En estos días, estamos cerrando un ciclo histórico de 20 años. Como decía Gardel, 20 años no es nada. 20 años atrás, unos sospechosos aviones, supuestamente secuestrados por una pandilla de árabes que habían aprendido a volar avionetas, fueron lanzados contra las Torres Gemelas de Nueva York, símbolos imponentes del poderío del capitalismo mundial.
Violando descaradamente las tres leyes del movimiento de Newton, dichas aeronaves, en vez de estrellarse, penetraron (según los videos que todo el mundo vio) la armazón de acero y concreto de los rascacielos. Aunque los impactos fueron en los pisos más altos, ambas torres se desplomaron en caída libre, en perfecta (y sospechosa) simetría. Todo esto ante los ojos aterrorizados del mundo entero.
Aunque esta historia dejaba muchas preguntas sin responder, eso no importaba: era perfecta para apelar al patriotismo estadounidense, como fue el ataque a Pearl Harbor 60 años antes. De inmediato se lanzó una ofensiva aplastante contra un enemigo un tanto ambiguo: el Terrorismo Islámico. Más de 40 países aceptaron a EE.UU como Gendarme Necesario y, bajo su égida, volvieron trizas a los detestables Talibanes. Para no perder el impulso guerrero, poco después la alianza lanzaba al ejército más poderoso de la galaxia contra otros enemigos, siempre más débiles, pero igualmente oscuros y envilecidos por los todopoderosos medios de comunicación.
Una década después nos echaron otro cuento: un audaz grupo de comandos super-entrenados habían encontrado al super-villano y lo habían asesinado, lanzando luego su cuerpo al mar, supuestamente para que sus seguidores no pudieran idolatrarlo, y porque esa era una costumbre musulmana (¿?).
Si esos tipos eran tan eficaces, tan infalibles, tan herederos de James Bond, Rambo e Indiana Jones, ¿por qué no capturaron a Bin Laden, se lo llevaron amarrado en un helicóptero y lo sometieron a juicio en EE.UU, para que aclarara de una vez por todas lo que había pasado? La respuesta parece obvia: porque sus jefes (incluyendo al nuevo presidente, a quien habían otorgado el Premio Nobel de la Paz justo antes de que empezara dos nuevas guerras, continuara otras dos y amenazara con otras) no querían que se supiera lo que había pasado.
Otra mentira más: los talibanes habían sido definitivamente derrotados, borrados del mapa, y en su lugar se instaló un gobierno decente, democrático, respetuoso de las mujeres, tolerante con los gays. Ese gobierno estaba muy bien armado, preparado para defenderse a sí mismo cuando los protectores gringos decidieran volver a casa. La verdad era que aquel montón de parásitos, lacayos, narcotraficantes y proxenetas ni siquiera aguantaron una semana: los talibanes habían pasado 20 años esperando su oportunidad y apenas ésta se presentó, el castillo de naipes se vino abajo.
Talibanes jugando con carritos chocones (gossipvehiculo.com) |
A pesar de estos antecedentes, los gringos se creyeron el cuento del Fin de la Historia y pensaron que con ellos sería diferente. Además, como dijo Julian Assange, la idea nunca fue obtener una victoria rápida, sino mantener la guerra indefinidamente, para robarse el dinero de los contribuyentes y tener un campo de entrenamiento donde se disparaban balas de verdad y se podían probar nuevos armamentos y tácticas. Hasta que al final ya no pudieron sostener la farsa.
Aunque recientemente fui criticado por un estudiante (de historia, por cierto) por utilizar películas como soportes para mis argumentaciones, quisiera mencionar dos filmes que sirven para darse una idea de lo que ha pasado en Afganistán en los últimos 40 y pico de años. El más reciente de estos filmes, producido (para Netflix) y protagonizado por Brad Pitt (quien, por cierto, es mucho más creíble haciendo papeles de patán brutal, estúpido y malhablado que los de galán irresistible) ilustra hasta qué punto la ocupación estadounidense era una mascarada y una tapadera de corruptelas.
Un general del ejército gringo llega a Afganistán decidido a hacer las cosas bien, a jugar rudo y “echarle pichón” para ganar la guerra… hasta que se da cuenta que a nadie le interesaba ganarla. Tanto el gobierno afgano títere como los militares sólo querían seguir chupando dólares y pasarla bien mientras se pudiera. Después de hacer el ridículo por un tiempo, el general es sustituido por otro patán ignorante y la historia vuelve a repetirse.
Afganistán es un país artificial donde viven diversos grupos tribales que ni siquiera se entienden entre sí y que generalmente están en guerra, todos contra todos, como decía Hobbes; totalmente ajenos a la idea occidental (y quizás sino-japonesa) del estado-nación o Leviatán. Es lo mismo que decía Gadafi de Libia: si lo eliminaban a él, que era el eje que mantenía el delicado equilibrio entre las tribus, la guerra “civil” era inevitable.
Los talibanes, que después de todo son unos tipos estudiosos, aparecieron en los 90, después de la retirada soviética, y lograron derrotar a algunos “señores de la guerra” y hacer pactos con otros hasta que controlaron la mayor parte del país. Si los dejaran en paz, podrían convertirse en el fiel de la balanza. Ya juraron que dejarían de apalear a las mujeres…