Max Ernst acaricia la barba de Dostoievski |
Cada vez que veo a Mike Pence (quien dice que es en primer lugar cristiano, en segundo conservador y en tercero republicano) llorando lágrimas de cocodrilo sobre los venezolanos muertos de hambre y enfermos (starving, sick Venezuelans) me digo a mí mismo que, si bien es cierto que yo me siento más cristiano que budista o Hare Krishna, ese género de cristianismo no me agrada (y menos todavía cuando dice en su pésimo español “estamos con ustedes”). No sé si Pence realmente piensa que la batalla de Armagedón es inminente, y que es necesario apoyar al estado de Israel para combatir al Anticristo. En todo caso, ahora que estoy investigando el protestantismo gringo, y que me he enterado de las creencias realmente alucinantes sostenidas por las diferentes iglesias evangélicas, asumo una postura agnóstica, y aclaro: agnóstico quiere decir que no sé (si Dios existe), y eso me parece más objetivo que declararme ateo (o sea, que creo que Dios no existe, porque no hay manera de saberlo). Prefiero ser un agnóstico consciente que un ateo por ignorancia. Una vez declarado y aclarado mi agnosticismo, paso a tratar el tema de Dostoievski.
Hubo un tiempo en que Fiódor
Mijáilovich Dostoievski era el escritor más comentado del mundo. Ahora
seguramente no lo es (fue reemplazado por la autora de Harry Potter o algún escribidor
de libros de autoayuda o del último bestseller
o por el equipo de guionistas de Game of
thrones). Leí casi todos los grandes libros de Dostoievski en mi
adolescencia, y he releído algunos, incluso varias veces. Me fascinan sus personajes
morbosamente obsesionados consigo mismos, cuyo auto-desprecio hace que el
desprecio que también sienten por todo el mundo sea impotente, ridículo,
patético… su odio hacia ellos mismos los humilla y aniquila tanto que frustra su
deseo de humillar y aniquilar a los demás. El mejor ejemplo es el protagonista
de las Memorias del subterráneo, que
se auto-describe así: “Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre
desagradable. (…) No he conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he
conseguido ser guapo, ni perverso, ni un canalla, ni un héroe… ni siquiera un
mísero insecto”. Y en medio de tanto desprecio, que sería nietzscheano si no
estuviera dirigido a sí mismo, Dostoievski propone que lo único que puede
redimirnos es Cristo, la piedad cristiana, la vieja religión ortodoxa del
pueblo ruso…
Porque si no existe Dios,
entonces todo está permitido. Esa es la conclusión lógica, el modus ponens que Nietzsche nunca se
planteó. Si todo está permitido, puedo aplastarle la cabeza con un hacha a la
vieja usurera, que no es más que un bicho despreciable… pero cuando pongo manos
a la obra, voy donde la vieja con el hacha colgando bajo el capote, le abro el
cráneo cuando se descuida… entonces se aparece la pobre hermana de la vieja,
una criatura inocente, desvalida, y también tengo que matarla… no lo había
planeado, ella levanta sus bracitos para defenderse, inútilmente… y le doy su
hachazo, porque ya estoy condenado. Mis delirios napoleónico-nietzscheanos me
han llevado a esta miseria. Mi crimen reclama su castigo. Quiero refugiarme en (y
justificarme con) el desprecio, pero al final el arrepentimiento y la
penitencia son lo único que me humaniza. Y sólo me queda reclamar mi modesto
sitio junto a los demás miserables (en Siberia, el infierno helado en la tierra). Si todos somos unos miserables, sólo nos
queda Dios. ¿O qué si no?
Y luego está Los hermanos Karamazov, la novela que Freud hubiera querido
escribir. El odio y el deseo de matar al padre, un bufón lujurioso que se
regodea en su propia degeneración, se convierte en la fuerza que impulsa a todos
sus hijos: Iván el intelectual es el parricida conceptual. Dimitri, el
sensual-colérico-juerguista-violento, convertido en rival de su padre por la
inefable Grúshenka (una versión de la santa
prostituida y quizás de la joven madre sustituta de Freud) parece tener la
energía para llevar a cabo el hecho, pero al final no lo consigue, aunque todo
parece incriminarlo (al final, también acabará en Siberia)… Aliosha, el místico aspirante a monje, también es un
parricida potencial; pero el infeliz bastardo epiléptico Smerdiakov,
ideologizado por Iván, es el único que al final se atreve. La pulsión entre
Eros y Thánatos nos lleva en un viaje de ida y vuelta al infierno con veinte
mil rublos manchados en sangre… Deseo (eternamente insatisfecho), muerte y codicia son los ejes de un
mundo sin Dios.
Por último están Los Demonios o Los endemoniados, un libro de difícil lectura que nos pasea por la
pesadilla pre-revolucionaria de Rusia con sus intelectuales frustrados reducidos
al papel de bufones de corte y una siniestra pandilla de conspiradores ateos, viles e
intrigantes que anticipan lo peor de los bolcheviques… La Revolución Rusa, que
en un principio parecía encarnar la esperanza del mundo entero de acabar con la
injusticia y la explotación del hombre por el hombre, terminó convirtiendo al
país más grande del mundo en una paradójica prisión… un inmenso campo de
concentración donde Dios estaba prohibido, y que terminó derrumbándose ante la
imposibilidad de sostener la contradicción entre la libertad proclamada y la
esclavitud de un dogmatismo sin Dios.
La Rusia actual, encabezada por
el preclaro ajedrecista (y judoka y exespía) Vladimir Putin, ha reivindicado
todos los nexos con sus tradiciones religiosas que habían sido negadas y proscritas por el
bolchevismo. Esto es algo que se dice muy poco y que es necesario saber para
poder entender a Rusia en estos momentos. Los gringos quisieron fastidiar a
Putin mandando a las Pussy Riots, unas
loquillas punketas que supuestamente encarnaban las libertades de Occidente (libertad para la orgía, la drogadicción,
la irreverencia sistemática, la inconciencia ética y política) a que armaran un
escándalo en una iglesia ortodoxa. Cuando las metieron presas, todo el podrido
Occidente con sus prostituidos medios de comunicación de masas clamó contra el brutal y opresivo Putin. Pero la nueva Rusia es
respetuosa de su religión ortodoxa, una de las columnas que unifica a esa
nación. Y se diferencia bastante de la multiplicidad de las denominaciones
protestantes que son, también, la expresión más característica de la cultura
estadounidense. Por cierto, gracias a sus peculiaridades religiosas, EE.UU ha penetrado
en el mundo con mucha mayor eficacia que a través de su supuesta liberación
sexual, permisividad moral, individualismo y poses transgresoras.
Pussy Riots en acción |