El
socialismo es una forma de organizarse para vivir peligrosamente, a diferencia
de la forma de vida del burgués, que lo quiere todo seguro, predecible,
tranquilo, cómodo, aséptico y ordenado. Algo así como la banda de Robin Hood
contrastada con Fedecámaras. De ahí que la filosofía burguesa (como por ejemplo
Hegel) sea necesariamente una forma de cobardía organizada.
Por cierto, uno de
los grandes dilemas de Hegel —y eso lo dijo Giovanni Papini— es que es
demasiado burgués para los rebeldes e inconformes y demasiado estrambótico y problemático
para los burgueses. En este momento de la historia —que continúa a pesar de que
Hegel decretó hace siglos “el fin de la historia”— parece que nos preparamos
para vivir peligrosamente, porque de repente se nos vino encima el apocalipsis
con sus trompetas y jinetes.
El mundo post-cuarentena representa una
oportunidad para desnudar los delirios del capitalismo “de casino”, o la
economía financiarizada; es decir, el actual sistema imperante en que los
banqueros y demás pillos de cuello blanco tienen el derecho divino de apostar los recursos de todos a la ruleta, los
naipes y los dados, pues si pierden, cuentan con la alcahuetería del estado
para que les devuelva lo que perdieron por medio de “inyecciones de liquidez”
que hacen que el dinero —que de por sí no es más que un esquema Ponzi, una
vulgar pirámide en la que todos nos
dejamos estafar con una sonrisa en los labios— tenga cada vez menos
credibilidad.
Al capitalismo de casino ya no le interesa ni la producción ni el
trabajo, sino seguir concentrando el dinero en manos de una minoría cada vez
más minúscula para que siga creando con engañifas cada vez más falaces burbujas
cada vez más purulentas que, cuando estallan, salpican a todo el mundo menos a
los responsables. En suma, hasta los verdaderos capitalistas chapados a la
antigua están asqueados ante el monstruo que han creado.
El Leviatán: No hay poder en la tierra que se le compare |
Recuerdo
cómo me impresioné cuando era estudiante de filosofía y vi por primera vez la
famosa portada o frontispicio del Leviatán
de Thomas Hobbes. Parecía la portada de un disco de rock, que ocultaba un
significado profundo tras una fachada irreverente e irónica. La figura
gigantesca del rey formado por los cuerpos pequeñitos de sus súbditos es
exactamente lo que yo llamo una “interpretación plástica” de las ideas de
Hobbes.
Cuando pasé de la portada al contenido, me resultó muy atractivo el radical pesimismo hobbesiano, según el cual
el hombre ya no era un “animal político” relativamente decente, sino un salvaje
agresivo y egoísta que, si se le dejaba en su estado natural, terminaría por
destruirse a sí mismo y a sus semejantes. Para salir de una vida “solitaria,
pobre, desgraciada, brutal y corta” y poder vivir en sociedad, los hombres se
veían obligados a renunciar a su libertad y entregarle el monopolio de la
violencia a un monarca con poder absoluto en lo político y en lo religioso. Ese
tirano semejante al monstruoso Leviatán bíblico era preferible a la anarquía y
la guerra de todos contra todos, puesto que el hombre es un lobo para los otros
hombres.
Hobbes es además un tipo muy interesante: lo llamaban “el hijo del
miedo” porque nació el mismo año (1588) en que los españoles habían amenazado
con destruir Inglaterra con la Armada Invencible, sembrando el terror en todo
el país. Este genocidio anunciado terminaría siendo uno de los mayores fiascos
de la historia y marcaría la decadencia de España y el surgimiento de
Inglaterra como futura potencia imperial.
A Hobbes, monárquico aborrecedor de
la democracia, le tocó vivir en carne propia todo lo que siempre había temido: el
caos sanguinario y demagógico de la Revolución y las Guerras Civiles inglesas.
Cuando los revolucionarios decapitaron al rey, Hobbes reconoció a Cromwell, el
jefe de los regicidas, como la nueva encarnación del Leviatán, abandonando sus
amistades pro-monárquicas para convivir con el Lord Protector. Al sobrevenir la
restauración, el rey Charles II, el hijo del decapitado, lo cubrió de honores y
le dio una pensión vitalicia. Pero el miedo lo acompañó hasta el final de su
larga vida: siendo famoso como ateo intransigente, debió quemar sus propias
obras cuando el parlamento, el nuevo Leviatán, aprobó una ley contra el
ateísmo.
Dicen que fue un montaje, pero también lo dicen de la bandera gringa en Iwo Jima |
Y
es precisamente el ateísmo una de las razones por las que 1) no soy comunista y
2) se derrumbó ese Leviatán totalitario en que degeneró la utopía socialista en
la Unión Soviética. No soy comunista porque soy agnóstico, pero no ateo. Como
agnóstico no sé si Dios existe. Si
digo que no existe, debo admitir que no tengo ninguna prueba de ello; entonces sólo puedo decir que creo que no existe. Ya hemos hablado de la apuesta de Pascal: es más conveniente apostar a que Dios existe,
porque si es así salgo ganando, y si no, tampoco pierdo nada.
Pero más allá de
las razones egoístas, la persecución de la religión por los bolcheviques rusos
terminó siendo contraproducente para ellos (tal vez la religión, más que “el
opio del pueblo”, sea la poesía de los pueblos, como escribió Harold Bloom).
Después de los días de gloria de Lenin, vino Stalin, que tal vez era un gran
malandro, pero su malandrería fue necesaria para derrotar a un malandro peor:
Hitler. Los que vinieron después de Stalin fueron bastante mediocres, y al
final quedó claro que la gloriosa URSS, paraíso de los trabajadores, se había
convertido en una gerontocracia fosilizada cuyo último recurso era la
represión. Terminó hundiéndose en sus contradicciones.
Después de una década
de humillación, pudo retomar el lugar que le toca en el mundo gracias a un tipo
que llegó reivindicando la religión ortodoxa: el gran Vladímir Vladimírovich
Putin; el cual, digan lo que digan es un líder de categoría mundial. Por otra
parte, el comunismo (o mejor dicho, el marxismo-leninismo) es una forma de
religión atea e intolerante que pretende explicarlo todo basándose en unos
pocos dogmas que sus fieles acólitos esperan que se cumplan al final de la historia: la sociedad sin
clases, etc. Lo cierto es que el socialismo
real lo que hizo fue tratar de prohibirlo todo: el jazz, los bluyines, el
rokanrrol, el bikini, la minifalda…
Cuando llegó la Revolución Tecnológica de
los 80, se le vieron las costuras: era un modelo fracasado, incapaz de
renovarse. Lo cual no quiere decir que Marx no fuera un genio: cada vez que
llega una crisis capitalista, se oyen los ecos de sus profecías. El socialismo
del siglo XXI ahora es que va a poder construirse, en el mundo
post-apocalíptico que se avecina. Y ojalá que no sea otro Leviatán.
Cataratas de Hueque, en Falcón |
Mientras
Hobbes veía al hombre como un lobo (con el perdón de los lobos) al que había que someter, Rousseau predicaba
su bondad natural, pervertida por la opresión de la sociedad. En algún punto
intermedio entre esos extremos se encuentra la verdad.
Yo quiero un socialismo
que no sea un Leviatán ni un Panóptico para vigilar
y castigar. Yo quiero un socialismo donde pueda tomar vacaciones. En febrero de 2015 tomé las últimas vacaciones que recuerde:
con 30 mil bolos que me había ganado en una traducción compré dos pasajes en
avión para Coro, donde me hospedé en un hotel 5 estrellas (Bs. 1.300 la noche,
desayuno incluido) y fui a conocer las cataratas de Hueque, una de las
maravillas turísticas menos conocidas de esta Tierra de Gracia.
A partir de
entonces presencié junto con todos mis compatriotas el derrumbe de nuestra
prosperidad petrolera, la destrucción de la moneda, el salario (término que viene justamente de la palabra "sal") convertido en sal y agua.
Esa fue y todavía es la etapa más dura de nuestra revolución, mientras vamos
aprendiendo que para hacer historia hay que pasar trabajo. La guerra
psicológica, los miles que se fueron (Venezuela nunca había sido un país de
emigrantes). La certeza de que el gobierno pudo haber hecho algo algo más...
No se puede comparar con los horrores que pasaron los rusos (26
millones de muertos en la II Guerra Mundial, su Gran Guerra Patria que ahora
quieren borrar de la historia) ni con las masacres y humillaciones que sufrió China
a manos del imperialismo europeo y japonés. Y no hablemos de Vietnam. Ni
siquiera de Cuba: seis décadas de bloqueo y abuso. Nunca les perdonarán los
cohetes rusos que pusieron a 90 millas del territorio imperial, donde no había
caído una sola bomba mientras el resto del mundo era arrasado.
Ésta y que también fue un montaje... aunque se alzó sobre un montón de cadáveres |
Ahora nos toca esperar
que de nuestras penurias surja un nuevo orden social; no otro Leviatán que
proteja a las oligarquías, sino “la mayor suma de felicidad posible” para todos.
Pero cuidado, la pandemia permite experimentos siniestros de control masivo (en
Perú decretaron unos días para que salieran los hombres y otros para las
mujeres, ¡cuidado con eso¡).
China conservó el socialismo como garantía del
poder político, pero permitió la síntesis hegeliana con el capitalismo; y ahora
nos ofrece la Iniciativa de la Franja y
la Ruta inspirada en la antigua Ruta de la Seda, como ejemplo de que sí se
puede compartir la prosperidad y la solidaridad a nivel global. Y sin dejar de hacer
negocios. El mal no está en el negocio, sino en condenar el ocio. “De cada
quien según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades”, esa es la
esencia del socialismo. Debemos endurecernos, pero sin perder la dulzura. Y basta de
eslóganes por hoy.
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