindido para evitar los conflictos
raciales) como el más idóneo para la tarea…
Hay gente que sueña con el número que
saldrá en la lotería, se lo juega y gana, pero eso no es profecía. Profetizar
es arrojar una luz nueva sobre algo, quizás para revelar un significado más
profundo. No hubo imperio incaico que resurgiera del triunfo de Sendero
Luminoso, ni el último Inca fue un presidente derrocado de Venezuela. Pero pocos
años después de 1998 apareció Evo Morales… nadie se lo esperaba, no parecía
probable, nunca había pasado algo así, nunca los indios habían gobernado el
país donde eran mayoría, como los negros en Sudáfrica. En Estados Unidos no se
ha creado un estado-tapón para almacenar ahí a los inmigrantes indeseables
(todavía), pero el señor Trump ahora quiere levantar un muro en la frontera
mexicana… a lo mejor si le sugieren la idea y saca sus cálculos, la solución de
Herrera Luque le resulta más rentable.
CONCLUSION
José Sant Roz escribe una crónica
lapidaria sobre Francisco Herrera Luque. Según él, nunca hizo historia, “ni novelas
(mucho menos), ni tampoco eso de lo que
se vanagloriaba: fabular.” De Bolívar apenas sabía “vaguedades”, y por eso presenta
de él (en Bolívar en carne y hueso y
otros ensayos) un retrato tan desfavorable como el famoso (¿o infame?) artículo
de Marx: oportunista, manipulador, inescrupuloso, que recriminaba con su voz
chillona a todo el que discrepaba con él. Además, también habla mal de
Manuelita. En cambio, al referirse a Betancourt, se le sale el adeco por todos
los poros: “Aparte de no
tener la vocación de poder que le atribuye la gente, Betancourt no sólo acepta
las discrepancias (que el pérfido Bolívar era incapaz de aceptar), sino que
parece disfrutar con ellas cuando son de buena ley”. Citemos ahora más en
extenso a Sant Roz:
Pero no cesa su rayo adulador hacia el Brujo de Guatire y
se explaya sin
control: “Betancourt es enemigo jurado del culto a la personalidad... En
el ejercicio de la Primera Magistratura deslindó con ostentación
pedagógica, las atribuciones del magistrado y del simple ciudadano reacio a
que su inmenso poder se proyectase en la esfera personal” (pág. 77). Es
decir, un hombre muy superior al Libertador, según su ensayo.
En mi opinión, es necesario evitar el
culto a la personalidad, a cualquier personalidad, si uno quiere acercarse al
menos a una forma real de conocimiento. Quizás el culto a Bolívar ha impedido
que veamos con claridad ciertos episodios como la entrega de Miranda o el
fusilamiento de Piar. ¿Por qué tenemos que pedirle a Bolívar que sea un ser
perfectamente moral e infalible? Seguramente era un hombre, ni más ni menos,
como Alejandro, César o Napoleón fueron hombres y conocieron la debilidad y
cometieron errores. Y Betancourt también. Yo no le caería encima a este último
aprovechando la coyuntura histórica. Además, compararlo con Bolívar es un
ejercicio totalmente inútil que no conduce absolutamente a nada.
Herrera Luque tampoco será un dechado
de virtudes, pero tiene sus méritos indudables: dejó una obra que todavía
suscita discusiones interesantes, corrió riesgos, no fue una nulidad engreída y
se ganó en buena lid un puesto en la memoria colectiva de los venezolanos.
Caracas, abril de 2017