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Escala de grises |
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Lo
bueno de no ser un experto (como yo, que sólo soy experto en generalidades) es
que se tiene la libertad o la inocencia de la ignorancia y uno puede lanzarse a
decir lo que quiera sin seguir la práctica académica de apoyarse en lo
que otros (las autoridades) ya han dicho al respecto, haciendo uso de la irreverencia
y la “licencia poética” para rellenar cualquier laguna. Ya que sólo
quiero compartir un tema que me interesa y no ganarme un premio a la
investigación más erudita, supongo que estaré haciendo lo que mi amigo Zacarías
García llama indagación sensible. Y
no necesariamente será dar palos de ciego… En conversaciones con mis colegas
profesores, me enteré de que en el mundo académico hay una corriente de opinión
según la cual cuando se habla de arte, o cuando un artista (o en mi caso, un
diletante) quiere decir algo relacionado con el elusivo tema del arte, su
historia o su teoría, no estaría “generando conocimiento”… Para mí eso es positivismo de la peor especie (y eso
que un grado de positivismo no siempre es malo). Tal vez no se estará generando
conocimiento científico entendido de
una manera bastante estrecha, pero la falacia está en que el conocimiento en
general no se restringe a lo meramente
“científico” (y este término también necesitaría ser desambiguado). En fin,
para rematar esta introducción, con la modesta “indagación sensible” que
presento a continuación espero abrir puertas a la curiosidad de mis escasos
pero fieles lectores y poder transmitirles algunas cosas que encuentro interesantes.
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Frida Kahlo, Mi nana y yo |
Lo
que me interesa en este caso tiene que ver con la cultura mexicana y su inmenso
impacto en toda Latinoamérica, sobre todo a partir de la Revolución Mexicana,
la primera del siglo XX; y de su magnífica expresión artística, el muralismo mexicano. En los murales por
ejemplo de Diego Rivera encuentro (aparte de un logro artístico colosal) una
superación de la ideología marxista gracias a la introducción de lo que
podríamos llamar una postura indigenista,
un intento de reivindicar la antigua cultura indígena frente a la colonialidad
eurocentrística dentro de la cual se ubican los usuales paradigmas críticos,
incluso el marxismo. Ahora bien, para
referirse a la riquísima tradición histórica y antropológica de ese país
fabuloso hay que pasar por el tamiz de una ciencia
que a los profesores alemanes les gusta llamar mexicanística (especializada en “el ámbito de las culturas
civilizadas de la Norteamérica precolombina”, según define Herr Doktor Werner Stenzel). Pese a mi comprobable ignorancia
histórica, arqueológica, lingüística, etc., quisiera compartir mi primera
impresión meramente sensible y subjetiva sobre las antiguas civilizaciones
mesoamericanas: en todas ellas parece haber un culto al miedo, una utilización mágica
y política del terror para el control social. Para justificar esta afirmación,
basta con echar un vistazo a esta figura emblemática:

Se
trata de Coatlicue, la gran Diosa Madre del panteón azteca o mexica, creadora y
destructora, llena de serpientes y colmillos por todas partes, personaje
principal de una mitología cuya complejidad abrumadora siempre aparece mezclada
con la crueldad y la masacre. Conmovido por su belleza terrorífica, empiezo a
dar mis primeros palos de ciego: el primer tema que me interesa indagar es el
mito de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, y cómo las leyendas relacionadas
con esta deidad tuvieron un efecto sobre la conquista española de México.
Quetzalcóatl
aparece como una figura dual: por una parte es uno de los dioses fundamentales,
relacionado tanto con el planeta Venus (astrológicamente primordial) como con
la cosmogonía de los diversos pueblos originarios mexicanos (se dice que es el
creador del Quinto Sol y de la humanidad más reciente). Por otra parte, es
también un héroe-sacerdote, cuya posible existencia histórica aparece entrelazada
con una poderosa leyenda: se le presenta como fundador de la ciudad de Tula, donde
reina y oficia como sacerdote, cuya vida ejemplar, alejada de la carnalidad y
la embriaguez, le permite actuar como una especie de Prometeo, un intermediario
entre hombres y dioses que enseña a su pueblo las artes y los oficios, así como
el cultivo de la planta de maíz; y que significativamente se opone a los
sacrificios humanos, uno de los puntos más polémicos de la religión de los
antiguos mexicanos. Si bien los sacrificios humanos y el derramamiento de
sangre son frecuentes en culturas agrícolas como las mesoamericanas, en éstas se
practicaba a una escala impresionante. Se habla de decenas de miles de
sacrificados en las fechas sagradas y de las “guerras floridas” que se llevaban
a cabo para capturar prisioneros destinados al sacrificio ritual. Al respecto es
bueno recordar uno de los primeros cuentos que leí de Julio Cortázar, La noche boca arriba.

Otra
parte de la leyenda se refiere a la apariencia humana de Quetzalcóatl: se dice
que era un hombre de piel blanca, alto y barbado, de una raza completamente
diferente a la indígena. Esto nos lleva al final de la leyenda: por medio de
las intrigas de su contrafigura Tezcatlipoca, Quetzalcóatl se embriaga con
pulque y tiene relaciones carnales con su propia hermana. Caído en desgracia, debe
abandonar su posición de sumo sacerdote y exiliarse. Al partir de Tula, promete
que un día ha de regresar. De esta leyenda se aprovecharía posteriormente
Hernán Cortés para facilitar la conquista de los mexicas y su prodigiosa
capital Tenochtitlan. Aparentemente, muchos indígenas (incluyendo al mismísimo
emperador Moctezuma) creyeron realmente que los españoles blancos y barbados
eran los descendientes de Quetzalcóatl. Probablemente otros muchos no lo
creyeron, pero ciertamente la leyenda tuvo una importancia decisiva en la
derrota y destrucción de un poderoso imperio por un puñado de aventureros que
supieron manipular tradiciones como la que hemos mencionado en conjunción con
las tremendas rivalidades y odios ancestrales entre los mismos pueblos originarios.
Recordemos que cuando Cortés avanza sobre Tenochtitlan, sus quinientos
guerreros van acompañados por cientos de miles de indígenas ansiosos por
destruir el yugo de los aztecas.
Porque
no hay que olvidar que se trataba de un imperio cruel e implacable que sometía
a sus vasallos por medio del terror. Los españoles no eran mejores, pero
tampoco peores. Ahí es donde hay que aplicar el concepto de la “escala de
grises”: Cortés no era simplemente “el malo” y Moctezuma “el bueno”. Es tan
insensato tomar partido por un sistema abiertamente esclavista y sanguinario
como condenarlo en nombre de una piedad cristiana que, si bien desaprobaba el
sacrificio humano (de hecho, el sacramento fundamental cristiano es una sublimación del sacrificio humano y el derramamiento de sangre), tampoco era respetada por los conquistadores, pues su
propósito era el genocidio, epistemicidio y saqueo de toda una cultura. En este
punto viene a colación otra historia de gran interés: la de la Malinche.
Si
adoptamos el punto de vista maniqueo, que simplifica todo en términos de blanco
y negro, la Malinche es rápidamente
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El mercado de Tlatelolco, por Diego Rivera |
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etiquetada como traidora y “perra colaboracionista”.
Pero el personaje tiene una dimensión humana muy profunda que va surgiendo
entre la escala de grises: para la historia fue primero la esclava de Cortés,
luego su intérprete, su amante y la madre de su hijo. Para una comprensión
enmarcada en la indagación sensible
de este relato me apoyo en la novela de Laura Esquivel, que, sustentada por una
copiosa bibliografía, busca mostrar el drama humano de esta mujer atrapada en las
trágicas violencias y el terrible choque de culturas de la conquista de México.
Empecemos por el nombre del personaje: algunos la llaman Malinalli, otros Malintzín.
Según las diferentes crónicas, sus padres la vendieron siendo aún niña a un
cacique de Tabasco. Su lengua materna era el náhuatl, pero en su nuevo destino
aprendió también la lengua de los mayas yucatecos. Cuando Hernán Cortés llegó a
la zona y derrotó en combate a los indígenas, recibió como presente del cacique
local veinte jóvenes esclavas, entre las que se contaba Malinalli, quien
aprendió rápidamente la lengua de sus nuevos amos. Cuando Cortés se dio cuenta
de la habilidad lingüística de la joven, la llevó consigo para que le sirviera
de intérprete, labor que consideraba esencial para sus propósitos de conquista.
Para citar a Esquivel, “Cortés sabía que no le bastarían los caballos, la
artillería y los arcabuces para lograr el dominio de aquellas tierras. Estos
indígenas eran civilizados, muy diferentes a aquellos de La Española y Cuba.
Los cañones y la caballería surtían efecto entre la barbarie, pero dentro de un
contexto civilizado lo ideal era lograr alianzas, negociar, prometer,
convencer, y todo esto sólo podía lograrse por medio del diálogo”.
Convertida
en asistente del conquistador, Malinalli debió bautizarse y recibió el católico
nombre de Marina. Su trabajo de intérprete resultó ser estratégicamente
decisivo para la conquista de Tenochtitlan y en el sometimiento de Moctezuma,
logrado gracias a la intervención de la intérprete, a la que los españoles agradecidos
llegaron a llamar respetuosamente Doña Marina. Siendo la colaboradora más
importante de Cortés, y en el contexto de dominación violenta de aquellos
invasores extranjeros, Malinalli se convirtió en amante del conquistador.
Podemos suponer que entre ellos hubo en parte imposición violenta, pero también
una relación amorosa, que se convertiría en amor-odio a medida que las masacres
y saqueos cometidos por los codiciosos españoles se hacían cada vez más
atroces. En todo caso, en 1523, Malinalli daría a luz un hijo de Cortés:
Martín, su primogénito ilegítimo. Simbólicamente, sería el primer miembro de la
nueva raza mestiza característica de la América conquistada, y con ello,
Malinalli se convertiría en la madre de lo que más tarde sería llamada “La Raza
Cósmica”.

Esta historia ha hallado frecuente expresión en las artes plásticas: Malinalli
aparece en rol protagónico en todos los códices y lienzos que narran la conquista
de México, siempre al lado de Cortés. Otros artistas muestran diferentes puntos
de vista de esta relación: Orozco enfatiza en su mural el sometimiento,
destacando el contraste entre los colores de la piel de los cuerpos desnudos,
con la figura de un indio tirado en el piso bajo los pies del conquistador.
Frida Kahlo se pinta a sí misma amamantándose de una mujer india sin rostro que
puede representar a la madre de la nueva raza, cuya colaboración con los
españoles ya no se juzga como acto de rebelión contra los tenochcas, sino como
una traición a una patria que ni siquiera existía como tal. Rosario Marquardt
presenta una Malinche desdoblada, dos caras que quizás aluden a una doble
personalidad, o a la actitud ambivalente de la amante que no podía decir que
no, o de la traidora que también es una mujer que sirve de intérprete entre dos
culturas que inevitablemente habían chocado y tendrían que fundirse
traumáticamente para formar una nueva raza. El lagarto en sus manos puede
interpretarse como símbolo del dominio paradójico de la esclava sobre la
situación en que se encuentra: ella es la que tiene la clave para la
comunicación entre dos mundos. El aliento que sale de su boca parece aludir a
las dos lenguas que dominaba (aunque en realidad eran tres). Cabe señalar, ya
para terminar con esta indagación sensible, que según Esquivel, era Cortés
quien recibía el apelativo de Malinche, queriendo decir “el que anda con
Malinalli o Malintzin”. Cuando Cuauhtémoc, en el episodio final de la
resistencia de los aztecas en Tenochtitlan, es finalmente capturado y conducido
ante Cortés, le dice al conquistador:
“Señor
Malinche, ya he hecho lo que estoy obligado a hacer en defensa de mi ciudad y
de los vasallos y no puedo más, y pues vengo por fuerza y preso ante tu persona
y poder; toma ese puñal que tienes en el cinto y mátame luego con él”. En vez
de matarlo, Cortés (quien nunca le hizo honor a su nombre) hace que lo torturen quemándole los pies para que dijera
dónde escondían el oro… el mismo oro que hizo posible el Siglo de Oro español.
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