viernes, 25 de enero de 2019

Soledades


El diálogo de la mente consigo misma no es primordialmente una realidad social. Lo único que el canon occidental puede provocar es que utilicemos adecuadamente nuestra soledad, esa soledad que, en su forma última, no es sino la confrontación con nuestra propia mortalidad.

Aunque la lectura, la escritura y la enseñanza son necesariamente actos sociales, la enseñanza posee también un aspecto solitario, una soledad que sólo dos pueden compartir.

No puedes enseñarle a alguien a amar la gran poesía si no llega ya con ese amor. ¿Cómo puedes enseñar la soledad? La verdadera lectura es una actividad solitaria, y no le enseña a nadie a convertirse en mejor ciudadano.

Harold Bloom. El canon occidental

Soledad, silencio y tristeza. La utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil. ¿Quién puede querer esa vaina? En los pozos más oscuros de la melancolía más profunda y sin motivo aparente, en la contemplación sin propósito de la propia tendencia al fracaso, quizás en el deseo de aniquilación que presiente que esa misma reflexión es irremediablemente inútil, ahí se encuentra el secreto de ser poeta o artista o meramente “un ser original y atormentado”: un narcisista introvertido rayano en el
Disfraz de Nerd
autismo, un intelectualoide sensiblero que siente cuando piensa y piensa cuando siente, siempre chapoteando en la melancolía (que etimológicamente es una bilis negra amarga y oscura). Y también acaso un inmaduro, un adolescente perpetuo enamorado de su propio proceso de cambio de niño a adulto a esa edad decisiva marcada por ese número cabalístico: el 17. Uno no es serio cuando tiene 17 años. Pero si eres testigo silencioso de todo lo que te marca en ese momento y luego eres fiel a ese adolescer por el resto de tu vida quizás merezcas al final “la corona de la vida”. O quizás no… la duda, la incertidumbre, también es parte de esta alquimia. El plomo que se convierte en oro no debe deslumbrarse con su propio brillo porque siempre llevará en sí el denso torpor inerte del metal burdo del que proviene. 

Disfraz de pseudo-hippy

Harold Bloom dice que puede leer mil páginas en un día. En el fondo no hay jactancia en ello: para lograr esa hazaña sólo hace falta una gran soledad (y una gran memoria, que más que un talento en sí es una capacidad mecánica). Harold Bloom escribió El Canon Occidental para loar los libros que leyó durante toda su vida, un lector compulsivo como el ciego Borges, pero además un profesor-baquiano que quiere guiarnos por el mundo de los libros que no morirán, que siempre serán leídos y recordados, aunque hace rato que estamos en la decadencia de la civilización occidental. No teme que lo llamen “eurocéntrico” o que la mayoría de los autores que propone sean varones blancos muertos. Dice que los anti-canónicos pertenecen a la Escuela del Resentimiento, “un mejunje crítico formado por multiculturalistas, marxistas, feministas, neoconservadores y neohistoricistas” empeñados en estropearle el placer de la lectura. Y no le falta razón.
Harold Bloom leyendo
Pero quiero ser fiel a mi propio camino en medio de la decadencia de una civilización greco-romana-cristiana-euro-germánica-anglo-sajona-sionista que es pero sobre todo no es la mía. Quizás no puedo evitar ser un resentido: me tocó lo que me tocó, pero sospecho que entre rechazos y humillaciones oí algunas trompetas apocalípticas realmente gallardas que señalaban la llegada de un cambio tan inevitable como refrescante. Por ello quiero presentar mi propio mini-canon que incluye las expresiones artísticas, musicales y poéticas que me marcaron cuando tenía 17 años y muy pocos más o menos. 

Mi mamá en el CEN de AD

Mi familia era adeca, lo cual quiere decir que era irreflexiva o inocentemente piti-yanqui. No había otra influencia cultural o artística en mi casa que pudiera competir con la televisión. En el canon de mi infancia no había nada de Shakespeare ni de Dante, pero sí mucho de Hechizada y Mi Bella Genio. Los héroes de mi niñez eran El Zorro, El Fugitivo y el Señor Spock. Y mi mamá compraba todos los meses Selecciones del Reader’s Digest, que junto a sus infaltables columnas como “La Risa, Remedio Infalible”, traía siempre algún artículo de la serie “Cómo Tal País Se Salvó del Comunismo” (“Cómo Indonesia Se Salvó del Comunismo”: mataron un millón de comunistas en una noche, etc.). Pero en Selecciones había cosas muy buenas: una vez apareció un reportaje sobre cómo
Los Beatles, que eran hasta entonces un símbolo de la moda, de los pantalones apretados y los botines de tacón, de la industria del entretenimiento, de las canciones pegajosas del hit parade en inglés, del consumismo y del kitsch, de repente se habían transformado en gente seria: ahora eran artistas respetables porque habían sacado un disco llamado El Sargento Pimienta.
El long-play de vinil de 33 1/3 rpm había dejado de ser un artículo más de consumo para convertirse en sustrato de obras de arte… pero sin dejar de ser un artículo más de consumo. Era el postmodernismo, se cumplía la profecía del arte pop, desaparecían las fronteras entre seriedad vanguardista y banalidad comercial. Claro, entonces yo no entendía nada, pero me compré mi Sargento Pimienta y tomé mi primera clase de inglés literario: nada de Ezra Pound ni T. S. Eliot, sino las letras de Lennon-McCartney en la contraportada de un disco (que me costó Bs. 14). 
 
Ya desde “Rubber Soul” los Beatles estaban creando un nuevo lenguaje que ya no era el rock’n’roll negro de Little Richard o Chuck Berry blanqueado por Elvis Presley, sino una búsqueda, financiada por la inmensa bola de libras esterlinas que produjo la Beatlemanía, de un nuevo producto artístico parecido a una hamburguesa multisápida o un sándwich club house que incluía los experimentos psicodélicos del gurú del LSD Timothy Leary, las letras influenciadas por Bob Dylan, el sitar y la tabla de Ravi Shankar, los ruidos electrónicos solemnizados de la música contemporánea y otros ingredientes eclécticos. Sin embargo, mi disco favorito de los Beatles y el primer ítem de mi canon personal es el llamado Disco Blanco, la encarnación emblemática de ese año revolucionario y parteaguas de la historia que fue 1968.
El Disco Blanco se sale de la línea psicodélica que ya era un kitsch tipo Disney (recuerdo los muñecotes plásticos del Submarino Amarillo) para entrar en el minimalismo y/o conceptualismo yoko-onesco de la portada totalmente blanca y un estado de ánimo más perplejo ante un mundo que se transformaba violentamente. Quisiera señalar algunos temas que todavía escucho: Dear Prudence es una visión mística digna del Maharishi Mahesh construida sobre dos notas. Happiness is a warm gun ilustra la idea de Lennon de que una canción puede hacerse uniendo varios pedazos (tres en este caso) aparentemente inconexos. Además es un anticipo de su propia muerte. Me gusta más la versión de Revolution que aparece en este disco que la otra más rápida y más conocida. Y me gusta mucho esta versión acústica de While My Guitar Gently Weeps, de Harrison, aunque la que sale en el disco es espectacular, con Eric Clapton en la guitarra. Clapton es un tipo serio que decía que el lenguaje del jazz y el del blues era el mismo y que él era un músico y no le interesaba llamar la atención haciendo morisquetas.
Estos experimentos serían rápidamente imitados por muchos músicos de esa generación que se plegaron a la idea de que los Beatles eran “más populares que Jesucristo”. De todos ellos, los Rolling Stones eran los hermanos menores que querían diferenciarse, pero sin dejar de estar bajo el hechizo. De todo el rock que oía en esa época, quisiera señalar con el dedo esta curiosa alegoría ballenera con algo de Moby Dick de Procol Harum, un grupo que influyó mucho en el posterior “rock sinfónico” de gente como Jethro Tull. Este tema de Deep Purple es bipolarmente maníaco-depresivo. Y éste de Led Zeppelin habla de un condenado a la horca que quiere sobornar al verdugo pero termina balanceándose en el patíbulo.
Pero el músico más impresionante de este período es Jimi Hendrix, empezando por su historia: el
Se salvó de Vietnam por un pelo
mayor genio del momento era un exsoldado negro vagabundo —se salvó de Vietnam por un pelo— que andaba por ahí pasando hambre, tocando en cualquier parte, hasta que lo “descubre” un tipo inglés del grupo The Animals, que no puede creer lo que está viendo y oyendo y se lo lleva a Inglaterra. Los negros cruzaron encadenados el Atlántico y crearon el blues y el jazz en las colonias inglesas; su música cruzó otra vez el océano y conquistó a los jóvenes de la metrópoli, que a su vez volvieron a cruzarlo para devolver la música negra transformada adonde había nacido. El ciclo se completa cuando Jimi vuelve a cruzar la mar y revoluciona la revolución. Como un meteoro recorre el horizonte, y en cuatro años ya estaría muerto. Cuando llegó (1966) sacó ese disco insuperable llamado Are you experienced? La guitarra eléctrica puede ser una destructiva fuente de ruidos distorsionados (dicen que una vez Pink Floyd tocó en un acuario y los peces murieron), pero Jimi lograba que el instrumento fuera una orquesta capaz de excentricidades interplanetarias, pero también de una inesperada melancolía poética.
Cuando el rock conquistó el mundo empezó, como era de esperarse, su decadencia. Entretanto yo, como buen esnobista, decidí seguir la huella de sus orígenes: todo venía, en última instancia, de la rica historia de la música negra americana, con mucho de judía, comúnmente reunida bajo la etiqueta “jazz”. Empecé a descubrir que había gente tendiendo puentes entre algunos de los aspectos más interesantes del rock, como la amplificación eléctrica y electrónica, las hiperdifíciles composiciones hipercontemporáneas de gente como Edgar Varèse o John Cage y otras cosas como el teatro del absurdo y de la crueldad, y el jazz vanguardista, que a mediados de los 60 se encontraba desconcertado ante tantas innovaciones. Uno de los pioneros en este campo fue sin duda Frank Zappa, que cuando no tocaba distorsiones en su guitarra dirigía con batuta y todo a sus Madres de la Invención. Pero el gran suceso de finales de la década fue cuando el gran Miles Davis decidió hacer la fusión del jazz con el rock y así abrir las puertas hacia nuevas direcciones en música. 
Miles era el último gigante del jazz: nacido durante la época gloriosa de Louis Armstrong, tenía 20
años cuando Charlie Parker y Dizzy Gillespie transformaron el jazz en una especie de música de cámara experimental con enormes exigencias no sólo para el ejecutante sino también para quien lo escuchaba. Y la trompeta ensordinada de Miles gobernaba este jazz que se enorgullecía de ser vanguardia mientras el rhythm and blues y el rock’n’roll eran mero kitsch. Sus innovaciones, como las legendarias orquestaciones de Gil Evans o el super-sexteto con Bill Evans, Cannonball Adderley y el gran John Coltrane (con el disco Kind of Blue como candidato al mejor de la historia por sus novedosos conceptos compositivos e improvisacionales), sentaron cátedra. A mediados de los 60 Miles era líder de un quinteto soñado de jóvenes virtuosos que además eran grandes compositores y conceptualistas musicales: el saxofonista Wayne Shorter, que luego sería uno de los fundadores de Weather Report; el pianista Herbie Hancock, otro líder del movimiento fusionista; y los reyes de la sutileza en la sección rítmica, el contrabajista Ron Carter y el baterista Tony Williams. Con ellos grabó en 1965 “ESP”, quizás su último gran capolavoro en el jazz acústico.
Miles Davis en la isla de Wight (1969)
En 1969 Miles cruza el Rubicón y, generando polémicas entre los puristas, empieza a utilizar instrumentos eléctricos para atraer a la audiencia juvenil rockera. Aunque lo acusan de venderse (como antes le había pasado a Bob Dylan), consuma una transformación radical no sólo de su música, sino hasta de su indumentaria. Pero antes de disfrazarse de Sly Stone, a principios de 1969 aparece una obra maestra llamada In a Silent Way, que todavía no es jazz-rock pero incluye una sutilísima guitarra eléctrica semi-hinduista tocada por el virtuoso británico John McLaughlin (que luego formaría la legendaria Mahavishnu Orchestra). Combinada con un recital de címbalos y platillos de Tony Williams y los teclados electrificados de Joe Zawinul, Chick Corea y Hancock, más Shorter en el saxo soprano, este disco abre una nueva era en la que dejarían de tener sentido las etiquetas genéricas como jazz o rock.
Lo que vino después, los clásicos de la fusión por un lado, el punk por el otro —incluso una historia similar a la de Jimi Hendrix: la de Bob Marley y el reggae— ya no son parte de mi canon personal. Tampoco cosas como el jazz afro-caribeño o Silvio Rodríguez o Alí Primera (o Bach, León Gieco, Los Jaivas o la bossa nova): ya tenía bastante más de 17 cuando me metí con eso.  Con el tiempo me volví un espectador cada vez más distante. La música perdió gradualmente el protagonismo mientras el show se lo comía todo. Y ahora todo está etiquetado: es sorprendente (cyber-punk, steam-punk, indy-trash, etc). En la época del reguetón y del perreo (que ya tienen como 20 años y no se renuevan) me sumerjo en la nostalgia y mi mente reconstruye la historia.