LAS CRISIS DE LA MODERNIDAD
PEDRO LEONARDO GONZÁLEZ SILVA
La modernidad es una crisis en sí
misma: nace de una conjunción de crisis y provoca múltiples otras. La crisis
forma parte de la propia definición o naturaleza de la modernidad. Por eso,
hablar de “crisis de la modernidad” es prácticamente un pleonasmo (o quizás una
tautología). Es como decir lo mismo dos veces.
¿Pero qué se entiende por
modernidad? Definitivamente no es un término unívoco ni inequívoco. Si hablamos
de modernidad en un sentido histórico[1],
según la tradicional división de la historia que nos enseñan en la escuela, la
Edad Moderna viene después de algo que se llamó la Edad Media, la que a su vez reemplazó
a un período anterior conocido como la Antigüedad, que terminó con la caída de
Roma en el siglo V DC. Pero aquí hay que detenerse para hacer una consideración
crítica: ¿puede decirse de una manera clara y sin ambigüedad que un determinado
suceso ocurrido en un cierto lugar y
un cierto tiempo representa el fin de una era y el comienzo de otra? La
respuesta es que seguramente los cambios epocales son un proceso, probablemente
largo, que puede demorar siglos en concretarse. La humanidad no despierta simplemente
un buen día viviendo en una nueva era. Los sucesos que marcan “el fin de una
era” tienen un valor sobre todo simbólico.
Varios sucesos pueden servir de
marcadores simbólicos del inicio de la Modernidad: algunos señalan el año 1436,
cuando Gutenberg empezó a usar la imprenta de tipos móviles, una revolución en sí
misma que hizo posible la difusión del torbellino de ideas que estaba por venir.
Tradicionalmente se ha dicho que la Edad Moderna comienza el 29 de mayo de
1453, con la toma de Constantinopla por los turcos, un hecho que representaba
una amenaza mortal para la Europa cristiana. Otros se inclinan por el viaje de
Colón en 1492, después del cual América sería absorbida por Europa y empezaría
la tercera globalización de la historia[2]. Pero muchos también señalan la Reforma
luterana iniciada (después de un largo proceso, por supuesto) en 1517, cuyos
efectos revolucionarios se magnificaron en buena parte gracias a la imprenta de
Gutenberg; o el fin de la Guerra de los 30 Años en 1648 (la famosa Paz de
Westfalia); o las guerras civiles inglesas de esos mismos años; o la Revolución
de 1776 que creó a Estados Unidos; o la propia Revolución Francesa, producto
por excelencia de la Ilustración europea. O las campañas de Napoleón, que según
Hegel señalan el Fin de la Historia. Y no hay que olvidar el nacimiento de la
Ciencia Moderna (Kepler, Copérnico, Newton…) a mediados del siglo XVII, preludio
de la Revolución Industrial del siguiente siglo… Aunque, según otros, no se
puede hablar propiamente de modernidad sino hasta finales del siglo XIX.[3]
Las potencias europeas (y Japón) se reparten China |
Ciertamente, con la Modernidad se
inicia la hegemonía mundial de Europa, que dejaría de ser una mera península de
Asia, un sub-continente aislado y asediado, para convertirse por fin en el centro de la historia, pero sólo
después de que la Revolución Industrial le otorgase el absoluto dominio
tecnológico y armamentista necesario para someter y humillar a una potencia
como China[4] tras
las Guerras del Opio, a mediados del siglo XIX. Ya para entonces las naciones
mediterráneas católicas que habían iniciado la llamada “Era de los
Descubrimientos” (España y Portugal) habían entrado en decadencia, y el
predominio lo tenían los países germánicos, del centro y norte europeo,
mayormente protestantes. El racismo y el colonialismo sobre los que se asienta
esta Europa racionalista, industrializada y conquistadora, encuentran su
basamento filosófico en las grandes figuras del pensamiento europeo a partir
del siglo XVII. Nos referimos especialmente a Descartes (a quien podemos
considerar como pre-moderno), Kant (plenamente moderno) y Hegel (pionero del
postmodernismo).
Marc Bloch recomienda que al
hacer historia se busque siempre primero al hombre, porque es imposible
entender los hechos o las ideas de los hombres sin conocer antes a estos en el
contexto de su época. Si la historia es ante todo la ciencia de los hombres en
el tiempo, entonces el método usado generalmente en las escuelas de filosofía,
que suele ser la lectura de los textos de algún filósofo sin antes presentar al
hombre enmarcado en su época, es un fracaso garantizado. Trataré de ser fiel a
este principio en la exposición que sigue.
René Descartes era el hijo de un
burgués, lo bastante rico para permitirle estudiar en la mejor escuela de
Europa en aquel momento: el Colegio La Fléche, de los jesuitas. Enrique Dussel en
un artículo un tanto pretencioso[5]
quiere desmontar la idea de que Descartes fue “el primer pensador moderno”,
como dicta el consenso académico. Presenta a un Descartes fuertemente
influenciado por la disciplina subjetivista y los ejercicios espirituales de
los jesuitas, que eran ya profundamente modernos y comprometidos en
interminables polémicas con el statu quo medieval. De hecho para Dussel el
primer gran pensador moderno no es Descartes, sino el fraile dominico Bartolomé
de las Casas, que un siglo antes había presentado un “discurso crítico de la
Modernidad”, en el que denunciaba sus excesos, crueldades y nociones tan
extremistas como aquella de que los indios “no eran gente”, “no tenían alma”. Cuando
Bartolomé refuta la pretendida superioridad de la cultura occidental y devela
la barbarie del proceso pretendidamente “civilizatorio” moderno, se convierte
en el primer crítico de la Modernidad, cuando ésta apenas hacía su aparición en
la historia. La postura lascasiana de defender el derecho de los indígenas a su
propia religión y cultura, a las cuales sólo podrían renunciar por obra de la
persuasión y no de la fuerza, trasciende la Modernidad y anticipa los mejores
principios de tolerancia e interculturalidad de nuestro tiempo.
En todo caso, Descartes era un
caballero despreocupado que no tenía necesidad de trabajar, y que un buen día,
cómodamente instalado en su habitación, decidió deconstruir todo lo que le
habían enseñado y poner en duda cada una de sus opiniones y percepciones, hasta
que su mundo quedó reducido a la indudable existencia de “una cosa que piensa”,
que desde luego era él mismo. Así fue el nacimiento del racionalismo, esa
modernización del idealismo platónico que se oponía a la otra gran tendencia de
su tiempo: el empirismo, asociado a Francis Bacon, propulsor de una filosofía
más afín con el desarrollo de la ciencia experimental y materialista que iba
tomando cuerpo por aquellos años. El racionalismo solipsista cartesiano todavía
tenía sus raíces en el Medioevo y en San Agustín y San Anselmo, de ahí que
Descartes, luego de haber dudado de todo y haberse despojado de todo, empieza
su viaje de regreso de la duda absoluta reafirmando la existencia de Dios.
![]() |
Cogito ergo sum |
Ahora bien, desde el punto de
vista del presente, y asumiendo otro concepto de Marc Bloch, según el cual no puede
comprenderse bien el pasado sin entender antes el presente (y viceversa), hay
dos aspectos de la aventura de Descartes que debemos tomar en cuenta: primero,
la consubstancialidad de la Modernidad tanto con el capitalismo como con el
colonialismo; y segundo, la vigencia del constructo ideológico que Ramón
Grosfóguel[6]
llama colonialidad, que se nos
inculca a los que vivimos en el mundo “periférico” —compuesto de colonias y
excolonias europeas— por medio de una educación eurocéntrica (o
euro-nostálgica) cuyo propósito es hacernos sentir como personajes secundarios
de la historia, sometidos a un orden mundial superior impuesto desde las
antiguas metrópolis coloniales y actualmente desde lo que llamamos “Occidente”,
entidad cuyo centro se ha desplazado desde Europa hacia el hegemón del
presente, los Estados Unidos de América. Con esto en mente, si queremos
entender el fenómeno de la Modernidad desde nuestra posición de
latinoamericanos pensantes (y no de indios “sin alma”), debemos empezar por
comprender que modernidad y colonialidad son dos caras de la misma moneda.
![]() |
Ramón Grosfóguel en Dossier |
En la visión crítica de
Grosfóguel, Descartes inicia con su cogito
ergo sum una “ego-política del conocimiento” que otorga al hombre
occidental la capacidad de producir un conocimiento eterno e infinito que es
equivalente al “ojo de Dios”. Es interesante reproducir aquí el siguiente
comentario del puertorriqueño Grosfóguel:
Esta arrogancia está en la base de los
proyectos imperiales y las ciencias sociales occidentales que reproducen un
racismo epistemológico donde la tradición de pensamiento de los hombres
occidentales es representada como superior y todo conocimiento que provenga de
epistemologías y cosmologías no-occidentales es considerado como inferior.
Y es que así es la Modernidad:
una era marcada por la crueldad y la intolerancia. Nunca hubo tantas quemas de
brujas o de herejes como en el siglo XVII. La conquista de América produjo en
Europa una prosperidad sin precedentes gracias a un saqueo implacable y un
genocidio justificado por el racismo y el supremacismo cultural: el mundo estaba
en pugna entre la raza blanca europea, la única civilizada, y los salvajes que estaban ahí (como representantes de un Dasein pasivo e indolente) esperando
recibir las ventajas de la civilización a costa de la explotación más descarada
y el despojo de unos recursos naturales que eran incapaces de utilizar y que
por lo tanto no merecían tener. Aventureros sin entrañas y traficantes de
esclavos se lanzaron a saquear el mundo, despachando a tiros y cañonazos la
resistencia de los nativos inferiores que perdían todas las guerras. El
capitalismo se imponía por doquier, asombrando a todos con los adelantos de la
técnica mientras destruía todo el basamento cultural y religioso del mundo para
imponer el único culto posible: el del dinero. El puritanismo imponía una
tiranía religiosa que bendecía la prosperidad económica como única prueba de la
gracia de un Dios identificado con el Espíritu del Capitalismo. La ciencia
moderna prometía un progreso brillante mientras destruía toda manifestación de
espiritualidad y servía como justificación ideológica de un laicismo feroz que
desestabilizaba los valores de todas las culturas tradicionales. El individuo
racionalista y calculador de Descartes, que veía al alma como “el fantasma
dentro de la máquina” y a sus semejantes como un montón de sombreros caminando
por la calle, era la encarnación perfecta del hombre que necesitaba esta nueva
era despiadada y sin escrúpulos.
Entretanto, en sus salones de
clase de Königsberg, Immanuel Kant buscaba conciliar el racionalismo y el
empirismo. A diferencia de Descartes, Kant venía de una familia humilde, y en
consecuencia sí que estaba obligado a trabajar. Toda su vida fue profesor, primero
Privatdozent y luego funcionario
público, inaugurando así la era en que todos los filósofos serían profesores,
cultores de una especialidad académica más. El ordenamiento estricto de su vida
llegó a ser proverbial: se dice que los habitantes de Königsberg (de cuyas
inmediaciones no salió nunca) ponían sus relojes en hora cuando veían que pasaba
Kant en su diario paseo, siempre por el mismo sitio a la misma hora. También se
dice que, como nunca se casó, nunca pudo conocer “la cosa en sí”.
Es fácil hacer bromas sobre el rutinario
y morigerado profesor Kant, pero hay que reconocer su honestidad intelectual.
Siendo un convencido idealista trascendentalista, permitió que el escéptico David
Hume lo despertara de su “sueño dogmático” y lo guiara en su Crítica de la Razón Pura, ese monumento
de 800 páginas o más que sigue intimidando a todos los estudiantes de
filosofía. Si bien admitió el fracaso de su intento de sintetizar racionalismo
y empirismo, también se dejó influenciar por el sentimentalista pre-romántico
Juan Jacobo Rousseau, que lo despertó de su otro sueño dogmático en el campo de
la moral.
![]() |
El Buen Salvaje sometido |
La lectura del Emilio de Rousseau sacudió las
sistemáticas costumbres de Kant, alteró la rutina de sus famosos paseos, y le
hizo comprender que la dignidad del hombre no se funda en el conocimiento sino
en la vida moral, abriendo las puertas a la Crítica
de la Razón Práctica.[7]
Aunque Kant no podría jamás convertirse en un revolucionario como Rousseau —el
héroe de Robespierre, cuyos libros habían sido quemados en la plaza pública por
el Ancien Régime— el ginebrino le
inspiró para dejar de lado la Razón Pura y buscar en la Razón Práctica respuestas
a las cuestiones fundamentales que ya se había planteado: Dios, la libertad y
la inmortalidad.
Las posiciones políticas y el
pesimismo conservador de Kant coincidían originalmente con las nociones de
Thomas Hobbes, para quien “el hombre es el lobo del hombre”, y la libertad y el
estado de naturaleza son peligrosos e indeseables, porque conducen a la “guerra
de todos contra todos”. Pero Rousseau le hizo aceptar la posibilidad de que el
hombre nace libre, y que justamente el contrato social que sustenta la sociedad
civil, junto con la tiranía y desigualdad producidas por el gobierno supuestamente
racional, son la verdadera causa de su degeneración. Mientras Hobbes y Kant creen
en la perversidad de la naturaleza humana, Rousseau es un “pesimista cultural”
que defiende la pureza del estado natural del hombre, la cual es incompatible con
la corrupción inherente a la sociedad civil. La pasión que desbordaba el
pensamiento rousseauniano invadió y cambió para siempre la austeridad y el estilo
pietista de la filosofía crítica, llevando a Kant a aceptar los límites de la
razón y a plantearse el ideal de la libertad ante la realidad de la naturaleza.
Hume y Rousseau no son los únicos
invitados a la inauguración de la nueva filosofía crítica de Kant: el otro que
es recibido con alfombra roja es Isaac Newton. Kant está totalmente deslumbrado
por los logros de la física matematizada de Newton. Los famosos juicios sintéticos a priori son
prácticamente nichos filosóficos donde instalar cómodamente las nuevas leyes y
fuerzas newtonianas. Esta cohabitación engendrará posteriormente el positivismo
de Augusto Comte. En suma, sin salir de Könisgberg, Kant pudo crear un nuevo corpus filosófico que se extenderá en el
tiempo y en el espacio: el mismísimo Michel Foucault dirá más de un siglo
después que él no era ni postestructuralista ni postmoderno, sino un crítico
histórico de la modernidad, un ontólogo crítico firmemente enraizado en la tradición
filosófica de Kant.[8]
Kant muere en 1804, y sus
herederos inmediatos son dos monstruos que darán mucho de qué hablar: por una
parte, tenemos a Arthur Schopenhauer, el filósofo de la lengua viperina que insospechadamente
traería el pensamiento hinduista a Occidente con su Mundo como Voluntad y Representación. Y por otra parte, en 1807
aparece la Fenomenología del Espíritu[9]
del inefable Georg Wilhelm Friedrich Hegel.
¡Oh, Hegel! Tengo que decir que a
mí me enseñaron a odiarlo. Cuando estuve en la Escuela de Filosofía de la UCV,
me aplicaron el consabido método de ponerme a leer un fragmento de una
traducción quizás infame de la Fenomenología, apoyada en la interpretación de
ciertos individuos que realmente no entendían mucho de nada. Y aquel estilo
deliberadamente enrevesado y oscuro me parecía pura charlatanería, lo que se
llama un galimatías. Posteriormente
descubrí los escritos de otra gente que también odiaban a Hegel, especialmente
Schopenhauer y Bertrand Russell, y sinceramente encontré más interesantes sus
burlas y descalificaciones que los argumentos de los que lo defendían. No
resisto la tentación de citar un par de estos insultos:
“Cuando te sobrevenga el desaliento,
piensa tan solo que estamos en Alemania, donde ha sido posible lo que en ningún
otro lugar nunca habría podido suceder; a saber, que un vulgar e ignorante
filosofastro, que embadurna el papel con necedades y que echa a perder por
completo y para siempre las mentes con su huera palabrería, me refiero a
nuestro encarecido Hegel, haya sido proclamado a los cuatro vientos como un profundo
pensador. Y no sólo han podido hacerlo impunemente y sin ser objeto de todas
las burlas, es que encima se lo creen, ¡se lo creen desde hace nada menos que
30 años!”
“… la filosofía, si es que todavía se la
puede llamar así, fue cayendo cada vez más bajo, hasta que finalmente alcanzó
el mayor grado de envilecimiento con Hegel, ese producto de los despachos
ministeriales. Éste, a fin de echar por tierra la libertad de pensamiento
lograda gracias a Kant, convirtió a la filosofía, la hija de la razón y futura
madre de la verdad, en instrumento para los fines del Estado, del oscurantismo
y del jesuitismo protestante. Y para ocultar su oprobio, y provocar al mismo
tiempo el mayor entontecimiento posible de las inteligencias, cubrió todo eso
bajo el manto de la más huera palabrería y de los galimatías más absurdos jamás
oídos, al menos fuera de los manicomios.”[10]
Y así me reía yo de los que se
tomaban en serio al viejo Perro Muerto de Hegel. Hasta que el día miércoles 14
de febrero de 2020, mientras investigaba para terminar este ensayo, hice un
descubrimiento que abrirá nuevas puertas para mí y que me tendrá ocupado en
nuevas lecturas que no hubiera sospechado hace una semana. Me refiero a la obra
del ilustre iluminado Alexandre Kojève, un personaje del que nadie nunca me había
hablado y que tuve que encontrar por mi cuenta. Como todo lo que vale la pena
en este mundo.
Alexandre Kojève |
Nacido Alexander Vladimírovich
Kojevnikov en Moscú en 1902, era pariente cercano —unos dicen que hermanastro,
otros que sobrino— del famoso pintor Kandinsky. Aunque simpatiza con la
revolución bolchevique, se mete en problemas, es encarcelado y tras una serie
de aventuras finalmente emigra a Francia, donde afrancesa su nombre a Alexandre
Kojève. Antes estudia filosofía en Alemania con Karl Jaspers y gracias a sus
investigaciones sobre el budismo —efectivamente, la única religión atea—
aprende chino y sánscrito. Además de su nativo ruso habla alemán, francés e
inglés. Tras heredar un dinero, lo dilapida dedicándose al libertinaje en
París. Forzado a buscar trabajo, logra por medio de sus contactos emplearse en
la École Pratique des Hautes Études
de Paris, donde entre 1933 y 1939 dicta un seminario que se ha hecho legendario,
llamado Introducción a la Lectura de
Hegel.[11]
Nadie sabe muy bien qué ocurría
en ese seminario que se reunía todos los lunes a las cinco y media de la tarde,
excepto que el profesor era Kojève y los estudiantes eran el matemático Raymond
Queneau, que luego reunió y publicó las notas tomadas durante el seminario, más
una lista de asistencia donde figuraban André Breton, Jacques Lacan, Raymond
Aron, Georges Bataille, Roger Caillois, Maurice Merleau-Ponty, Jean Hyppolite y
otros del mismo calibre. Parece que no invitaron a Jean Paul Sartre, pero éste
estaba muy pendiente de lo que se discutía ahí. ¿Y qué era eso? Pues nada menos
que la Fenomenología del Espíritu, línea por línea y párrafo por párrafo. En
palabras de Grieco (citado a pie de página):
…los
asistentes escuchaban una interpretación marxista y atea de Hegel, centrada en
la satisfacción del deseo antropógeno de reconocimiento, en la lucha a muerte
entre el amo y el esclavo, en el pasaje de la filosofía del “yo pienso”
cartesiano al “yo deseo”. Y allí se reconocían marxistas, surrealistas,
fenomenólogos, existencialistas, el primer lacaniano –que unirá psicoanálisis y
estructuralismo–, y otros pensadores independientes.
Tras haber bajado de Internet el
libro titulado La dialéctica del amo y el
esclavo, compilación de una parte del ya mencionado seminario, puedo decir
que por primera vez he leído una traducción de un texto de Hegel que en primer
lugar he comprendido, y en segundo que me ha gustado. Por supuesto, lo primero
es condición necesaria (aunque no suficiente) para lo segundo. Quisiera anotar
mis primeras impresiones, dejando constancia de que aún tengo pendiente la
tarea de seguir profundizando esa lectura.
Los pensadores de la Edad Media iniciados
en la ciencia hermética escribían en
un lenguaje deliberadamente críptico para que sus enseñanzas sólo pudieran ser captadas
por los pocos que tuvieran la capacidad hermenéutica
de dilucidar aquel aparente disparate. Lo mismo ocurría con los trovadores del legendario Languedoc, cuya
audiencia tenía que encontrar (trouver)
el significado oculto en aquella poesía. Bajo la guía de Kojève, el texto de
Hegel revela un significado que no puede ser accesible a cualquier “transeúnte
apresurado”. El necesario primer paso es una traducción precisa, que no se deje intimidar por la complejidad de
la terminología ni por el léxico y la sintaxis difíciles de la lengua alemana.
Una vez superado este escollo, se abre la posibilidad de la interpretación.
Pero tampoco hay que dejarse
apabullar por Hegel y Kojève: es bueno conservar el sentido crítico y advertir
la continuidad de la famosa línea del pensamiento idealista (señalada entre
otros por Michel Onfray[12])
que va desde Platón, pasando por San Agustín, Descartes, Kant y terminando en
Hegel. Este último se identifica obviamente con Platón (y con Heráclito “El
Oscuro”) y se complace en expresarse por medio de alegorías y mitos. Hay un mythos y un logos tanto en la Caverna platónica como en el Amo y el Esclavo
hegeliano.
Cuando Kojève habla de Hegel
sentado en su escritorio, oyendo a lo lejos los cañonazos de la batalla de Jena,
no puedo dejar de recordar a Descartes queriendo cambiar el mundo desde su
cómoda habitación. Pero Hegel pone todo el énfasis en alegorizar la historia y
la dialéctica por medio de dos figuras opuestas, a modo de tesis y antítesis.
El Amo es un guerrero que no teme arriesgar su vida por un Ideal que lo pone
por encima de la mera necesidad animal, mientras que el Esclavo se somete por
temor a perder su vida. Pero el Amo necesita el reconocimiento del Esclavo para
poder ser Amo, mientras que el Esclavo paradójicamente se dignifica trabajando
al servicio del Amo. El pensamiento al modo cartesiano no es nada sin el deseo
de reconocimiento (el deseo de lo deseado,
el deseo de lo que otros desean, el deseo de prestigio), inútil desde el punto
de vista biológico; pero ese deseo es lo que crea la autoconciencia que diferencia al hombre del animal.
La alegoría da para diversas interpretaciones:
el Amo se apoltrona, se vuelve dependiente y predecible, mientras el Esclavo
evoluciona gracias al trabajo, se hace cada vez más interesante. El Esclavo
desea la libertad, pero el miedo que le caracteriza le impide luchar por ella,
y luego de pasar por una etapa estoica y otra escéptica, alcanza cierto consuelo
en el cristianismo, que iguala al Amo y al Esclavo como Esclavos ambos de un
Amo superior, que ofrece la libertad en la otra vida. La violencia de la
Revolución Francesa marca el fin de esta historia de amos y esclavos al ofrecer
como síntesis la igualdad de todos bajo el rótulo de Ciudadanos, pero Robespierre-Napoleón
es el último Amo necesario para llevar a cabo esta redención a fuerza de
cañonazos y cargas de caballería. Entretanto, Hegel desde su escritorio decreta
el Fin de la Historia.
Este brevísimo resumen desde
luego no le hace justicia ni a la complejidad del mito ni a la riqueza de sus
posibles interpretaciones. Pero ya que nuestro tema son las crisis de la
modernidad, debemos acercarnos a alguna conclusión. La Revolución Francesa es
el marcador simbólico del fin de la Edad Moderna: el fin de las monarquías
feudales sobrevivientes del Medioevo y del “derecho divino de los reyes”. Si
todavía quedan reyes (alguien dijo que sólo los hay en África y en Europa, y no
estoy tan seguro de África) son meras figuras decorativas sometidas a un
régimen parlamentario dentro de una democracia liberal burguesa. El siglo XIX
pertenece por un lado a la burguesía y por otro a la ciencia que no sé si
podemos seguir llamando “moderna” que se impuso por doquier. Frente a los
logros de un Pasteur, por ejemplo, no queda nada más que hacer salvo quitarse
el sombrero.
La filosofía buscó acercarse a la
ciencia primero a través del positivismo, que pretendió convertirla en una
religión. Posteriormente la llamada “filosofía analítica”[13] hizo
que la lógica formal dejara de ser un mero “organon” o instrumento o
herramienta y se asumiera como único centro de la “verdadera” filosofía,
posición que llegó a sus extremos con el “positivismo lógico”. Por otra parte,
la filosofía “especulativa” también cerró filas, y con Husserl y sus herederos
(siendo Heidegger el más prominente) se refugió en el hermetismo y en las
complejidades del lenguaje, como si se tratara de una disciplina diferente.
Esta escisión de la filosofía es de hecho una de las grandes crisis de la
modernidad. En la misma escuela, los departamentos de lógica y de fenomenología
no se hablan ni se entienden entre sí, y realmente usan lenguajes diferentes.
Se dice que los mayores filósofos
del siglo XX son Wittgenstein y Heidegger. El primero escribió su Tractatus Logico-Philosophicus en una
trinchera de la Primera Guerra Mundial, con las balas silbando sobre su cabeza.
El segundo presentó su Sein und Zeit
en los años 20 y terminó apoyando al nazismo en su intento de establecer un
gobierno y un sistema político-social-económico de dominio mundial totalitario,
enfrentado al sistema igualmente totalitario pero de signo contrario
establecido en la Unión Soviética. ¿Podemos ver ese enfrentamiento como otro
intento de alcanzar el Fin de la Historia? ¿Tendrían algo qué decirse, alguna
forma de comunicarse, cualquier cosa en común, el judío Wittgenstein y el nazi
Heidegger? Estas son las grandes crisis no resueltas de la (post)modernidad.
Enfrentado a este panorama, yo
apuesto por la historia. Hay que contar la historia sin tomar partido, sin eludir
la complejidad, sin sentirse disminuido por venir de la supuesta periferia del
mundo. Acá en los “tristes trópicos” también tenemos historias que contar,
crisis que resolver. Según Briceño Guerrero, estamos habitados por tres
minotauros que se odian mutuamente y quieren destruirse: el moderno-ilustrado,
el criollo-hispano y el indio-africano. ¿Por qué deben odiarse? ¿Por qué no
pueden aceptarse y hacer las paces en su laberinto? Yo quiero contar esa
historia de fracasos y potencialidades, de orgullos y desprecios. Acá en esa
“tierra de horizontes abiertos donde una raza buena ama, sufre y espera”.
[1]
Porque tendría un sentido
diferente si hablásemos por ejemplo de arte. El “arte moderno” como tal nace
con el Impresionismo, hacia los 1870, según el consenso generalizado.
[2] Atilio Borón dice que la primera
globalización de la historia fue el cristianismo, la segunda fue el Islam, la
tercera la iniciada por Colón, y en nuestros días vivimos la cuarta oleada de
la globalización. Un punto de vista ciertamente discutible.
[3]
Extrapolando estos criterios,
es interesante preguntarse: ¿cuándo empieza la Modernidad en Venezuela?
Pareciera que el suceso marcador en nuestro caso no es otro que la muerte de
Juan Vicente Gómez en 1935. Por supuesto, aquí también hubo un proceso previo
con dos hitos importantes: la creación de una nueva institucionalidad en el
país gracias al fin de las guerras civiles y el surgimiento de la industria
petrolera, que marcó el fin de la Venezuela predominantemente agrícola. Pero
sólo después de la muerte de Gómez fue posible una nueva etapa que realmente
merece llamarse de “modernización” del país.
[4] Y tenía que
ser precisamente China, que siempre le había llevado una delantera de siglos a
Europa; la nación que había producido todos los inventos que posibilitaban la
modernidad: el papel, la pólvora, la brújula, la imprenta, el comercio
internacional globalizado por la Ruta de la Seda, y hasta los espaguetis.
[5]
Dussel, E. Meditaciones anti-cartesianas: Sobre el origen del
anti-discurso filosófico de la modernidad. Tabula
Rasa, Bogotá, Colombia, No. 9: 153-197, julio-diciembre 2008.
[7] Giralt,
María. La influencia de Rousseau en el
pensamiento de Kant. Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, XXVIII (67/68),
119-127, 1990.
[8] Michel Foucault (1967). Nietzsche, Freud, Marx. ePub base v2.1.
[9]
A los ingleses parece que no les gusta mucho ese título y por eso prefieren
llamarlo La Fenomenología de la Mente.
Y es que Geist en alemán, al igual que Esprit en francés, puede traducirse como
espíritu o como mente, de acuerdo a las preferencias de cada cual.
[10] Arthur
Schopenhauer. El Arte de Insultar.
Edaf, Madrid, 2000.
[11] Andrés
Ortega. Historia y fin de Alexandre
Koljève. https://elpais.com/diario/1992/06/09/opinion/708040808_850215.html
Alfredo Grieco y Bavio. El filósofo que vino del frío. https://www.pagina12.com.ar/1999/suple/radar/99-12/99-12-12/NOTA5.HTM
[12] M. Onfray. Las sabidurías de la antigüedad.
Contrahistoria de la filosofía I. Anagrama, Barcelona, 2006.