Si el necio persistiera en su necedad, se volvería sabio.
(Proverbs of Hell)
…la verdadera mente religiosa no pertenece a ningún culto, a ningún grupo, a ninguna religión, a ninguna iglesia organizada… La mente religiosa está completamente sola. Es una mente cuya mirada atraviesa la falsedad de iglesias, dogmas, creencias, tradiciones… Es explosiva, nueva, joven, fresca, inocente. La mente inocente, la mente joven, la mente que es extraordinariamente plegable, sutil, y no tiene ancla. Sólo una mente así puede experimentar lo que llaman Dios, lo que no es mensurable. Un ser humano es un verdadero ser humano cuando el espíritu científico y el verdadero espíritu religioso andan juntos.
(J. Krishnamurti)
La necedad más peligrosa es querer ser artista, especialmente desde que hace no sé cuántos años se rompieron todas las compuertas de todos los diques y se desataron todos los excesos y ahora no se puede diferenciar el Arte, aquel Arte con A mayúscula, el Arte del Espíritu, de la sofistería más ramplona y la charlatanería más soez. Los peores embaucadores andan tras el aplauso y el dinero, pero los verdaderos artistas comparten un espíritu religioso, fresco e inocente (el alma llena de dulce placer no puede ser manchada: ése es otro proverbio del infierno) con un espíritu científico lo suficientemente desarrollado como para que cualquier cosa de índole material no sea motivo de dolor y confusión, sino de curiosidad e investigación. Y desde la soledad y el silencio, hacen la magia que les toca hacer, con la única compensación de cumplir la tarea que vinieron a hacer en este mundo.
Sólo vale aquello que prueba su validez a todo hombre y a toda mujer,
Sólo tiene valor aquello que nadie niega. (Walt Whitman)
Para adquirir facultades mágicas se necesitan dos cosas: redimir la voluntad de toda servidumbre y ejercitarse en regularla. (Eliphas Levy)
Una de las muchas cosas que se quedaron por hacer a causa de la cuarentena fue la celebración —en mayo— del nacimiento de Armando Reverón en la sede de UNEARTE que lleva su nombre en Caño Amarillo. La idea era convocar a varios profesores para que presentaran sendas ponencias sobre el pintor del Castillete. A mí me tocaba hablar sobre un libro que había descubierto recientemente: “Los Laberintos de la Luz – Reverón y los Psiquiatras”, compilado por Juan Calzadilla, editado digitalmente por El Perro y la Rana. Hay varios temas en este libro que merecen tomarse el trabajo de escribir un par de párrafos sobre ellos.
En primer lugar, tenemos las fotografías de Ricardo Razetti. La de Reverón en la puerta de madera del Castillete es ahora mi foto favorita de todas las suyas que he visto hasta ahora. La expresión corporal parece totalmente cándida, y hay en ella una timidez, una fragilidad, una ternura maravillosas. Es un hombre ya viejo, pero también es un niño. Además, hay que destacar el increíble diseño del taparrabo, que supongo que será del propio Reverón. Hay otra foto en que aparece pintando ante su rústico caballete usando el mismo taparrabo, que puede apreciarse aún mejor en esa toma. Como complemento, incluyo en esta publicación algunas fotos que tomé yo mismo en el Castillete, quizás a mediados de la década de los 1980, muchos años antes de que fuera arrasado por el deslave de 1999. Luego, hacia 2014, visitamos con un grupo de artistas y gente de UNEARTE —encabezado por Zacarías García— el sitio donde estuvo el Castillete, y no he podido regresar después de eso. Entiendo que lo están restaurando.
En el libro anteriormente mencionado se recoge el testimonio de varios psiquiatras, psicólogos y psico-sofistas. Por cierto, algunos artistas con los que he hablado piensan que fueron precisamente los psiquiatras y sus acólitos los que “fuñeron” a Reverón. En todo caso, tienen gran valor histórico los testimonios de los médicos que lo trataron, sobre todo el del Dr. Báez Finol, que estuvo con él las dos veces que fue internado. La psiquiatría ha cambiado mucho desde mediados de los años 1950. En aquel momento estaban en pleno apogeo las interpretaciones psicoanalíticas de Sigmund Freud. Como sabemos, a Freud siempre le fascinó el arte, y había logrado que los artistas también se fascinaran con él y sus teorías inspiradas en los mitos griegos, la infancia y la sexualidad. El tema de la dramática niñez de Reverón y su relación con su madre puede ser fácilmente enmarcado en el freudianismo más ortodoxo: su padre, Julio Reverón Garmendia, es descrito como un mujeriego toxicómano que había abandonado tempranamente a su familia. Sobre su madre, Dolores Travieso, se dice que era una frívola excéntrica cuyo narcisismo hacía que estuviera siempre acicalándose. Como consecuencia del descuido de sus padres, el pequeño Armando debió ser criado por una familia que no era la suya, con una madre sustituta. Como si eso fuera poco, quizás la primera relación afectiva importante de Reverón fue con la hija de esta familia, su falsa “hermana”, lo que le daba un toque incestuoso a aquella por lo demás inocente relación.
Tampoco es difícil asimilar los manierismos, poses y exhibicionismos de Reverón al dogma freudiano: su costumbre de ponerse una faja para impedir que la parte inferior e “impura” de su cuerpo estuviera en contacto con la parte superior puede ubicarse en el contexto de un “complejo de castración”. El doctor Báez Finol toma nota de que Reverón daba vueltas sobre sí mismo a izquierda y derecha, diciendo que cuando giraba a la izquierda era hombre, y cuando lo hacía a la derecha era mujer. Otro punto que llamaba la atención de los analistas eran las famosas muñecas con que se rodeaba, “enfermizos juguetes de adulto, síntomas de trapo y cartón”. A pesar de su prolongada fama de excéntrico, Reverón vino a ser internado por primera vez en el sanatorio san Jorge en 1945, mediante la intervención de amigos suyos como Manuel Cabré y los hermanos Monsanto. El pintor presentaba episodios de alucinaciones y delirios, incoherencias en el habla y una úlcera peligrosamente agusanada en una pierna. De nuevo fue internado en 1953, en estado delirante y declarando que oía voces externas e internas. Mientras estaba en el sanatorio, sufrió una hemorragia cerebral que ocasionó su muerte.
Aunque el libro incluye un ensayo del célebre Rafael López Pedraza, líder en Venezuela de la escuela de psicología analítica fundada por Carl Gustav Jung, no sentí que hiciera un aporte sustancioso a la interpretación de la figura de Reverón. Pensé que a los junguianos les complacería encontrar en nuestro pintor la encarnación de algunos arquetipos: el del artista-héroe, el del artista-loco, e incluso el del filósofo cínico al estilo de Diógenes. Si hablamos del artista-loco, el más famoso representante de este arquetipo es desde luego Vincent Van Gogh, quien también terminaría en manos de los psiquiatras. Pero a diferencia de Van Gogh, Reverón perdía completamente el deseo de pintar cuando sufría sus crisis. En vez de eso, se refugiaba en el misticismo religioso. Sólo retomaba la pintura cuando sentía que estaba “curado”.
Ciertamente, la psiquiatría ha cambiado mucho desde el tiempo de Reverón. La tendencia actual es a desechar por igual al freudianismo y al junguianismo como meras charlatanerías no-científicas y a favorecer un modelo mecanicista del cerebro. Dice mi muy respetado Mario Bunge que hoy contamos con la psico-neuro-endocrino-inmuno-farmacología, una combinación de ciencias que busca tratar con fármacos los trastornos mentales que se manifiestan como ataques de pánico, alucinaciones, depresión, amnesia, etc. El cerebro sería comparable a una factoría química que en determinadas circunstancias produce sustancias tóxicas que a su vez pueden neutralizarse también químicamente. Ahora bien, en mi modestísima opinión, hay un reduccionismo peligroso en este enfoque. Los psiquiatras siguen sin comprender la locura, pero creen que pueden controlarla dándoles pastillas e inyecciones a los locos. Si las pastillas no sirven, siempre queda el electroshock. En los años 50 todavía se usaba la lobotomía como último recurso en casos extremos. Las consecuencias no siempre benéficas y la implacable dureza de los tratamientos psiquiátricos han llevado a la aparición de un movimiento socio-político internacional conocido como la anti-psiquiatría. La polémica continúa: ¿puede curarse la enfermedad mental reparando el cerebro como si fuera una máquina, o existe una entidad misteriosa llamada “la mente” que nadie sabe realmente qué es o dónde está?
Interesante como puede ser el punto de vista psicológico, limitarse a él no le hace justicia a un personaje tan complejo como Reverón. Y por ello, considero que el artículo más apasionante del libro es el titulado “Tras la experiencia de Armando Reverón”, firmado por Juan Liscano, que no es ni psicólogo ni psiquiatra ni periodista de farándula. Es muy fácil creer que alguien que renuncia al confort de la vida moderna para encerrarse en un rancho a pintar sobre telas de yute, dejándose crecer una barba enmarañada, y dando espectáculos estrambóticos a sus visitantes acompañado de sus monos predilectos, es simplemente un loco. Hace falta la percepción de un poeta para comprender que detrás de las aparentes excentricidades se esconde “un sentir mágico y una voluntad de ascesis”, la dignidad de asumir un llamado de índole espiritual en un país como el nuestro, donde siguen imperando (irremediablemente) el utilitarismo y la politiquería.
Comenta Liscano los excesos chismográficos que habían aparecido en la prensa nacional a raíz de las revelaciones de Juanita (la compañera, la cómplice, la nueva madre del Reverón renacido) según las cuales nunca había existido intimidad sexual entre la pareja. Las risotadas de los frívolos, los pedantes análisis de los sexólogos, no toman en cuenta la importancia de la palabra castidad en el contexto de una búsqueda ascética, de una consagración espiritual: “toda santidad… toda realización mística, descansan sobre la renuncia al dinero y a la carne”. También reflexiona Liscano sobre la presencia obsesiva del color blanco en una cierta etapa de la obra reveroniana. En lugar de refugiarse en los lugares comunes de las explicaciones psicosomáticas, nos deja esta frase penetrante en su lucidez: “Reverón, en cierta manera, vuelve a comprobar, pero por las vías de la creación pictórica, el experimento del disco en movimiento de Newton, a saber: que el blanco devora los demás colores en determinadas circunstancias dinámicas”.
Hay tres actitudes predominantes entre los que quieren abordar la obra de Reverón: la primera es centrarse en la obra, dejando las extravagancias biográficas como asunto secundario. Ésta es la que asumen los estudiosos, analistas y críticos como Alfredo Boulton o Pascual Navarro. La segunda es divagar sobre su extravagancia, exhibir el fenómeno público como les gusta hacer a los periodistas. La tercera es situarlo como un “caso clínico… inscrito en la nómina extensa de los degenerados superiores”, como Van Gogh, Nietzsche, Alejandro Colina y otros locos célebres; actitud ésta “propia de psiquiatras, de positivistas, de realistas”. Sea cual fuera la actitud asumida, en cualquier intento de narrar y evaluar la vida y obra de Reverón, es imprescindible mencionar a alguien a quien él siempre consideró como su maestro.
La influencia de Nicolás Alexéevich Ferdinándov sobre Reverón va más allá de lo meramente técnico o estilístico. “La función de maestro”, nos recuerda Liscano, “no se limita a la enseñanza de doctrinas, sino (que) más bien propicia con su acción vital y espiritual comunicante un despertar de conciencia, una libertad de escogencia, un impulso hacia adelante o hacia arriba… creando las condiciones anímicas para que alguien viva su propia experiencia”. Este misterioso artista ruso le mostró a Reverón que, para poder entregarse en cuerpo y alma al arte y a su impulso creador, era necesario vivir en un estado de libertad total. Recuerda también Liscano que uno de los profesores (aunque no su Maestro) de Reverón en Madrid le había dado tres consejos para poder dedicarse a la pintura (y en general al arte) en Venezuela. Esos consejos, en mi opinión, no han perdido vigencia en la actualidad: 1) conseguirse (como sea) algún dinero, 2) comprarse un rancho y aislarse en él, 3) buscarse una mujer humilde como compañera.
Ya para finalizar, Liscano recuerda una frase pronunciada por Miguel Otero Silva durante una exposición retrospectiva realizada poco después de la muerte del pintor de Macuto: “Reverón aprendió a vivir como un salvaje porque era la única manera de sobrevivir como pintor”. Y es que, como ocurre con un grupo muy reducido de artistas de nuestro tiempo, la mejor obra de Reverón es él mismo, su figura y su leyenda. ¿Necedad y locura, o espiritualidad, pensamiento mágico y entrega total al arte? Aquellos que reciben un llamado superior, que los conduce a un camino incierto, de incomprensión, carencias y escarnios, ¿tienen derecho a negarse a escucharlo por preservar un cómodo lugar en la sociedad convencional? ¿Los enfermos no seremos los que no tenemos imaginación ni coraje para romper con todo para responder al llamado del Espíritu? Por eso el verdadero Artista es también siempre un Héroe.