sábado, 9 de junio de 2018

Platón, el amor y mi derecho a la pereza


¿Qué por qué sigo publicando material viejo (en este caso de 2006) en este blog? Por dos razones: primero, porque ese material, aunque viejo, es bueno, o al menos a mí me lo parece; y segundo, porque invoco mi sagrado derecho a la pereza. Así, en vez de escribir un nuevo artículo, con todo el trabajo inédito que eso implica, reciclo uno viejo y aprovecho para revivir mis nostalgias. De lo que acabo de escribir puedo sacar algunos párrafos a modo de introducción: en el primero de ellos quiero justificarme a través de uno de los clásicos del marxismo, El derecho a la pereza, de Paul Lafargue. Esta obra es tan estupenda que merece una cita:

La burguesía, en su lucha contra la nobleza sostenida por el clero, enarboló la bandera del libre examen y del ateísmo; pero, una vez triunfante, cambió de tono y de apariencia; y hoy la vemos haciendo todo lo posible por apoyar en la religión su supremacía económica y política. En los siglos XV y XVI, la burguesía se había revestido alegremente con las tradiciones del paganismo y glorificaba la carne y sus pasiones, algo reprobado por la moral cristiana; sin embargo, hoy, que nada entre las riquezas y los placeres, reniega de las doctrinas de sus pensadores, los Rabelais, los Diderot, y predica la abstinencia para los asalariados. La moral capitalista, mezquina parodia de la moral cristiana, castiga con un solemne anatema la carne del trabajador; su ideal consiste en reducir al mínimo las necesidades del productor, en suprimir sus goces y sus pasiones, y en condenarle al papel de máquina redentora del trabajo sin tregua ni misericordia.

Los socialistas revolucionarios deben, por consiguiente, volver a empezar la lucha sostenida en su tiempo por los filósofos y los panfletistas de la burguesía; deben asaltar la moral y las teorías sociales del capitalismo; y extirpar, de la mente de la clase llamada a la acción, los prejuicios sembrados por la clase dominante; deben proclamar, a la faz de todos los hipócritas de la moral, que la tierra dejará de ser el valle de lágrimas de los trabajadores; que en la sociedad comunista que nosotros fundaremos —pacíficamente, si es posible; si no, violentamente— las pasiones humanas tendrán rienda suelta, ya que «todas son buenas por naturaleza; sólo debemos evitar su mal uso y su exceso», y esto último sólo se evitará con el contrabalanceo mutuo de las pasiones y con el desarrollo armónico del organismo humano, puesto que —dice el Dr. Beddoe—, «sólo cuando una raza alcanza el máximo de su desarrollo físico llega también al más alto grado de su vigor moral». Tal era también la opinión del gran naturalista Charles Darwin.

Esta “refutación del Derecho al trabajo” fue escrita nada menos y nada más que por el yerno de Marx. Lafargue se casó con la hija del gran profeta barbudo del socialismo y al final ambos (los dos esposos, se entiende) se suicidaron. ¿Por qué tuve que enterarme de la historia de este personaje por medio de la BBC, vocera de la agenda del más venenoso de los imperialismos, el de la Pérfida Albión (léase, mis queridos e ignaros estudiantes, Inglaterra)? Porque, sobre todo acá en Venezuela, gente de izquierda y de derecha por igual sigue creyendo en el mito de la sacrosanta virtud del trabajo, la leyenda de que los venezolanos somos unos flojos y que, si trabajáramos duro, construiríamos un gran país, como los alemanes o los japoneses. Pero olvidamos que todo lo que realmente vale la pena, el arte, la filosofía y el mero goce de vivir, todo proviene del ocio y del tiempo libre. Aquí tengo que recordar a Ludovico Silva, que decía que la palabra trabajo provenía de tripalium, que era un instrumento de tortura, y trabajar (tripaliare) significaba atormentar, causar dolor. Según Ludovico, el arte es ocio, todo lo demás es negocio (la negación del ocio y por lo tanto del arte). Una de sus obras más importantes, la Filosofía de la ociosidad, es también una de las menos conocidas (creo que nunca ha sido reeditada), sospecho que a causa de las reacciones que produce su título. Una vez pedí el susodicho libro para leerlo (en la biblioteca de la UCSAR), y cuando la empleada me lo trajo, me miró con un gesto de censura… El único trabajo que vale la pena es el que se hace por gusto; el otro, el trabajo asalariado que se hace por mera necesidad material, merece otros nombres tan feos como alienación, embrutecimiento, esclavitud voluntaria, falta de imaginación, etc.
Y ahora quiero dedicar otro párrafo al recuerdo de que el artículo que publico (o reciclo) a continuación me costó perder una posible carrera como profesor de filosofía y de griego antiguo en la nunca bien ponderada Escuela de Filosofía de la UCV. La sola mención al hecho - bastante obvio para el que lo lea – de que el Banquete de Platón es una visión crítica de la homosexualidad imperante en la sociedad griega provocó reacciones que nunca esperé de parte de alguna gente a la que yo respetaba pero que (por lo visto) no me respetaba tanto a mí. También la publicación de los dibujos que adjunto contribuyó a mi definitivo ostracismo. El resultado final de todo eso fue bueno: me libré de mezclarme con una gente que ocultaba bajo una sonrisita tolerante su conservadurismo intransigente; y me vi obligado a seguir mi propio camino, lleno de zarzas y espinas, pero mío al fin y al cabo. También recuerdo cuando pegué la caricatura de Platón en la entrada de la escuela de filosofía, al final de la rampa: fue uno de los momentos más divertidos de toda mi carrera universitaria. La reacción de la gente fue tremenda. Me estaba metiendo con un verdadero fetiche.
A Platón no se le debe tomar en serio, como decía Nietzsche. Ni a Nietzsche tampoco. Y a mí menos. El humor, la risa, es siempre prueba de inteligencia. En cuanto a Venezuela, no se nos puede aplicar la fábula de la cigarra y la hormiga, no necesitamos matarnos trabajando en verano para que no se nos congele el trasero en invierno. No somos alemanes, y gracias a ello, nunca tendremos un Hitler de quien arrepentirnos. 


Dibujos: María Teresa Gracia



REFLEXIONES SOBRE “EL BANQUETE” DE PLATÓN
Por: PEDRO LEONARDO GONZALEZ

Amicus Plato, sed magis amica veritas[1].
Proverbio que citan con frecuencia los filósofos en sus disputas y que significa que no basta que una opinión o una máxima esté recomendada por la autoridad de un nombre respetable como el de Platón, sino que ha de estar conforme con la verdad.”(1)  Alfred Tarski ha negado lógicamente esta sentencia y la ha convertido hermosamente en su exacto contrario:
Inimicus Plato, sed magis inimica falsitas.
Aquí se toma posición ante Platón, pero se respeta lo que dice, siempre que no intente engañarnos.

Recuerdo que una amiga me comentó una vez que había tratado de leer El Banquete de Platón, pero que se sintió tan ofendida con lo que leía que nunca pudo terminarlo. Es que el libro tiene una estructura dramática que esconde un artificio retórico que a su vez tiene fines dialécticos: El autor nos presenta diversos personajes en una situación de francachela que acuerdan hablar sobre el Amor, y es evidente que los primeros que hablan van a presentar una visión vulgar y equivocada, aunque sucesivamente vayan mejorando su argumentación y aumentando su refinamiento expresivo; pero todos van a estar fundamentalmente errados, porque parten de la postura comúnmente aceptada en aquella sociedad, según la cual el verdadero amor es el que siente un hombre por su amigo del mismo sexo, con quien comparte las sublimes emociones de la guerra y el combate, como Aquiles y Patroclo, sentimientos que van más allá de la mera reproducción fisiológica, función asignada a un cierto animal doméstico al que llamaban gyné (mujer). Después de que todos los machistas patanes kalokagathoi han lucido su retórica, habla Sócrates, el hombre más sabio del mundo, y hace que todos se caigan de sus klínai cuando dice que todo lo que él sabe sobre el amor lo aprendió de una mujer.
              Vale la pena haber aguantado las peroratas previas para asistir a esta primera iluminación dialéctica. Se trata de una revolución: la mujer sale del gallinero y se pone a filosofar. Son interesantes las diferencias entre la visión de Diotima y las de sus velludos predecesores. Para estos últimos, el Amor es un Gran Dios, “venerablemente antiguo entre los antiguos y venerables.”(2) Como dice Hesíodo, en el principio es el Caos, y de él se generan la Tierra y el Amor. Pero para la sabia y pícara extranjera (algunos dicen que bajo su máscara se nota la barba de Sócrates), Eros es apenas un semidiós, nacido a última hora por obra y gracia de la borrachera de un diosecillo subalterno y las intrigas de una mendiga que recogía las latas de ambrosía en el Olimpo. El engendro de este encuentro fortuito tendrá por destino una vida perennemente desdichada como parte del séquito de Afrodita.
              Ningún filósofo recomienda el amor. No es la gran receta para lograr la felicidad, más bien es una pedrada que impacta y llena de crestas y valles las aguas del tranquilo pozo de la ataraxia. “El amor es un monstruo que sólo te permite escoger por quién vas a sufrir,” dice el poeta Pedro Grausam (3). También es memorable el epígrafe de Burger que Schopenhauer pone al principio de ese vulgar librillo o manual de misoginia que se llama El Amor, las Mujeres y la Muerte:

Oh, vosotros los sabios, de alta y profunda ciencia, que habéis meditado y sabéis dónde, cuándo y cómo se une todo en la naturaleza, el por qué de todos esos amores y besos; ¡vosotros, sabios humildes, decídmelo! ¡Poned en el potro vuestro sutil ingenio y decidme dónde, cuándo y cómo se me ocurrió amar, por qué se me ocurrió amar! (3).

También recuerdo las palabras de la Habanera de Carmen (Bizet):

L’amour est enfant de Bohéme, il n’a jamais, jamais connu de loi.
Si tu ne m’aimes pas, je t’aime, si je t’aime, prends gard a toi.

Ese amor gitano que ofrece breves momentos de éxtasis a cambio de una eternidad de sinsabores, nostalgias y despechos no puede ser estimado por el sabio que busca la serenidad y la liberación del temor y la ignorancia. Por ello “Los epicúreos, según Diógenes Laercio, opinaban que ‘el sabio no deberá enamorarse’… (y que) ‘la unión sexual no beneficia a nadie, y ya es mucho que no haga daño.’ (D.L. X, 118).” (4)


              Pero el amor, la sexualidad, es la energía fundamental del ser viviente. Es la voluntad de la especie que busca perpetuarse y que se expresa a través de cada uno de nosotros. Es Eros, o la manifestación primordial del amor. Es la energía de activación para emprender la búsqueda de todo lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero. Cópula, engendramiento y parto son, para el que ha sido debidamente iniciado, para el dialéctico que Ve lo que Es, metáforas de la potencia creativa del espíritu. La sublimación de la energía amorosa le da vida a todos los proyectos que el hombre concibe en su mente.
              Ya en la Academia platónica se practicaba la philía, una segunda manifestación del amor, que nace quizás de las cenizas que dejan las pasiones. Los que ya han ardido en aquel fuego contemplan sus restos humeantes, recuerdan a Quevedo (“serán ceniza, mas tendrán sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”), y descubren una afinidad que da paso al lógos y estimula la comunicación y los intereses comunes. Es la amistad, el último refugio de la cordura. Decía Blake: “Para el pájaro el nido, para la araña su tela, para el hombre la amistad” (Marriage of Heaven and Hell). Se llega a esta etapa cuando se ha comprendido que “la belleza que en un cuerpo cualquiera reside es hermana de la que en otro se halle, de modo que, si es preciso perseguir lo bello en sus efigies, grande locura será no tener por una y la misma la belleza que por todos los cuerpos está extendida.”(2) Por hallarse en un estado contemplativo como éste es que Sócrates puede ignorar las caricias apasionadas de Alcibíades. El amor ya no busca la satisfacción de la carne, la ha trascendido.
              La siguiente etapa se llama ágape, término que suele ser traducido como caridad. Es lo último que quiere el amor apasionado vulgar, que prefiere cualquier violencia a lo que percibe como una blanda placidez. Es el amor según San Pablo, expresado en palabras que tanto recuerdan al viejo Platón: “Los que son según la carne sienten las cosas carnales, los que son según el espíritu sienten las cosas espirituales. Porque el apetito de la carne es muerte, pero el apetito del espíritu es vida y paz.” (Romanos, 8, 5-6). Pero el amor sigue siendo la energía que impulsa todo lo que hace el hombre. Sin él toda nuestra sabiduría se vuelve vana, “como bronce que suena o címbalo que retiñe” (Corintios I, 13, 1): puras palabras, sin pasión. Ágape es Eros y Philía combinados y fortalecidos por la práctica de la temperancia.
              Por último, Platón siempre nos lleva a un territorio intermedio entre poesía y filosofía. Hay fundamentalistas del especialismo que dicen que un filósofo debe expresarse en secos tratados y gruesos volúmenes cargados de razonamientos y categorías, y que, por ejemplo, prefieren el Sartre de El Ser y la Nada al de La Náusea. Supongo que no soportarían los poemas de Parménides o Empédocles. Habría que recordarles estas palabras de George Santayana: “¿Buscan los poetas, en el fondo, una filosofía? ¿O es la filosofía, en última instancia, sólo poesía?” Y más adelante: “… la visión de la filosofía es sublime. El orden que revela en el mundo es algo hermoso, trágico, emocionante; es justamente lo que, en mayor o menor proporción, se esfuerzan todos los poetas en alcanzar.” (6)
  

Una digresión sobre los homosexuales.
Son una de las minorías más poderosas del mundo. Se compone con frecuencia de personas de alta capacidad intelectual y nivel educativo, por lo que suelen tener altos ingresos. Dominan segmentos enteros del quehacer humano (la moda, la alta cocina, el mundo del arte, etc.) Tienen además un fuerte sentido gremial (o gregario, o de intereses comunes). Últimamente les ha dado por casarse (¿aburguesados?). Recordemos la agenda del partido Demócrata en EE.UU:[2] cada vez que vienen elecciones, proponen el matrimonio homosexual, y son rechazados por la silent majority de los granjeros conservadores.
              De hecho, los homosexuales son un grupo potencialmente progresista en la sociedad, capaces de hacer mucho bien con su riqueza y su nivel de formación.[3] En la Grecia Clásica, y en general entre las sociedades muy guerreras y/o muy religiosas, han tenido el poder durante miles de años. En ningún otro lugar florece el “vicio griego” con más vigor que en los cuarteles y los seminarios, como saben los que han visto por dentro esos lugares. Como dice Aristófanes en el Banquete: “Algunos los tildan de desvergonzados, mas falsamente… se abrazan con sus homosexuales por valientes, por viriles, por machos.”(2)
              Me provoca decir algo peligroso: ¿En qué se parece un judío a un homosexual? En que ambos pertenecen a
Dibujo: Dominicks Urbina
minorías privilegiadas. Sin embargo, fue precisamente la influencia cultural judaica, expresada en la frase “Creced y multiplicaos,” la que creó un clima social condenatorio para los hoy llamados “gays,” o despectivamente “sodomitas.” Oscar Wilde, por ejemplo, fue tan ingenuo que creyó que con su encanto personal y sus sofismas poéticos podría vencer al victorianismo, expresión extremista del puritanismo y la represión de los instintos.
              Tolerancia significa aceptar el hecho de que hay tantas clases de amor como seres humanos.
  
BIBLIOGRAFIA

(1)   Nuevo Pequeño Larousse Ilustrado. Buenos Aires (s/f); p. 1020.
(2)   Platón. “El Banquete,” traducción directa por J.D. García Bacca. En: Diálogos Socráticos. Clásicos Jackson (Tomo 2), Buenos Aires, 1948.
(3)   Grausam, Pedro. Despechos Metafísicos. Cañabrava, Cúcuta, 1979.
(4)   Schopenhauer, Arthur. El Amor, las Mujeres y la Muerte. EDAF, Madrid, 1984.
(5)   García Gual, Carlos y Acosta, Eduardo. Epicuro. Ética. La Génesis de una Moral Utilitaria. Barral, Barcelona, 1973.
(6)   Santayana, George. Tres Poetas Filósofos: Lucrecio, Dante, Goethe. Losada, Buenos Aires, 1943.

Caracas, 14 de febrero de 2006.


[1] Es así, con veritas en nominativo. La traducción es: “Platón (es) amigo, pero más amiga (es) la verdad.”
[2] Lo mismo vale para los partidos socialistas europeos.
[3] Aunque, obviamente, para transformar la sociedad hace falta algo más que simplemente ser homosexual.
 


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