Refrán italiano que significa que toda traducción es
forzosamente infiel y hace traición al pensamiento del autor original (Páginas
rosadas del Pequeño Larousse Ilustrado)
De falsas astrologías, de
costumbres un tanto lúgubres,
vertidas en lo inacabable y
llevadas siempre de lado,
he conservado una tendencia, un
sabor solitario.
En
algún momento de mi vida fue mi anhelo, mi chamba soñada, mi dream job, el traducir películas. Yo
sabía que eso se hacía, y lo veía como una posibilidad de ganar dinero sin
tener que cumplir un horario de empleado asalariado (y de evitar esos rituales
abominables como el tener que jugar al “amigo secreto”). Al fin lo logré, y
claro, descubrí que era una de las peores formas de explotación laboral que existían.
Pero no me importaba, como cinéfilo que soy con tendencias solitarias un tanto
lúgubres. Esa fue mi verdadera formación como traductor: al principio era muy
malo, no entendía nada, inventaba (hablando de traicionar); pero poco a poco
llegué a entrenar mi oído, me familiaricé con los acentos más variados (el
afroamericano, el sureño, el cockney, el australiano, el sudafricano –estos dos últimos son
verdaderos desafíos); y me convertí al cabo de unos años en un decente
traductor. Trabajé haciendo subtítulos, actividad en la cual el arte está en el
resumen; y más adelante en doblaje. Si bien el doblaje suele destruir las
películas, haciéndoles perder su interés lingüístico, y a veces logra que se
vuelvan incomprensibles, todo eso pasa si y sólo si caen en manos de un mal
traductor; que desde luego, es lo que abunda. Para mí, el doblaje me permitía
desarrollar un lenguaje dramático (o cómico, según el caso) que era una forma
de placer. Alguna vez me tocó traducir obras de teatro (incluso Shakespeare,
O’Neill, etc.) y/o películas de gran calidad que hacían que el esfuerzo mal
pagado, la soledad y el perfecto anonimato valieran la pena.
Karl Weidmann |
Las
películas –en realidad videos- dependían de la tecnología del PC y el VHS, y
llegó un momento en que esa actividad quedó obsoleta y fue extinguiéndose
lentamente (sobre todo en su variante “pirata”, de la cual vivíamos muchísima
gente). Pero en algún momento en medio de esta mega-extinción comparable a la
del Cretácico, gracias al prestigio que había ganado sin saberlo, me convertí
en traductor de textos. Primero fueron los libros de viajes y exploraciones de
la editorial Todtmann, para los cuales tenía que hacer la traducción del
español al inglés (otro aprendizaje en el cual fue clave el dominio de eso que
llaman sintaxis y, desde luego, el
vocabulario; pero quizás más que cualquier otra cosa, la pragmática. Por cierto, esta terminología la aprendí después, en un primer momento fue puro instinto). Estos eran hermosos libros que aún andan por ahí, sobre todo los
de ese personaje extraordinario que fue Karl Weidmann Y gradualmente, gracias de
nuevo a que algunas personas, sin que yo lo supiera, apreciaban mi trabajo, llegué
a los libros de arte.
La
avidez por el dólar, la suprema ambición de vender obras de arte en dólares, es
lo que motiva a mis patronos a contratarme para traducir al inglés los textos
de crítica que acompañan irremediablemente toda exposición o publicación de
arte (y eso que a mí hasta la fecha siempre me han pagado en bolívares. Supongo
que la siguiente etapa en mi evolución será “verle la cara a George” –y mejor aún
a Benjamín- … lo cual no es imposible). La “caída de París” como capital artística
del mundo después de la II Guerra Mundial y la subsiguiente globalización del
mundo del arte con su capital en Nueva York son los hitos históricos que marcan
esta realidad (antes se hablaba de marchands
d’art, ahora todos son art dealers).
Son realidades que hay que aceptar críticamente. Pero hay otros temas que me
interesa tratar y se relacionan con el lenguaje de la crítica de arte y el
conocimiento que he adquirido gracias a mi trabajo de traductor.
Respecto
a lo primero, finalmente entendí gracias a Baudelaire que el lenguaje de la
crítica de arte está emparentado con la poesía. Toda crítica de arte aspira a
ser un poema. La metáfora y el delirio son invitados permanentes. Para el
post-romántico Baudelaire, la mejor crítica debe ser divertida y poética, no
fría y algebraica, despojada de amor y odio bajo el pretexto de explicarlo todo…
la mejor crítica de una pintura podría ser un soneto o una elegía (Salón de 1846). Todo al servicio de la
sensibilidad y el romanticismo. Pero actualmente la crítica es también
mercadeo, es parte de una estrategia de marketing,
de negocio. Business as usual. Sigue
dedicada al burgués (que es la mayoría, por número e inteligencia; ya que
además de ser propietarios quieren también ser sabios, como decía Baudelaire); y bueno, después de todo, ¿quién puede ser coleccionista de arte si no tiene
el poder del dinero? La obra de arte es el lujo definitivo. El experto es una
especie de vigilante para evitar que se cuelen los pillos y falsificadores. Y
el crítico hace el marketing sublime.
Existe
entonces un primer lenguaje de la crítica de arte, el poético-sensible,
bastante difícil de traducir, por cierto, aunque sí fácil de traicionar. La otra vertiente es la
filosófica-erudita, cargada de citas y del espíritu absoluto e implacable de
Hegel y sus acólitos del siglo XX (Heidegger el primero; pero también, entre
los alemanes, Gadamer y Habermas; y además, todo lo que se engloba bajo la
denominación –usada por mi respetado Michel Onfray- de French theory, donde la mayor estrella es desde luego Foucault,
pero entran también Bachelard, Baudrillard; no puede faltar Derrida, pero
tampoco Deleuze, Lyotard, y hasta Lacan). Para traducir este estilo de crítica
hay que investigar los títulos, la terminología (sobre todo en los
post-estructuralistas, pero cuidado con la ontología heideggeriana). Para esto
es sumamente importante tener formación filosófica, garantizada en mi caso por
mis siete años en la escuela de filosofía de la UCV.
Terminemos
con lo que he hecho últimamente. El investigador Douglas Monroy, con amplísima
experiencia en el ámbito museístico, me ha permitido traducir sus trabajos
sobre historia de la fotografía en Venezuela y otras reflexiones acerca de
artistas tan importantes como Alejandro Otero y otros del mismo calibre.
Quisiera detenerme un poco en el trabajo que hace sobre Victoriano de los Ríos,
autor de las fotografías quizás más emblemáticas de Armando Reverón –como aquel
famoso Retrato con pumpá y otras que
ahora nos encontramos cada vez que subimos al metro. Antes de desarrollar el
tema específico, Monroy hace un recuento histórico de los fotógrafos que
retrataron al insigne inquilino del Castillete (Alfredo Boulton, Edgar Anzola,
Carlos Herrera, Ricardo Razzeti, etc.). A partir de allí se concentra en el
trabajo de De los Ríos, que pasa cinco años retratando a Reverón. Este
fotógrafo era uno de tantos expatriados por la Guerra Civil española que
desarrolló su carrera en Venezuela. Su trabajo con Reverón coincide con los
últimos años de este artista y muestra una faceta de madurez creativa y la
serenidad de la vejez.
También
traduje recientemente de Monroy otros ensayos sobre historia de la fotografía
en Venezuela, entre los cuales destaco su reconstrucción de los primeros
foto-estudios que se abrieron en Caracas. El autor describe las técnicas y los
esteticismos propios de una época entre dos siglos, el XIX y el XX, mientras
ocurrían cambios importantes para el país; rescatando la obra de fotógrafos
como Marceliano Ramírez y Henrique Avril. También testimonia la importancia de
El Cojo Ilustrado en la difusión de la fotografía periodística en el país en
aquellos tiempos.
Otro
importante cliente mío ha sido desde hace varios años la Galería Ascaso,
seguramente una de las más importantes del país. El último trabajo que hice con
ellos es un libro retrospectivo del pintor Carmelo Niño, que tiene ya una
ilustre carrera artística iniciada en la década de 1970. Lo más interesante
de este trabajo ha sido para mí trabajar los textos de autores célebres en el
campo de la crítica de arte de nuestro país, empezando por el gran Juan
Calzadilla, Sergio Antillano, Roberto Guevara, Rafael Pineda, Víctor Guédez y la doctora
Bélgica Rodríguez, con quien he tenido el placer de colaborar en muchos otros
proyectos artísticos. Cada uno de estos críticos tiene un estilo diferente,
propio y característico. Siempre es un desafío traducir sus textos, que
demandan claridad conceptual y brillo estilístico.
Sería
injusto que no mencionara mi trabajo con Editemos, una firma editorial dedicada
al difícil mundo del arte en un medio tan complicado como el nuestro. Entre
muchos otros proyectos que he hecho con Editemos (una empresa de dos mujeres, Ginett Alarcón
y Marisa Mena, a quienes cuento entre mis amigas) es inolvidable para mí el
gran libro retrospectivo de la vida y obra de Fruto Vivas, que acaso merece que
le dedique un escrito aparte por la importancia histórica de este gran
arquitecto.
Quisiera terminar con una ironía de Baudelaire en la que presenta a un artista encorvado sobre su tela, y detrás de él a un señor muy seco y serio, de saco y corbata, que tiene en la mano su último folletón sobre arte. “Si el arte es noble, la crítica es santa”. “¿Quién dice eso?” “¡La crítica!” Hay una simbiosis entre el crítico y el artista, pues el primero necesita del segundo para que su actividad tenga sentido, y el segundo necesita del primero para darse a conocer en esa ciénaga tan peligrosa que es el Mundo del Arte. ¿Y el traductor del crítico de arte? Es una figura ya no de segunda sino de tercera categoría, pero imprescindible, pues pone en contacto los contenidos producidos por el crítico con la lengua franca internacional que representa, al menos por ahora, la cultura dominante (antes era el francés, ahora sin duda es el inglés… pero cuidado con el chino mandarín). Por eso apenas se tienen los textos críticos y/o técnicos involucrados en algún trabajo artístico, al siguiente que llaman es al traductor. Para que los traicione con elegancia.