martes, 17 de mayo de 2022

Detesto la estética Tuki del Tik Tok

 Ese título no tiene nada que ver con lo que voy a publicar más abajo, sólo lo uso para manifestar mi inconformidad ante el frívolo imperio de las fulanas redes sociales. Ya que uno de los temas que quiero tratar es la soledad, diré que las redes crearon la paradoja de tener un millón de "amigos" y al mismo tiempo morirse de soledad. Y en cuanto a la "utilidad" de las redes, ésta es muy relativa: la mayor parte de lo que producen es basura. 

Entretanto, qué bueno que hayan resucitado las Jornadas o como se llamen de UNEARTE. La última vez hice un trabajo que nunca pude mostrar por culpa de la cuarentena. Ahora tengo algo nuevo, una antigua aspiración que (espero) podrá hacerse realidad en los próximos ¿días? ¿semanas?

Saludo a mis cuatro gatos lectores. Mi ausencia en los últimos meses se debe en parte a fallas en internet, que es como decir regresiones al neolítico. Ahora las fallas empiezan a arreglarse. Ya puedo entrar en la absorbente nube. Les dejo mi frase filosófica del día: "Todos los que creen en el infinito son optimistas por naturaleza. Sienten que en el mundo siempre habrá lo suficiente para todos" (Pedro Warepe).

Aprovecho para mostrarles mi última contribución a las Jornadas o como se llamen de UNEARTE. Ya me asignaron fecha y hora para presentarla: miércoles 25 de mayo a las 10:30 am.

Nocturnalia


FOTOGRAFÍA NOCTURNA

ANTES Y DESPUÉS DE LA HEGEMONÍA DIGITAL

PEDRO LEONARDO GONZÁLEZ

En los años 90, cuando yo retomé la fotografía como medio de expresión, todavía existía —y gozaba de buena salud— la fotografía que ahora llamamos “analógica” y que también podríamos llamar “foto-química” (tomada, como se dice popularmente, con “cámara de rollito”). El cuarto oscuro era el laboratorio de los alquimistas caseros del blanco y negro. Ahí se trabajaba con tres químicos en tres bandejas (y una luz roja “de burdel”). Los laboratorios de color, por contraste, tenían que ser industriales, pues usaban un conjunto de químicos que además requerían ciertas condiciones ambientales (de temperatura, etcétera). La única vez que traté de revelar y copiar el rollo a color de un amigo, le quedé muy mal: el negativo salió con unas manchas sicodélicas que se veían comiquísimas al copiarlas al papel.

Muchos años después de aquellos torpes comienzos empecé a experimentar con fotos nocturnas de larga exposición. Mi referente, como dicen ahora, era la película Taxi Driver, que he visto muchas veces desde que me dejó marcado la primera vez. Los monstruos insomnes de la gran ciudad se desplazaban por la noche entre las luces del alumbrado público reflejadas en charcos polícromos, contemplando y experimentando horrores a través de un infierno espantosamente bello. La película ha quedado como un hito representativo de la época en que se hizo (1976) y convirtió en mitológicos iconos catárticos al director Martin Scorsese, Robert De Niro, Jodie Foster de doce años, al guionista Paul Schrader y (last but not least) al director de fotografía Michael Chapman. 

Fotograma de Taxi Driver - Michael Chapman

 

Chapman siempre ha dicho que la fotografía en el cine nunca debe buscar protagonismo, sino limitarse a ser un apoyo más de la historia. Por eso él desdeña la iluminación artificial: la luz “natural” de los focos en las calles (postes de luz, semáforos, faros de automóvil) crea un efecto dramático con fuerza propia. Sin embargo, en el caso de Taxi Driver, creo que Chapman no cumplió con los principios que declara. Si bien es cierto que la narración de la escabrosa historia del solitario Travis y sus sórdidas aventuras en el averno nocturno del Nueva York de los años 70 no es jamás estorbada por la fotografía, ésta canta en voz muy alta su propia canción, entre las calles mojadas de la tumultuosa noche. No en balde Chapman ha sido llamado “el poeta de las aceras”.

 

Jodie Foster, Robert De Niro y Martin Scorsese

En los años siguientes, tomé cientos o miles de fotos nocturnas. Salía con el carro, generalmente solo, llevando mi trípode y mi cámara Zenit, buscando mis propias calles mojadas. Cuando tuve un buen montón de imágenes, empecé a pensar en mostrarlas en una exposición. Hasta llegué a escribir un buen texto para la hipotética pared de la galería donde me exhibirían: “El instante convencional de la fotografía es la fracción de segundo. Basta con alargar ese instante para captar imágenes a las que no estamos acostumbrados y que penetran en la abstracción. Las imágenes obtenidas por la fotografía de larga exposición no pueden ser percibidas normalmente. Las estelas producidas por las luces de un carro que pasa no permanecen en la vista, pero sí en la película. No hay en esto ninguna novedad. Para lograr ese efecto las cámaras tienen una opción de velocidad marcada con la letra “B” que permite dejar el obturador abierto por el tiempo que se desee”.


Lo cierto es que nunca me decidí a hacer mi exposición de fotos nocturnas. Nunca me sentí satisfecho con lo que tenía. Y pasó el tiempo, y de repente, llegó la era digital. Hasta un aficionado insignificante como yo (no sé cómo se enteraron de mi existencia) empezó a recibir un bombardeo publicitario de las grandes empresas fotográficas en favor del nuevo medio: la fotografía digital.


Desde luego, la fotografía “de rollito” y la digital tienen diferencias técnicas enormes, pero el resultado sigue dependiendo del ojo (todavía no-cibernético) del fotógrafo que aprieta el botón. Sin embargo, mi mejor argumento a favor del medio digital es que el proceso foto-químico era sumamente contaminante. Imagino las toneladas de desechos tóxicos que debe de haber producido en su momento un monstruo como la Kodak (empresa que quebró en 2012 y debió reinventarse).


Además, el medio digital permite la difusión instantánea de cualquier imagen por todo el mundo. Ya no hace falta revelar el rollo primero. Y lo mejor de todo, para mí, ha sido el sustituto electrónico del laboratorio: el programa de edición digital, de los cuales el más conocido es el famoso Photoshop. Aunque actualmente hay que pagar para poderlo usar, eso vale sólo para las versiones autorizadas: los que creemos que todo servicio relacionado con la sociedad informatizada debe ser gratuito aún usamos viejas copias pirateadas.


Así, finalmente, he armado una exposición que me resulta bastante satisfactoria (digamos un 80%). Pienso que el medio digital tiene sus propios mecanismos de exhibición. No depende del papel como la fotografía “clásica”. Lo que hice fue poner las fotos en una presentación de Power Point, aprovechando las posibilidades de animación y transiciones que ofrece este programa. Coloqué un fondo musical basado en el didyeridú de los pueblos originarios de Australia (fusilado de You Tube). No se compara con la fabulosa banda sonora de Taxi Driver, que fue la última gran obra del legendario compositor Bernard Herrmann. Pero me complace haber usado lo que alguien llamó una vez “una gran economía de medios” para completar este modesto muestrario de un trabajo que quizás merece algo más que una mirada distraída.


Más sobre Taxi Driver.
Esta película estaba destinada a afectar profundamente a todos los autistas, cuasi-autistas, pseudo-aspergers, solipsistas, insomaníacos, neuróticos y sicóticos que anduviesen por ahí. Recordemos la historia (real) del tipo aquel que quiso seguir los pasos de Travis disparándole a Ronald Reagan después de haberle enviado una carta a Jodie Foster (a la verdadera) diciendo que la iba a “rescatar”. El film también impuso la moda de terminar las películas con un baño de sangre hiper-catártico acompañado de un despliegue de efectos, mucha pintura roja, picados y contrapicados. Detrás de Scorsese vinieron los “jóvenes leones” de los 80 y 90, Oliver Stone y compañía, aprovechando el nicho de libertad creadora (y hasta libertinaje) que había abierto Taxi Driver.


Quisiera hacer unas breves reflexiones nostálgicas sobre esta película. Primero, el casting es perfecto. Yo creo (y en eso coincido con Hitchcock y Fellini) que para ser un actor como De Niro es necesario carecer completamente de personalidad propia. Y eso no es ningún insulto, si creemos (como los budistas) que precisamente la personalidad (el “yo”) es la mayor de todas las mentiras. No es que De Niro o Mastroiani sean idiotas por carecer de personalidad propia. Después de todo, “persona” es lo mismo que máscara. El trabajo del actor es despojarse de una mentira (su propio yo) para encarnar otra. Hablando de actores (llamados “hipócritas” por los griegos) hay que mencionar a Jodie, que después de este film se convertiría en una de las actrices más interesantes que hayan vivido.

Homenaje a De Niro

También está la música, la última partitura compuesta por Bernard Herrmann, con ese tema de saxofón que recuerda la vieja serie de la TV en blanco y negro llamada “Los Intocables”. La soledad, el silencio y la tristeza urbanas chapotean y salpican entre las móviles luces rojas del “poeta de las aceras” y contrarrestan y llenan de una extraña nobleza la historia de las torpezas autistas de un don nadie sicópata racista cuyos delirios heroicos lo llevarán a la apoteosis después de un sangriento ritual apocalíptico.

La despedida de Betsy (encarnada por una jovencísima Cybill Shepherd, la famosa Moonlighting de los 80) expresa el típico revanchismo, la letanía del perdedor: “Ahora no me importas, eres un periódico de ayer, mientras que yo soy un tipo interesante, la comidilla de la ciudad”. Travis Bickle, ese personaje tan desagradable (no diré detestable) es un espejo donde podemos mirarnos todos los autistas con pretensiones heroicas. Por algo el autismo es el mal de nuestro tiempo.


Betsy en el retrovisor del taxi