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Y muy pronto doctor (Foto: Carlos Araujo) |
Con el título pretendo bajarle un poco la solemnidad a este trabajo que es el primero que hago para mi doctorado en historia. Me parece más interesante la parte introductoria, donde hablo de mi romance con la historia desde mi niñez. El resto es un informe de lectura que está bien pero es más rutinariamente académico.
Se mide el trabajo o rendimiento de un académico por la cantidad de escritos que produce y publica en las famosas "revistas indexadas". Por eso creo yo que se publica tanta tesis aburrida que quiere ceñirse a las modas y estilos de ese tipo de publicaciones. Y es que se sobrevalora la escritura. Los grandes maestros de la historia, como Sócrates o Jesús, nunca escribieron una línea. Creo que Sócrates dijo alguna vez que si uno escribía un libro, éste sería incapaz de responder una pregunta que se le hiciera después (o algo por el estilo. Recordemos que los dichos de Sócrates fueron recopilados principalmente por Platón, y se dice que el primero dijo: ese jovenzuelo me pone a decir cosas que nunca he dicho). Pero es verdad, uno escribe cosas y luego cambia de opinión y quisiera no haberlas escrito. El lema "Escribe que algo queda" es como un cuchillo de doble filo. En fin, leer y escribir (sobre todo escribir sobre lo que se ha leído) es la tarea por excelencia del profesional académico. Y como decía Oscar Wilde, es mejor tener un ingreso fijo que una personalidad avasallante.
MI REFLEXIÓN SOBRE LA HISTORIA
Pedro Leonardo González
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Anticipado por una pitonisa |
Este
breve recuento muestra que la historia es también entretenida, como dice Marc
Bloch. Los relatos más sabrosos son siempre los que provienen de la historia.
En ella se originan (y a ella vuelven) las leyendas y tradiciones de todo tipo que
van creando la identidad de un grupo humano: las figuras arquetípicas del padre
de la patria, el panteón de los héroes y villanos y sus penas y glorias. En el
caso venezolano, los relatos de las espectaculares crueldades de la Guerra de
Independencia (sobre todo de la “Guerra Social” de 1814) los leí de niño en las
páginas quizás prosopopéyicas de la Venezuela
Heroica de Eduardo Blanco. Recuerdo cómo me impresionó la imagen del Tigre
Encaramao (el coronel Francisco Carvajal), con una lanza en cada mano y las
riendas entre los dientes, resistiendo a las hordas de Boves en la batalla de
Aragua de Barcelona (así dice la leyenda, pero ¿qué tan cierta será?). Desde su
condición de patricio y académico, Blanco describe a la gente de Boves como una
chusma ignorante de salvajes elementales, bárbaros, asesinos y violadores
desnudos carentes de “moral y luces”. Del otro lado, Bolívar era el “trueno,
relámpago y rayo” de la “libertad”. Pasaría mucho tiempo antes de que oyera
decir que Boves fue el primer caudillo de la democracia venezolana y Bolívar el
heredero de los Grandes Cacaos (y ambos son mucho más de lo que esos criterios
reduccionistas pueden abarcar).
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El Tigre Encaramao por Octavio Trepus |
Después
de tantos encuentros emocionantes y clandestinos con la historia, mi decepción
al encontrarme con los estudios “formales” de historia en la escuela fue
mayúscula. En primaria, Siso Martínez y Humberto Bártoli parecían tener el
monopolio de los libros de texto en las escuelas públicas. No recuerdo si esos
libros eran buenos o malos, pero sí que las clases resultaban superficiales y aburridas.
En bachillerato, al menos en mi liceo, ni siquiera existía una materia llamada
Historia. Lo que había era un constructo omniabarcante llamado Ciencias
Sociales, otra de las formas del tedio. En medio de tanta mediocridad, nadie parecía
creer que la historia fuera emocionante y la clave para entender el presente (de
hecho, el presente estaba totalmente excluido: la historia de Venezuela
terminaba si acaso con Gómez).
Así
me fui dando cuenta de que la mejor manera de aprender historia (y cualquier
otra cosa) era recorrer el mundo con ojos y oídos bien abiertos y visitando
bibliotecas. De eso trata la película Good
Will Hunting, donde el bedel de una universidad en Boston resuelve el
teorema que un profesor había dejado en la pizarra y que ninguno de sus
estudiantes había podido desentrañar. Pero el bedel se había vuelto un gran
matemático estudiando por su cuenta en las bibliotecas públicas, guiado por la
idea, por lo demás correcta, de que se aprende más siguiendo la propia
curiosidad que haciendo caso a profesores que casi siempre declaran que quieren
que seas un pensador independiente, pero repitiendo todo lo que ellos dicen.
Este último caso, por cierto, es muy frecuente en las escuelas de filosofía como la de la UCV, donde yo estudié. Recuerdo la clase de Kant-Autor, donde había tanta gente inscrita que no cabía en el aula.
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Sir Isaac Newton |
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Páez un poco barrigón |
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Bertolt Brecht |
Desde
que se afianzó la profesionalización de la historia a partir del siglo XIX, el
“paradigma tradicional” que sigue imperando en las academias dictamina que la
historia debe ocuparse ante todo de la política, tomando como lema aquella frase
terminante: “la historia es la política del pasado y la política es la historia
del presente” (véase Burke, Formas de
hacer historia, 1996, p. 14). Obviamente, la frase se refiere a la
“política de las élites”. Pero si en vez de eso quisiéramos “indagar la
historia desde el punto de vista… del soldado raso y no del gran comandante en
jefe”, esquivando la perspectiva clásica de hacer el “relato de los hechos de
las grandes personalidades” (Sharpe, en op. cit., p. 39), necesitaríamos
abordar la disciplina desde un ángulo nuevo. Se suele señalar el trabajo de
Edward Thompson publicado en 1966 (History
from below) como el punto de inicio de esta innovadora tendencia que ha
probado ser sumamente fecunda. La idea de historiar las experiencias de las
personas comunes y corrientes que vivieron acontecimientos trascendentales es ciertamente
atractiva, pero presenta grandes desafíos.
El
primer problema tiene que ver con las fuentes disponibles, que tienden a
hacerse más escasas e imprecisas a medida que se retrocede en el tiempo. Las
clases bajas, “el pueblo”, la “cultura popular”, son temas que no se pueden
tratar bajo una óptica simplista. Si bien los historiadores marxistas (que
representan “una de las tradiciones intelectuales más ricas del mundo”, p. 43) han
hecho contribuciones importantes, ellos también se ven limitados al estudio de
la participación de los movimientos de masas en eventos muy conocidos. Para
Eric Hobsbawm, la “evidencia auténtica” capaz de sustentar “la historia de la
gente corriente” apenas puede retrotraerse a la Revolución Francesa de 1789 (ibíd.).
Además, los autores marxistas tienden a dar más importancia a la actividad
política que a las vidas corrientes de los trabajadores. A fin de analizar
etapas históricas anteriores al siglo XVIII, se hace necesario “afrontar los
retos de la paleografía” y utilizar otro tipo de fuentes, como ciertos
documentos legales que nunca pretendieron registrar hechos para la posteridad
“de forma deliberada y consciente” (p. 46). La escuela francesa de los Annales también ha abierto otras
posibilidades al utilizar materiales de tipo económico y cuantitativo a modo de
herramienta para entender mejor “la experiencia de los pobres” (p. 49).
En
cuanto a la definición de la historia, Bloch se cuida de evitar lo que en
filosofía se llama una definición “esencialista” que buscaría responder a la
pregunta ¿qué es la historia? A lo
más que se puede aspirar es a una descripción aproximada de cómo es la historia. ¿Es la “ciencia del
pasado”, o “el estudio de un cambio en la duración”? Respecto a esto se
concluye que, más que del tiempo en sí, la historia se ocupa del hombre, del
ser humano: “El buen historiador se parece al ogro de la leyenda. Ahí donde
olfatea carne humana, ahí sabe que está su presa” (p. 57). ¿Es una ciencia o un
arte? Para la mentalidad positivista, la historia no merecería ser llamada
“ciencia” porque le da demasiada importancia a la “forma”, a la estética. Los
fenómenos humanos eluden la medición exacta y exigen por el contrario “una gran
finura de lenguaje” (p. 57). Volviendo sobre la cuestión del tiempo, el autor
se enfoca en la noción de “tiempo histórico” (p. 58), que es un continuo en
cambio perpetuo. La historia también parece interesarse inmensamente por los
orígenes de los fenómenos, lo que el autor llama “una obsesión embriogénica”
(p. 60), relacionada probablemente con las raíces cristianas de la cultura
occidental. El cristianismo es una “religión histórica” determinada por ciertos
acontecimientos ocurridos en determinados períodos históricos. Para Bloch, la
cuestión que importa al historiador “no es saber si Jesús fue crucificado y
después resucitó. Lo que ahora hay que entender es por qué tantos hombres a
nuestro alrededor creen en la Crucifixión y en la Resurrección” (p. 62).
El
tiempo es un constante devenir: no se puede hablar de “presente” porque éste se
convierte inmediatamente en pasado, es algo que “continuamente se esfuma” (p.
65). Parecería más apropiado dejarle el presente a la sociología, e incluso al
periodismo. Además, las revoluciones tecnológicas del siglo XX “ampliaron de manera
desproporcionada el intervalo psicológico entre las generaciones” e hicieron
que “el hombre de la edad de la electricidad y del avión se (sintiera) muy
alejado de sus antepasados” (p. 67). Esta actitud subestima la inercia de las
sociedades humanas y los atavismos históricos que están latentes incluso en las
personas aparentemente más “modernas y avanzadas”. En suma, “en la naturaleza
humana y en las sociedades humanas (hay) un fondo permanente, sin el cual los
nombres mismos de hombre y de sociedad no significarían nada” (p. 70). Hay que
cuidarse de no olvidar esa “solidaridad entre las edades”, puesto que “la
incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado” (pp.
70-71). Lo opuesto también es cierto: no se puede comprender el pasado si no se
conoce bien el presente. Por eso mismo, es un ejercicio interesante para el
historiador alterar el orden cronológico convencional y empezar a leer la
historia al revés.
Por
su parte, Lucien Febvre, en Combates por
la historia (1982), presenta el manifiesto de los nuevos Annales. Su lectura revela una preocupación
por los tiempos cambiantes y por las civilizaciones que mueren. La civilización
europea, que se creía tan potente, tan dominante, que creía ser la civilización, también está muriendo.
El viejo imperio francés, en particular, derrotado en 1870, salvado por un pelo
en 1918, derrotado de nuevo en 1940, debe resignarse a perder su orgullo y
alinearse como potencia de segunda categoría en el escenario de un mundo que se
derrumba. Febvre concluye que la historia debe responder las preguntas que se
hace el hombre de hoy, más atribulado y perplejo que nunca.
El
ambicioso plan de Luis Suárez es presentarnos, dentro de los Panoramas de la historia universal, las Grandes Interpretaciones de la Historia
(1968). Suscribo enteramente su tesis de que la tarea del historiador no es el
estudio objetivo del pasado, sino el conocimiento del presente a través del
pasado. Es por ello que cada generación debe escribir su propia historia, pues
las interrogantes que se le hacen al pasado varían con los tiempos. De ahí la
tendencia actual a favor de una historia social y económica más que política,
ya que la generación actual le da prioridad a esos factores (p. 15; recordemos el
famoso lema de la campaña de Bill Clinton: It’s
the economy, stupid). Por otra parte, dado que, como decía Gramsci, todo
hombre es un filósofo, se sigue que la filosofía dominante en cada época y en
cada historiador influye sobre su concepción del devenir histórico y la
ordenación sistemática de sus hipótesis de trabajo (p. 16).
A
los cientificistas que quieren negar la importancia de la historia, hay que
decirles que “sin ella… faltaría en la conciencia científica una dimensión
humana esencial: la del tiempo” (p. 18). Hay dos maneras de entender el
“suceder histórico”: una de ellas es lineal, y se basa en la creencia de que la
historia es “un proceso ideal de crecimiento hacia una meta situada dentro o
fuera del tiempo” (ibíd.). Esta visión de raíz bíblica es compartida por el
providencialismo agustiniano (que asume a Dios como motor de la historia), el
marxismo (que prescinde de Dios sustituyéndolo por el ideal de la sociedad sin
clases) y el positivismo (que cree en el progreso científico y material). Según
cualquiera de estos tres paradigmas, el futuro es más importante que el
presente o el pasado (p. 19). En la otra visión, las estructuras sociales cumplen
un ciclo lógico que sólo permite el progreso porque ninguno parte de cero, sino
de la posición que ya ha alcanzado en etapas anteriores. Polibio, Vico, Hegel,
Spengler y Toynbee comparten esta concepción que coloca como protagonista de la
historia a las sociedades o culturas (ibíd.).
Juan
Brom (Para comprender la historia, 2003)
parte de la idea de que el tema mismo de la historia es la modificación de los
grupos humanos a través del tiempo (p. 23). Por la misma razón, comparte rasgos
de arte, ciencia y fantasía. En su búsqueda de leyes universales, la historia
no puede soslayar el hecho de que el observador siempre ejerce su influencia
sobre el objeto que estudia (p. 26). Pero ciertamente la historia puede
encontrar “a través de múltiples acontecimientos aparentemente anárquicos…
determinadas regularidades, es decir leyes que expresan tendencias generales”
(p. 27). Por otra parte, para entender bien la historia hay que conocer “la
historia de la historia” (¿a la que podríamos llamar metahistoria?). Si decimos “Heródoto es el padre de la historia”
pasaríamos por alto la labor histórica de los pintores rupestres o de los
poetas creadores de mitos y leyendas (p. 29). La diferencia es que “Heródoto
viaja, ve, escucha, describe… quiere ser objetivo” (p. 31). Ese deseo de
objetividad y análisis crítico se encuentra también en Tucídides y sus
sucesores grecorromanos. En el Medioevo europeo, la idea imperante es que el
hombre es un instrumento que usa Dios para lograr sus propios fines (p. 32). El
Renacimiento vuelve al enfoque antropocéntrico y objetivista, posición que se
afianza con el desarrollo de las ciencias a partir del siglo XVII y que lleva a
la especialización del saber en diferentes compartimientos que a veces se miran
entre sí con desconfianza. En el siglo XIX el positivismo y el evolucionismo se
vuelven influencias irresistibles cuyos derivados, como el materialismo
marxista y el psicoanálisis freudiano, amenazan con llevar al pensamiento
histórico a un determinismo reduccionista.
Todo
conocimiento histórico, dice Brom, es indirecto y depende de las llamadas fuentes históricas. Incluso depende más
de fuentes secundarias que primarias (utensilios o testimonios contemporáneos).
Las fuentes secundarias se basan en la labor previa y acumulada de otros
historiadores (p. 48), o bien en crónicas o testimonios institucionales que
suelen ser tendenciosos, mientras que los “datos de origen no intencional”, que
lo son mucho menos, son de interpretación más difícil. Factores como la
antigüedad, la autenticidad y hasta el lenguaje utilizado son de vital
importancia en la investigación histórica. También es necesario recurrir a
otras ciencias como la geografía, sociología, psicología, jurisprudencia y
arqueología (relacionada esta última con la química, la física y la
paleontología para, por ejemplo, determinar fechas, p. 51).
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Bip-bip-bip: el Sputnik |
Por
último debo reseñar mi lectura del artículo de José Ángel Rodríguez titulado El hombre en el espacio, incluido en la
compilación Visiones del oficio,
realizada por el mismo autor (2000). En este texto el autor denuncia el
descuido con que los historiadores venezolanos suelen tratar el aspecto espacial de la historia, pues ésta no se
ocupa únicamente del tiempo: los hechos históricos también ocurren en un
determinado espacio geográfico. La geografía y la historia son disciplinas
complementarias, ya que el medio físico está en constante interacción con el
entorno social (p. 36).
La percepción humana y social del espacio es relativa
en más de un sentido: un lugar como Coro fue elegido inicialmente como la
capital de la provincia de Venezuela a pesar de la aridez de su suelo y sus
temperaturas extremas debido a la cercanía a La Española, centro administrativo
colonial, y a la facilidad para despachar desde ahí expediciones a las otras
regiones del país. Con el tiempo, se prefirió establecer la capital en El
Tocuyo, con un clima mucho más benigno y adecuado a la agricultura; pero su
lejanía del mar hizo que a la larga se prefiriera a Caracas, especialmente
desde la fundación del puerto de La Guaira en 1589 (p. 38).
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Coro tradicional |
El
autor pasa a considerar el concepto de paisaje, que puede ser natural,
modificado y ordenado, según el grado en que la acción humana lo haya afectado
a través del tiempo. El tiempo, por su parte, puede ser considerado desde tres
puntos de vista: geológico, histórico y vulgar (p. 42). La geología histórica
se ocupa de los inmensos lapsos de tiempo que han transcurrido para que la
corteza terrestre adquiriera su forma actual, pero el tiempo histórico tiene
una dimensión humana que es percibida de manera diversa por las sucesivas
generaciones que ocupan un determinado paisaje. El tiempo vulgar tiene un
sentido microhistórico y cotidiano, dependiendo del tipo de comunidad bajo
estudio (rural, urbana, etc.) y a otros factores como las divisiones
estacionales impuestas por el clima (p. 43).
La
geografía histórica no es ni la historia de la geografía ni la geografía de la
historia. La primera estudia la evolución del pensamiento y el conocimiento
geográficos y sus protagonistas. La segunda es una descripción del “escenario”
físico por donde desfilan las sociedades humanas a lo largo de los siglos (p.
44). Pero la geohistoria debe ir más allá y centrarse en las interacciones
entre el hombre y su medio físico y en las transformaciones que aquél introduce
en éste a través del tiempo. “La geografía histórica puede conceptualizarse
como una geografía humana retrospectiva” (p. 46), que se ocupa de tres
elementos básicos: espacio, hombre y tiempo.
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Humboldt y Bonpland en Venezuela |
En
conclusión, me asomo al mundo de la historia con curiosidad y fascinación. Todo
individuo o cosa tiene su historia, y aunque todas esas historias son
significativas, es imposible abarcarlas a todas. Quizás ellas mismas deciden
quién debe historiarlas al seducir con sus cantos de sirena a los que serán sus
propios historiadores.