jueves, 28 de septiembre de 2023

El negocio del ocio

 

Siguiendo una tradición de este blog, voy a colgar mi propuesta para las jornadas de investigación que anualmente se hacen en UNEARTE. El tema esta vez es la ociosidad. El ocio, por supuesto, no es sólo un negocio: es una de las mayores industrias que existen en el mundo. Los saltimbanquis, payasos, trapecistas, trabajan por gusto, pero trabajan muy duro para que los que no necesariamente trabajan por gusto tengan algo que hacer cuando les dejan libres por un rato de sus asalariados trabajos. 

Probablemente vamos hacia una civilización del ocio. Es peligroso, requiere tener mucha conciencia. ¿Qué haríamos si no tuviéramos que trabajar? No todos somos artistas, por desgracia, y como dijo un sabihondo, el arte no es democrático. Quizás va siendo hora de pensar bien ese tema. Algunos no sabrán cómo manejar la ociosidad. La inteligencia artificial amenaza con dejarnos a solas con nuestra estupidez natural. Sigo perplejo y estupefacto. Al menos tengo este blog, que voy llenando para que Google no me lo cierre, y ofreciendo algunas ideas peregrinas a mis cuatro gatos lectores...

REIVINDICACIÓN DE LA FILOSOFÍA DE LA OCIOSIDAD

DE LUDOVICO SILVA

PEDRO LEONARDO GONZÁLEZ

Pobres trabajadores. ¡Cornudos y apaleados! El trabajo es una maldición, Saturno. ¡Abajo el trabajo que se hace para ganarse la vida! Ese trabajo no dignifica, como dicen, no sirve más que para llenarles la panza a los cerdos que nos explotan. Por el contrario, el trabajo que se hace por gusto, por vocación, ennoblece al hombre. Todo el mundo tendría que poder trabajar así. Mírame a mí: yo no trabajo, y ya lo ves, vivo; vivo mal, pero vivo sin trabajar.

Diálogo con un sordomudo de Don Lope, en Tristana, de Luis Buñuel.

“La ociosidad es la madre de todos los vicios”. Esta sentencia la oímos repetir desde que tenemos uso de razón. ¿Pero y si la ociosidad fuera, por el contrario, la madre de todas las grandes obras del arte y del pensamiento? Ya Aristóteles, en su Metafísica, afirmaba que la matemática (máthesis, que en griego significa conocimiento y deseo de saber) había nacido en Egipto, porque ahí la casta sacerdotal podía disfrutar a sus anchas de todo el ocio y el tiempo libre que quisieran.

Esta es una reflexión muy importante en nuestros tiempos, pues aún existe un culto pseudo-religioso, una sacralización del trabajo. Paul Lafargue es autor de una obra que viene como anillo al dedo en apoyo a esta argumentación: se trata de El derecho a la pereza, también conocida como Refutación del derecho al trabajo. En ella, este yerno cubano de Carlos Marx asegura que el amor al trabajo es una locura, una extraña aberración mental, sobre todo entre las clases trabajadoras. Los curas, los economistas y los moralistas han sacro-santificado al trabajo, a pesar de que éste era originalmente una maldición de Dios. En el Paraíso, Adán y Eva andaban desnudos y libres por ahí, disfrutando de una ociosidad perfecta. Al pretender igualarse a Dios, por intermedio de la serpiente y el conocimiento del bien y del mal (es decir, de la moral), fueron expulsados de aquel estado de perfecta felicidad, y se les impuso como la peor de todas las condenas aquello de “ganarás el pan con el sudor de tu frente”.

Laura Marx y Paul Lafargue

 

El trabajo aparece como la causa de toda degeneración intelectual y orgánica según Lafargue, quien también recuerda que los antiguos sabios griegos despreciaban el trabajo. Sólo a los esclavos se les permitía trabajar. Los poetas cantaban loas a la pereza, y consideraban el ocio como un regalo de los dioses. Incluso Cristo alabó la pereza, cuando dijo que los lirios del campo, que nunca trabajaban, eran más hermosos que Salomón en toda su gloria.

En el capitalismo, el trabajo es sinónimo de dolor, miseria y corrupción. Hombres, mujeres y niños crearon la civilización industrial con jornadas de trabajo de quince horas. Y todo eso para que los filántropos autodenominados bienhechores de la humanidad pudieran estarse sin trabajar, dando trabajo a los pobres. “Trabajad, trabajad, proletarios, para aumentar la fortuna social y vuestras miserias individuales; trabajad, trabajad para que, haciéndoos cada vez más pobres, tengáis más razón de trabajar y de ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista”.

Entonces, en vez de ser la ociosidad la madre de todos los vicios, ¿será el trabajo el peor de todos los vicios? Depende. Porque existe otro tipo de trabajo: no el que se hace porque no queda más remedio, para no morirse de hambre, sino el que, en palabras de Don Lope, “se hace por gusto, por vocación”. Ese, que por el contrario, “ennoblece al hombre”, no es otro que el trabajo del artista, del poeta (no sólo el que hace versos, rimados o no. Según la etimología griega, el poeta es “el que hace”… arte, poesía, música, filosofía… y lo que le da la gana).

Y ya va siendo hora de hablar de Ludovico Silva y su Filosofía de la Ociosidad. Al poeta nunca lo conocí personalmente, pues él murió en 1988, y yo empecé en la escuela de filosofía de la UCV en el año 2000. Siempre he creído que, para ese entonces, la escuela había entrado en decadencia: ya no estaban, para citar tres nombres, ni Ludovico, ni García Bacca, ni Juan Nuño. Por cierto, lo que me motivó a estudiar filosofía fue que estaba harto y asqueado del trabajo. Hasta el año anterior había sido traductor de doblaje, sometido a la consabida explotación y desprecio de los capataces de empresas como Etcétera, que trataban a sus trabajadores como a un rebaño de llamas (entiéndase, camélidos del Perú y zonas aledañas) de su propiedad. En mis primeros años en la UCV, me preguntaron por qué había escogido la filosofía. Yo respondí que estaba harto del trabajo y quería dedicarme a hacer algo perfectamente inútil. Eso hasta me ganó cierto prestigio entre mis compañeros.

Ludovico Silva de 17 años

Aunque siempre tuve preferencia por los filósofos griegos antiguos, especialmente Epicuro, cuando tuve que hacer mi tesis de grado me encontré que iba a ser muy difícil encontrar un tutor, pues los grandes cacaos de la filosofía antigua pertenecían a lo que yo llamaba “la derecha ilustrada” y no eran receptivos al tema que a mí me interesaba, que era la postura crítica de Epicuro ante la filosofía de Platón. Entonces tomé un seminario sobre marxismo en las obras de Ludovico Silva con el profesor Gonzalo León. Me asocié con mi compañero y veterano locutor de radio José Antonio González y nos pusimos a trabajar con el profe León. Hacer una tesis, como le dije a alguien en aquel momento, es como hacer un negocio a conveniencia de todos los socios.

La columna vertebral de la tesis era un libro de Ludovico, La alienación como sistema, que nos condujo al descubrimiento de una de las obras menos conocidas de Marx, los misteriosos Grundrisse. Fue una revelación descubrir en ese libro de difícil lectura una noción muy esclarecedora sobre el tema del trabajo: el sistema de producción capitalista, cada vez más dependiente de la tecnología, llegaría a un punto en que podría prescindir por completo del trabajo humano. El trabajador se dedicaría apenas a inspeccionar el funcionamiento de las máquinas; y el tiempo libre, el ocio, que había sido hasta entonces privilegio exclusivo de la clase propietaria, se generalizaría a toda la sociedad. Es exactamente lo que se visualiza hoy en día con la Inteligencia Artificial. El nuevo problema para los ex-trabajadores será qué hacer con el tiempo libre, o sea, con la ociosidad.

La tesis era sobre la alienación del tiempo libre. Hay dos anécdotas personales que recuerdo de esos tiempos. La primera era que el profe León, nuestro tutor, hacía una diferenciación muy fuerte entre tiempo libre y ocio. El primero tenía connotaciones nobles y positivas; el segundo era, desde luego, el padre de todos los vicios. Cuando se habla de ociosidad, parece que todo el mundo se vuelve moralista. Eso se debe en parte a que se supone que en Venezuela la gente no siente esa veneración por el trabajo, y que por culpa de ello es que el país está atrasado. Si fuéramos como los portugueses, verdaderos animales de trabajo, o disciplinados como los alemanes y japoneses, el país echaría adelante. Quién sabe. ¿Qué sería de España si todos fueran laboriosos y aplicados como los catalanes? No tendrían ni flamenco ni toreros ni la picaresca de los andaluces. Sería un país incompleto.

La otra anécdota es que descubrí entre los títulos (más de treinta) de la bibliografía de Ludovico uno que me llamó la atención: Filosofía de la Ociosidad. Era difícil de encontrar. No había sido re-editado en la nueva colección del IPAS-ME (tal vez porque los derechos los tiene la Academia Nacional de la Historia). Por fin lo ubiqué en la biblioteca de la UCSAR. Llené mi ficha para pedirlo. Pero cuando me lo trajo, la señora bibliotecaria tenía una expresión rara en su rostro. Parecía estar escandalizada de que hubiera un libro que uniera la detestable palabra “ociosidad” con la respetabilidad de la “filosofía”.

Nietzsche loco

Filosofía de la ociosidad
es un compendio (de casi 400 páginas) de “aforismos, sentencias, petits essays, fragmentos, diarios perdidos, oraciones, poemas, jaculatorias, rendición de cuentas…” y, si no me equivoco, fue el último libro que su autor publicó en vida (en 1987, Ludovico falleció en 1988). Aparte de la evidente analogía con el estilo aforístico de Nietzsche, también se dio la circunstancia de que el año anterior, Ludovico había sido internado en una clínica mental “porque estaba loco”, al igual que el teutón de los bigotes chorreados. El alcohol, viejo compañero de su vida bohemia, había producido aquella crisis casi letal cuando su hígado decidió pasarle factura.

Con toda intención de desnudarse (o confesarse) ante sus lectores, el libro inicia con esta cita de Antonio Machado: “Bebo, porque el alcohol forma parte de mi leyenda, y sin leyenda no se pasa a la historia”. Frase que saludo y reivindico plenamente. Siempre he sostenido (y por eso mis estudios de historia están “en pico de zamuro”) que la leyenda es incluso más importante (o al menos más interesante) que la pretenciosa historia, con su total dependencia de la (muchas veces) ambigua y frívola documentación.

Quizás la frase más célebre de Ludovico Silva sea aquella según la cual El arte es ocio, y lo demás, negocio. Como estudioso de las lenguas clásicas, Ludovico jugaba con el latín otium y su negación, negotium. Una de las cosas que más me atraen de este poeta-filósofo es que nunca le pareció contradictorio que un acucioso marxista como él se dedicara a estudiar las lenguas clásicas. Así, se divertía diciendo que prefería el ocio (scholé en griego) a la ascholía (ocupación, actividad, negocio). Eso me recuerda a otro autor, Bukowski, que decía (palabra más, palabra menos): “todo el mundo quiere hacer algo, menos yo. Yo lo que quiero es beber”. Por cierto, algunas páginas de Filosofía de la Ociosidad son descripciones bastante gráficas de relaciones sexuales durante la juventud del autor, muy al estilo del gran novelista ebrio que muchas veces puede ser deliberadamente pornográfico.

Bukowsky echándose un palo

Volviendo a aquello de que el arte es ocio, esta afirmación tan extremista puede parecer bastante discutible. Pensemos, por ejemplo, en el trabajo intenso y extenuante, física y mentalmente, al que se somete una bailarina clásica. Nadie podría decir que la chica es ociosa ni perezosa. Sin embargo, el resultado final de tanto trabajo es presentarse ante un público cómodamente sentado en sus butacas, dedicando un buen rato de ocio a contemplar el duramente adquirido arte de aquellos “esclavos de Terpsícore”, que han sudado la gota gorda en el montaje del espectáculo. Al final, el ocio es lo que permite una placentera experiencia estética, al menos de un lado del teatro.

Poetas malditos, malditos poetas

Ludovico fue un gran bohemio cuyos héroes eran Poe, Baudelaire y Rimbaud, la santísima trinidad de los poetas malditos. Pero no sólo era poeta, sino uno de los más fervientes marxistas de su tiempo. Le tocó vivir la dictadura ideológica del marxismo en los años 70, cuando todo el mundo se declaraba marxista, y su inevitable declive en la siguiente década. Murió antes de la caída de la URSS, cuando el naufragio de la gran potencia marxista hizo que casi todo el mundo terminara de darle la espalda al barbudo de Tréveris. Él se mantuvo fiel hasta el final: su libro póstumo, En busca del socialismo perdido, pretende señalar, entre las ruinas de la perestroika y el glasnost, un nuevo camino hacia la utopía socialista. Lo cierto es que, incluso después de la derrota de la URSS en la guerra fría, el pensamiento de Marx en su meollo esencial no ha perdido vigencia, como muchas veces escribió Ludovico. Cada vez que aparece una de las crisis cíclicas del capitalismo (todavía se sienten los efectos de la última, la de 2008; y la que se aproxima, con el vaticinado derrumbe del dólar, se estima que será mucho peor) los libros de Marx vuelven a venderse como pan caliente.

Termino reivindicando a este singular personaje, poeta dionisíaco y filósofo summa cum laude, al que muchos quisieron tirar al basurero de la historia cuando se hundió el mito del socialismo real, que nunca fue real, sino más bien un mamarracho burocrático autofágico ante el cual la libertad, igualdad y fraternidad apenas sobrevivían como lejanas aspiraciones, como la luz al final del túnel. Porque la URSS, ejemplo por excelencia de régimen totalitario, represivo, hipócrita, no podía ser la realización de ninguna utopía. Ni tampoco China, a pesar de sus éxitos económicos, porque lo que ha logrado es mimetizarse con el capitalismo preservando un monolítico poder político que asusta y tampoco se parece al reino de la libertad del hombre. Como decía Oscar Wilde, necesitamos la utopía, porque el único verdadero progreso al que podemos aspirar es a la realización de las utopías. Alcemos nuestras copas y brindemos in memoriam Ludovico Silva. 


 

sábado, 23 de septiembre de 2023

Escepticismo verde

 

Cortesía AFAR

Junto al miedo hacia la Inteligencia Artificial, los grandes manipuladores que moldean el comportamiento de las masas nos están inculcando otro miedo más profundo y seguramente más justificado: el de la inminente catástrofe ecológica que se nos viene encima. Se dice que con la expansión de la especie humana —que ya ocupa prácticamente todo el planeta— se inicia una nueva era geológica que algunos llaman el Antropoceno, la cual, en vista de la maldad y estupidez que el Homo sapiens ha mostrado a lo largo de su historia, podemos suponer que tendrá un catastrófico final. Así como perecieron los trilobites, megalodones, diplodocos, tiranosaurios, megaterios y mamuts, también le llegará su hora al mono desnudo, que era supuestamente un prodigio de inteligencia, pero que no ha sabido manejar correctamente el ecosistema, y por tanto, no merece ser el Rey de la Creación.

Pero tal vez es demasiado pronto. ¿Desde cuándo existe el ser humano? Se habla de cien mil años. Otros dicen que hace apenas 50 mil hubo una extraña mutación que convirtió al vástago de los simios en un animal realmente inteligente. Entonces dominó el fuego, e inventó la religión, el arte y la ciencia. Los brutales dinosaurios reinaron por más de cien millones de años. Y nosotros, dotados de razón, capaces de soñar, imaginar y crear cosas sorprendentes, de escudriñar y dominar los secretos de la materia, ¿vamos a reventar en tan poco tiempo? ¿Realmente somos tan asquerosamente indignos?


En los lejanos años 70 del pasado siglo una película (basada en un libro que poca gente leyó) llamada El Planeta de los Simios causó sensación porque auguraba un futuro en que los monos terminaban por sustituir y dominar a los humanos degenerados que habían destruido su arrogante civilización. Cinco décadas después (2019) aparece otra película que descubrí recientemente en YouTube y que, usando un tipo de letra parecido al de su catastrofista antecesora, asume paródicamente el título de El Planeta de los Humanos.


Michael Moore, célebre y laureado documentalista y activista político estadounidense, funge de productor ejecutivo de la película. El director, autor y narrador es Jeff Gibbs, uno de los fieles colaboradores de Moore en sus anteriores proyectos. La tercera figura importante es la del investigador independiente Ozzie Zehner, quien comparte créditos en la producción y emite algunas de las opiniones más controvertidas de este importante filme.



Ozzie Zehner, Jeff Gibbs, Michael Moore

La película ha causado una enorme controversia porque el pánico que provoca el Calentamiento Global ha convertido al ecologismo en una religión para incontables millones de personas. La militancia ambientalista parece ser al menos el último refugio de la ética y la moral. Pero como suele ocurrir, los sinceros creyentes pueden ser fácilmente engañados por avispados inescrupulosos que convierten la religión en un negocio.

La cuestión se plantea así, según la versión difundida por los medios de comunicación masivos: si queremos cambiar el actual paradigma energético que nos ha llevado al Calentamiento Global, debemos prescindir de los tóxicos e indeseables combustibles fósiles. Para alcanzar este fin, contamos básicamente con tres sagradas alternativas que son supuestamente renovables y “verdes”: la energía solar, la eólica y la obtenida a partir de la así llamada “biomasa”. Estas tres “divinas personas” se nos presentan como nuestra última esperanza de salvación. Los creyentes en este dogma se enfurecen si alguien lo pone en duda. Y más furiosos aún se ponen aquellos que se aprovechan de su credulidad.


Las sospechas nacen desde el momento en que el gobierno de EE.UU, encabezado entonces por Barak Hussein Obama, se declara dispuesto a apoyar estas energías alternativas de la única manera en que ese gobierno sabe hacerlo: repartiendo miles de millones de dólares en subsidios y ayudas “humanitarias”. Viendo en perspectiva a Obama, hay que decir que terminó siendo una de las mayores decepciones de la historia: el primer presidente negro de la gran superpotencia llegó diciendo que todo iba a ser diferente, que ya no habría más racismo ni injusticia, pero al poco tiempo dejó claro que haría exactamente lo mismo que sus antecesores blancos, es decir, continuar las mismas agresiones, crímenes e hipocresías de siempre. A Obama, como escribí hace unos años, le dieron el Premio Nobel de la Paz empezando su mandato, y lo que hizo fue continuar con las guerras de Irak y Afganistán, empezar nuevas guerras en Libia y Siria, y autorizar asesinatos a distancia usando los infames “drones”. Y no olvidemos que declaró a Venezuela una amenaza “inusual y extraordinaria” para la seguridad del imperio, empezando así una década de calamidades que todavía nos atormentan.

Apenas el gobierno hizo su oferta, aparecieron los multimillonarios, banqueros y otros ricachones como bandada de buitres revoloteando alrededor del nuevo negocio de las energías renovables. La lista de filántropos incluye famosos personajes involucrados con el ambientalismo, como el exvicepresidente Al Gore, que también hizo un famoso documental pro-ecológico (“Una verdad incómoda”) que fue aplaudido en el mundo entero. Otros líderes ambientalistas como Bill McKibbon y Robert F. Kennedy Junior añadieron prestigio a la nueva Revolución de la Energía Verde. Pero los financistas son los mismos que provocaron la crisis del 2008 y que Bush y Obama rescataron con dineros del fisco: GoldmanSachs, Black Rock, y las mismas compañías petroleras que la energía limpia debería dejar sin trabajo —los Rockefeller, los hermanos Koch, etc.

Al Gore y Richard Branson muertos de la risa

Entre los ricachones verdes, merece una mención especial Sir Richard Branson, multimillonario melenudo y barbudo, dueño del grupo de empresas Virgin, que abarca  aerolíneas, sellos disqueros, y últimamente un emprendimiento que lanza cohetes al espacio y ofrece viajecitos turísticos de 10 minutos en órbita por 200 mil dólares. A este magnate con aspecto de hippie los venezolanos podemos recordarlo muy bien: estuvo presente en febrero de 2019 en el famoso concierto Live Aid en Cúcuta, que debía servir de antesala para la insidiosa invasión “humanitaria” contra Venezuela. Un grupo de celebridades, incluyendo varios presidentes y altos cargos, famosos cantantes, funcionarios de organismos internacionales, etc. se pasaron el día insultando al presidente de Venezuela, pues el derrocamiento de Maduro era promovido entonces como una “buena causa” que daba prestigio a los que participaban en ella. Finalmente, la intentona cucuteña fracasó y ahora todos los que tomaron parte prefieren olvidarse del asunto.

Parte del show en Cúcuta

Es interesante la forma en que El Planeta de los Humanos empieza a develar la estafa detrás de las Energías Verdes. Una de las propuestas para salvar el ambiente es el automóvil eléctrico, libre de los vituperados combustibles fósiles. La película muestra la promoción que hace General Motors de su nuevo carro eléctrico, el Chevy Volt. Uno de los participantes muestra cómo se carga la batería del vehículo por medio de un enchufe parecido a la boquilla de un surtidor de gasolina. Entre las risas de los presentes, alguien hace una pregunta “incómoda”: ¿de dónde sale la electricidad para operar este vehículo supuestamente “verde”? La respuesta desconcierta a los promotores, pero es muy simple: viene del mismo sistema eléctrico que utiliza la ciudad, que depende de una planta termoeléctrica alimentada principalmente con carbón. Es decir, con el combustible fósil más primitivo y contaminante de todos.

En ese momento, alguien menciona que la compañía eléctrica posee una instalación de energía solar. Los documentalistas la visitan, y se enteran de que los paneles solares tienen una eficiencia de apenas 8%. La producción de energía es tan baja, que difícilmente podría servir ni siquiera para una ciudad pequeña. Este dato proporcionado por la película fue muy polémico: los defensores de la energía solar claman que actualmente la eficiencia de las celdas fotovoltaicas es mucho mayor. Pero en la misma película se dice que los paneles que utiliza por ejemplo la NASA sí son más eficientes, pero también muchísimo más caros. Se habla de un millón de dólares por pulgada cuadrada. La NASA puede darse ese lujo, pero no las distribuidoras masivas de electricidad. Además, la energía necesaria para una sonda espacial en órbita sobre Marte es muchísimo menor que los miles de kilovatios/hora que utiliza un hogar en un año en cualquier ciudad.


Más adelante, Ozzie Zehner hace otra pregunta también sumamente incómoda: ¿de qué están hechos los paneles solares? Según la propaganda de los fabricantes, están hechos de arena, un material ridículamente barato y abundante. Pero eso no es cierto: la arena contiene demasiadas impurezas para usarla en la fabricación de celdas fotovoltaicas. En vez de arena, se utiliza mineral de cuarzo de alta pureza, obtenido por métodos sumamente costosos de explotación minera. El silicio extraído del cuarzo se combina entonces con grafito, que no es más que una forma también muy costosa de carbón. Estos ingredientes se combinan utilizando hornos de altas temperaturas, que a su vez consumen toneladas de carbón. Y emiten a la atmósfera abundantes gases de invernadero que contribuyen al Calentamiento Global que pretenden disminuir.


¿Y qué decir de la energía eólica? Las elegantes y esbeltas torres coronadas por enormes turbinas son realmente hermosas. Pero la pregunta es: ¿puede un mecanismo producido por la civilización industrial salvarnos de la misma civilización industrial? Las torres eólicas se fabrican con metales sumamente costosos como el aluminio y materiales sintéticos que crean un problema adicional: cuando se vence su vida útil (que es de apenas 10 a 20 años) se convierten en basura no degradable que aumenta la contaminación ambiental.

Además, hay otro problema común a las energías solar y eólica: la intermitencia. Para decirlo claramente, cuando las nubes tapan el sol, o el viento deja de soplar, las vastas extensiones cubiertas de paneles solares y de esbeltas torres se vuelven inútiles. La verdad que se trata de ocultar es que ambas fuentes de energía “limpia” necesitan complementarse con plantas termoeléctricas alimentadas con carbón o gas para mantener constante el suministro eléctrico. Y esas plantas no se pueden prender y apagar a conveniencia, tienen que estar funcionando todo el tiempo, porque si no se dañan.

Modesta instalación eólica en Paraguaná

En pocas palabras, la energía verde no sólo no es verde, sino que es incapaz de reemplazar a los combustibles fósiles.

Y si vamos a la tercera posibilidad, la energía de biomasa, la decepción es aún mayor. ¿Qué es exactamente la biomasa? Es una forma de referirse a la leña, es decir, a los árboles. Entonces, paradójicamente, para disminuir nuestra dependencia de los combustibles fósiles, hay que cortar más árboles, aumentar la deforestación. Destruir los ya muy disminuidos bosques. ¿Eso se puede llamar ecológico? Otra frase lapidaria que se dice en la película es que, aun si se cortan todos los árboles en los EE.UU, apenas se podría proporcionar electricidad al país por un año. Dada la escasez de madera, en estas plantas se quema todo tipo de desechos, como plásticos e incluso llantas de automóvil, aumentando proporcionalmente la emisión de gases nocivos a la atmósfera. Pero las plantas de biomasa se consideran “renovables” y reciben una millonada en subsidios.

Orangután en bosque desolado

La única conclusión que puede sacarse después de examinar toda esta evidencia es que el capitalismo se ha apoderado completamente del movimiento ambientalista. Y las corporaciones que se están lucrando con las inversiones “verdes” no se cansan de mentirles a los que creen que ellas contribuyen a salvar el planeta. Por ejemplo, en una celebración del Día de la Tierra, con la presencia de grupos musicales muy comerciales y lecturas de proclamas ambientalistas, les dicen a los crédulos muchachos que la electricidad que mueve todo el festival es de origen solar. Pero las cámaras de Planet of the Humans revelan que, tras bastidores, en realidad se está usando una planta alimentada por gas natural.


Recomiendo a mis cuatro gatos lectores que vean Planet of the Humans, que aún se consigue en YouTube a pesar de la tremenda campaña de desprestigio lanzada en su contra. También se consigue información muy interesante en la página web del mismo nombre. Para finalizar, quisiera exponer algunas ideas propias a modo de conclusión.

Hay dos formas eficientes de generar energía que son independientes del carbón y los hidrocarburos: la hidroeléctrica y la nuclear. La primera implica construir enormes represas que desvían el curso de los ríos, causando daños no sólo ambientales, sino también culturales. Muchas veces hay que inundar reservas naturales o sitios de interés histórico. La segunda es eficiente pero muy peligrosa. Basta con recordar tres de los mayores desastres ambientales de la historia: Three Mile Island, Chernobyl y Fukushima.

Desastre en Fukushima - Jennifer Straka

Ahora bien, la energía nuclear que se utiliza para generar electricidad proviene de la fisión de grandes átomos inestables como el de uranio, que se bombardean con neutrones y producen grandes cantidades de energía cuando se parten, degenerando en elementos más livianos y liberando toda clase de partículas tóxicas. Pero desde hace unos 70 años se conoce también la energía de fusión, que es nada menos y nada más que el combustible de las estrellas. La energía liberada cuando se fusionan dos núcleos de hidrógeno para producir uno de helio es la verdadera energía creadora del universo.

Lamentablemente, la humanidad no ha podido controlar la energía de fusión, como si lo ha logrado con la de fisión, menos poderosa y más contaminante, que alimenta los reactores nucleares actualmente en uso. Esa energía estelar sólo se ha podido desatar en las terribles bombas termonucleares, las armas más destructivas que jamás han existido. Las grandes potencias del mundo han dedicado sus energías a la fabricación de armas para amenazarse mutuamente. Pero esa energía será controlada algún día. Quizás lo que haga falta para lograrlo sea eliminar, o al menos controlar, el espíritu competitivo y el ansia de dominio, para sustituirlos con la desinteresada y altruista cooperación que permita canalizar las infinitas potencialidades de la mente y la industria humanas hacia un beneficio común.

En vez de tomar el reflejo de la luz y el calor emitidos por el sol, usaríamos entonces la energía que los produce. En vez de conformarnos con el efecto, controlaríamos la causa. Quizás en este momento no parece haber muchas razones para ser optimistas. Pero ahí está la solución, al alcance de nuestras manos. Para lograrlo tiene que haber un cambio en la conciencia de la humanidad.

La moderación, el autocontrol de los deseos, la conciencia de la necesidad de establecer límites, pero sin eliminar la libertad, sin oprimir, son todas nociones que encontramos en la filosofía de Epicuro. El ideal del capitalismo es el crecimiento infinito, tener cada vez más y desear cada vez más. Es un sistema que funciona por la perenne insatisfacción. Es enemigo de la felicidad. La sabiduría y la felicidad consisten en rechazar el deseo ilimitado y vano. En términos actuales, adoptar pautas de consumo sostenibles, de modo de no hacer daño ni a los demás ni a uno mismo. El capitalismo cree que el crecimiento económico puede ser infinito. Con eso le declara la guerra al planeta Tierra. Al capitalista, la moderación le parece pobreza. Concluyo con esta cita de Epicuro: “La pobreza acomodada al fin de la naturaleza es gran riqueza. Por el contrario, la riqueza no sujeta a límites es gran pobreza”.