domingo, 25 de diciembre de 2016

Un palo de agua va a caer



Creen en los cantores populares,
y utilizan por maestra a la muchedumbre,
sin saber que “los muchos son malos y pocos los buenos”
HERÁCLITO (de Procl., In Alcib. I, p. 525, 21)

Hace rato que quería escribir acerca de dos personajes que han atraído mucha atención últimamente, uno por recibir un premio que muchos creen que no merece, el otro por demostrar que más tarde o más temprano, aunque hayamos llenado de gloria un grano de maíz, todos debemos morir. Aprovecho el asueto decembrino para exponer algunas ideas, siendo fiel a mi juramento de ser breve.

Bob Dylan ganó el premio Nóbel de literatura. Para muchos, es un escándalo, porque ven al personaje como un mero cantante-producto, una especie de Justin Bieber de los años 60. Meten en el mismo saco las musiquitas de verano, diseñadas para ser efímeras, cantadas por “cualquier persona bien parecida”; con una cierta manifestación artística, poética, enamorada de la eternidad. ¿Qué es la poesía? Tiene que ver con la palabra que evoca el misterio y que nos conmueve extrañamente, tiene que ver con descubrir “lo profético que hay en mí, con melancolía”. Jorge Luis Borges (que nunca ganó el Nóbel) da esta definición-descripción: 

Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre, es un dios, y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del norte (El informe de Brodie).

Durante un período de seis o siete años, más o menos, quizás del año 61 hasta el 68, Bob Dylan fue un influyente poeta-cantor (trovador-juglar) que llegó a suscitar una veneración cuasi-religiosa entre los seguidores del llamado “movimiento de los derechos civiles”, empeñado en aquellos años en combatir el racismo y el guerrerismo, dos plagas que aún azotan a la sociedad estadounidense (aunque no sé si el delirio teológico-plutocrático según el cual Dios te otorga la riqueza si eres un buen cristiano es aún peor). Cuando Martin Luther King hizo su célebre marcha sobre Washington, ahí estaba Dylan en el centro de la atención, para cantar su Blowin’ in the Wind, un himno que hoy en día se oye cantar hasta en las iglesias católicas, sin que nadie sepa que fue originalmente el himno de los derechos civiles. Por cierto, este compromiso político y esa imagen de joven profeta cambiarían radicalmente después de 1965, cuando a Dylan se le ocurrió "inventar" el folk-rock.

Dylan con su máquina de escribir
Para la gruesa mayoría, Dylan es un cantante sin voz y un guitarrista que no sabe tocar que maúlla un montón de palabras en inglés sin ni siquiera mover el cuerpo como Elvis Presley. Su arte es para los que lo saben apreciar: por eso fue la mayor influencia sobre gente como John Lennon y en general toda la generación de los 60 (incluyendo, en mi opinión, la Nueva Trova Cubana). Jimi Hendrix decía que lo grande que tenía era que no quería parecerse a nadie, se atrevía a ser único en su género, sin seguir ninguna moda. Hendrix creó una de las versiones más increíbles de una canción dylanesca, la célebre All along the watchtower. 

Después de los sesenta, a decir verdad, nunca fue lo mismo… y ahora, después de viejo, le dan el premio Nóbel de literatura. Yo, personalmente, me paso el premio Nóbel por el sobaco. ¿No le dieron el Nóbel de la Paz a Kissinger, y a Obama antes de la masacre de Libia? Pero sigue siendo el gran premiote del mundo. Si se lo dan a un escritor, sus ventas se multiplicarán, y sus libros se incluirán en las colecciones de Premios Nóbel que adornan las bibliotecas… ¿quién no conoce gente que tiene libros sólo para llenar los anaqueles de un área de su casa llamada la biblioteca, donde el único libro que se abre es uno que tiene adentro una botella de whisky?

Pero salieron a criticar que cómo era posible que se lo dieran a un mero “cantante” como Bob Dylan. Por cierto, ese género comercial que existe actualmente conocido como el “cantautor” fue creado, entre otros, por el propio Dylan… pero el que crea que Dylan es comparable con un farsante como Ricardo Arjona, bueeenooo… En fin, mi querida y respetada Avelina Lésper (a quien espero que no le guste Arjona) le dedicó una “catilinaria” a nuestro poeta cuando le dieron el Nóbel. Extractos: “El Premio Nobel de Literatura para Bob Dylan hizo chiquito al premio, empequeñeció sus fines y es una bofetada a la lectura, a la concentración, al esfuerzo de adentrarse en la complejidad de la literatura que no busca la inmediatez. Es un premio facilón para los que no leen, para el populismo de las redes sociales.” Y después de acusarlo de "cantarle al Papa" (¿?) añade: “La lectura es lenta, el análisis de una obra literaria, de un poema, nos involucra con los textos, nos hace meditarlos, retomarlos. La música popular es rápida, analizar una de estas canciones es un ejercicio ocioso, no hay complejidad, su destino es ser fácil, repetitiva y pegajosa, por eso se venden. Los lectores son los grandes perdedores con esta selección. El Nobel ha ido de bajada, tiene décadas disminuyendo su alcance pero esta vez se redujo de tal forma que el siguiente premio se lo pueden dar a cualquier youtuber o a la twitteratura en masa.”

Che, Fidel y Camilo: 3 formas de morir

No asumiré la defensa de alguien que considero un artista importante e histórico. En parte porque no he hablado del otro personaje que quería tocar brevemente. Se trata del hombre que fue (y será) absuelto por la historia, del jefe de los barbudos románticos que logró hacer triunfar una revuelta imposible y que luego no pudieron derribar. Sí, se trata de Fidel Castro. No haré tampoco su panegírico, sólo quiero recordar un incidente en su larga carrera de irreverencias contra poderes hegemónicos que pudieron aplastarlo como una cucaracha, pero se vieron obligados a tolerarlo hasta el final. 

Khruschev y Kennedy pulseando
En octubre de 1962, luego del fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos (qué nombre tan apropiado), Fidel hizo su jugada más arriesgada: permitió que los soviéticos instalaran una base de cohetes nucleares en Cuba, que, como se repite constantemente, queda a 90 millas de la costa estadounidense. La crisis que siguió fue la más peligrosa de la historia reciente: nunca habíamos estado tan cerca del Armagedón. Fidel afirmando que a Cuba “no la inspeccionaba nadie” recordaba al proverbial “rugido de ratón”. Pero esos días crearon un estado de ánimo en el mundo que no debe ser olvidado, ya que la amenaza persiste, casi con los mismos protagonistas.

Y para el pueblo de EEUU, ese estado de ánimo se refleja especialmente en una de las más famosas canciones de Bob Dylan, una especie de evocación apocalíptica mezclada con ecos de las enumeraciones de Walt Whitman y del Howl de Allen Ginsberg (que tampoco se ganó el Nóbel). La canción se intitula A hard rain’s-a-gonna fall, título que podemos traducir al español coloquial con un toque de irreverencia criolla como Un palo de agua va a caer. Ese aguacero podía ser un montón de misiles nucleares, o la temible lluvia radioactiva (fallout). Aunque parece que la canción, que apareció un mes antes de la crisis de los misiles, realmente no se refería a nada de eso. El palo de agua era pura poesía, pero la poesía puede ser profética, y en todo caso la tristeza profunda y las visiones atormentadas le recuerdan a mucha gente aquellos días fatídicos. Para terminar, reflexionemos que un artista que presenta una obra al mundo puede haber tenido sus propias razones y motivos para hacerla, pero al final queda sometido a la interpretación que la gente haga de su creación, aunque ésta le haga rabiar. Por eso a veces es mejor que se quede con la boca cerrada. Felicitaciones a Bob Dylan por no haber ido a recoger su Nóbel.

jueves, 24 de noviembre de 2016

El diablo en Hollywood: una olidita de azufre



Ilustración de Gustavo Doré para El Paraíso Perdido

Siempre he oído decir que la mejor parte de la Divina Comedia es el Infierno, ese lugar al que se llega cuando uno anda en la mitad del camino de la vida, y donde los que entran deben “abandonar toda esperanza”. Ese es, por cierto, uno de los mejores consejos que se le puede dar a un artista, sobre todo al que se inicia en ese camino de incertidumbres, esa ruta casi segura a la soledad, el fracaso y la miseria. El resto de la Comedia (Purgatorio y Paraíso) son (me atrevo a decir) progresivamente mucho menos memorables. También es grandioso el Paraíso Perdido de Milton (no el Monstruo Milton que acompañó nuestra infancia sino el gran poeta inglés, revolucionario y ciego, John Milton) donde Satán, derrotado por las huestes del Hijo y precipitado a los infiernos, se mantiene desafiante, orgulloso, rebelde, y ya planea su venganza, que será la tentación de Eva. 

Y ahora debo citar una de las mayores influencias de mi vida de contemplador del arte: se trata del Matrimonio del Cielo y el Infierno, donde ese supremo visionario que fue William Blake escribió con fuego tantas palabras inspiradas que resuenan en el infinito. Cada uno de los Proverbios del Infierno son puertas que se abren a dimensiones de sabiduría eterna, “porciones de eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre”, reservadas para el que tenga el coraje de dejarse llevar por la visión. Así diría Blake que Milton escribía encadenado sobre los ángeles y Dios, y en libertad sobre los demonios y el infierno, porque era un auténtico poeta, y por ello partidario de los diablos sin saberlo. Al igual que Fausto, harto de estudiar filosofía, jurisprudencia, medicina y ¡ay! también teología, se dejaría arrebatar por el intrigante Mefistófeles…

Por supuesto, con estos temas hay que andar con muchísimo cuidado, son “para todos y para nadie”, y estos grandes artistas se asomaron a estas grandes visiones y debieron pagarlas con la incomprensión y la condena del vulgo… No dejemos de mencionar al Bosco y su jocoso Infierno, o las pesadillas de Goya… 

Pero Hollywood es otra cosa. Es ante todo una industria creadora de productos de consumo masivo. Después de este preámbulo, recordemos un tiempo, que comenzó a finales de la década prodigiosa de los años 60, y que se prolongó hasta finales de los 70, cuando la famosa canción “Simpatía por el Diablo” se oía por todas partes, y muchos creyeron que se iban a cumplir las profecías, y algunos malvados decidieron aprovecharse de ello. Durante estos años se puso de moda hacer películas que pregonaban el triunfo del Diablo.

Rosemary ve a su bebé por primera vez
La primera de ellas fue “El bebé de Rosemary” (1968), cuya trama puede resumirse así: un actor desconocido (John Cassavetes) buscando su oportunidad de ser famoso se encuentra con una secta de adoradores de Satán y acepta entregarles a su joven esposa (Mia Farrow) para que el pérfido ángel caído pueda engendrar a su hijo. La chica es engatusada para tener comercio carnal con la Bestia, queda embarazada, los horrendos brujos cuidan a su manera del engendro que lleva en su vientre, y se lo arrebatan en cuanto nace. Pero la madre llega a la guarida donde tienen al que después de todo es su hijo en una cuna adornada de gasas negras, y la película termina con ella arrullando a su bebé. 

El film fue dirigido por Roman Polanski, talentoso cineasta polaco que había huido del tenebroso comunismo de Europa oriental para convertirse en rutilante estrella en Occidente. Pues bien, en plena gloria y rodeado de adulación, recibiría una buena dosis del licor del infierno: una secta de hippies satánicos dirigida por Charles Manson entraría una noche en su mansión de Beverly Hills para cometer una atroz masacre contra su hermosa esposa embarazada, la actriz Sharon Tate, y sus acompañantes. El crimen fue tan espantoso que estuvo a punto de destruir el tremendo negocio que Hollywood acababa de descubrir con el satanismo y la magia negra. 

Pero la industria del entretenimiento no iba a soltar fácilmente su presa: había nacido un nuevo género, caracterizado en las primeras de cambio porque el Diablo siempre se salía con la suya… Se hicieron muchas películas explotando esta vena, pero entre ellas la más impactante fue sin duda El Exorcista, la original de 1973, considerada la más horrenda de todas las películas de horror. Independientemente de sus méritos, también confirmaría el cliché de que el diablo está más estrechamente relacionado con la iglesia católica que con los protestantes o los judíos…

Durante los 70 se hicieron muchos otros filmes del género, siendo muy recordada la serie The Omen o “La Profecía”, en la cual el Anticristo era un niñito muy rubio y buenmozo que se dedicaba a hacer toda clase de diabluras con total impunidad… Pero “algo cambió” en la sociedad estadounidense a partir de los 80 (con la llegada al poder de Ronald Reagan): los conservadores volvieron por sus fueros, los cristianos evangélicos recuperaron mucho del poder que habían tenido antes de los 60, y esto tuvo un efecto inmediato en el género satánico: se siguieron haciendo películas, pero ahora el diablo tenía obligatoriamente que perder… ser derrotado al final por la gente decente. Recuerdo un film de los 80, llamado The Seventh Sign o “La séptima profecía”, protagonizado por la chica hollywoodense más preciosa y joven de aquellos días, Demi Moore. Yo describiría este film como una comedia apocalíptica donde la gente decente WASP se enfrenta a un malvado cura católico (que en realidad es el centurión romano que clavó la lanza en el costado del Crucificado) que quiere engañar a Dios y al Vaticano para que no se den cuenta de que él está provocando el Apocalipsis. Al final fracasa y todos son felices y comen perdices. Las películas recientes de exorcismos y posesiones terminan todas con la derrota de la Bestia. En vez de los efectos especiales mecánicos de El Exorcista exhiben la panoplia de los efectos y animaciones digitales… como dijo alguien, los cineastas de la actualidad han quedado reducidos a meros directores de efectos especiales. Se cumplió una profecía, la de Georges Meliés…

sábado, 12 de noviembre de 2016

"La mañana de los magos" o cómo ser contemporáneo del futuro (anterior)

Entre los muchos libros que me han "secado el seso" como ocurrió con Don Quijote hay uno en particular que ha sido para mí lo que el Amadís de Gaula fue para Alonso Quijano: se trata de Le matin des magiciens, título que fue perversamente traducido por sus editores catalanes como "El retorno de los brujos", palabras que se prestan a confusiones y mistificaciones (¿se trata de volver a una era atrasada de supersticiones y supercherías, de modas esotéricas, de charlatanes adoradores de la Gran Pirámide, de extraterrestres y amuletos, de pepas de zamuro o cristales de cuarzo? Qué va. Bien lejos.) Quizás "La mañana de los magos" no suena tan bien en español, siempre hay que pensar en el mercadeo... En fin. El Retorno apareció en el mundo el año 1960 como heraldo de aquella  "década prodigiosa" cuyos efectos benéficos y maléficos aún están entre nosotros. El libro me atrapó desde las dos oraciones con que comienza: "Tengo una gran torpeza manual, y lo deploro". Cuando lo leí por primera vez a mis 14 años, fue como si se abriera un agujero negro, un wormhole que me transportara a mi infancia cuando efectivamente lamentaba mi gran torpeza manual y aceptaba con resignación mi condición de contemplativo.

El tema central de El retorno de los brujos es, en el fondo, la relación entre la ciencia y la espiritualidad. Para sus autores, Louis Pauwels y Jacques Bergier, los enormes avances científicos del siglo XX han ocurrido gracias a que el orgulloso racionalismo y la mentalidad positivista heredados del siglo XIX han fracasado miserablemente ante las realidades de la materia, el tiempo y el espacio, que pueden ser captadas con mayor precisión por el espíritu humano, por la poesía, el arte y la filosofía. Individuos como Einstein ejemplifican esta superación del racionalismo, e incluso de la racionalidad. En consecuencia, las filosofías de la desesperación existencial, el escapismo orientalista y la actitud autodestructiva de los "poetas malditos", que eran las modas intelectuales de principios de los años 60, quedaban reducidas a poses caducas: la ciencia que había revelado los secretos del átomo también había abierto las puertas de lo fantástico y los "espíritus sensibles", sumergidos en el narcisismo y la autocompasión, no se habían percatado de ello. Poetas, historiadores, filósofos, veían la ciencia al final de un largo túnel, y su pereza les impedía meter la cabeza en él. Nuestra filosofía-si es que teníamos una- era (y es) totalmente inadaptada a nuestra época: "La materia se ha manifestado tan rica o acaso más rica en posibilidades que el espíritu". La comprensión del comportamiento de la materia a nivel del microcosmos exige una "transmutación de la conciencia" que otorga un poder inesperado a la intuición y a la imaginación. El sentido común es impotente ante la realidad que nos revela la física atómica.


Esta revolución mental desatada por la ciencia más profunda deja atrás a los académicos tradicionales de todas las áreas, incluyendo a los propios científicos y a los historiadores "oficiales". Un tema extremadamente chocante para el pensamiento convencional ocupa cinco capítulos del libro: la alquimia, que no es necesariamente una etapa atrasada o pre-científica del desarrollo humano, sino tal vez la reliquia de una antigua civilización que poseyó los secretos del átomo y fue destruida por el mal uso de ese conocimiento, tal como puede sucederle a la nuestra (de ahí la noción del futuro anterior). La alquimia postulaba la transmutación de un elemento en otro, cosa que la química tradicional consideraba imposible, pero que fue luego demostrada por la fisión nuclear (en la que el uranio termina transformándose en diferentes elementos anteriores a él en la tabla periódica). Pero claro, el mercurio está al lado del oro en la tabla de los elementos, basta con que agregue un protón a su núcleo para transformarse en oro...

Igualmente chocante es el hecho de que la nación más racionalista, cientificista, avanzada, educada, industrializada del mundo terminara sometida por una pandilla de matones delirantes, dirigida por un hombrecillo con un bigote absurdamente parecido al de Chaplin. ¿Cómo podemos explicar que el país de los pensadores y los poetas, de Kant y Goethe, de los ingenieros y los profesores, terminara involucrado en una matanza ritual a escala mundial con tintes claramente satánicos? ¿Quién estaba detrás de Hitler? ¿Qué creencias tenían los nazis? La locura dirigida, la posesión, las sociedades secretas, las sectas de iniciados, las convicciones estrambóticas que sustituyen a la "ciencia judía" en el Tercer Reich, son otra parte de nuestro libro.


Por último, Pauwels y Bergier plantean que la psicología actual, centrada en la perversión y en los restos de animalidad, en la culpa, la represión y el deseo de controlar a la gente por medio de sus pulsiones más bajas, no le hace justicia a la aceleración que ha adquirido la mente humana. "La próxima revolución será psicológica", porque el ser humano se encuentra al borde de una transformación radical que no puede menos que llamarse una mutación. Si hasta ahora apenas hemos usado una fracción de nuestro cerebro, se acerca el momento en que se nos revelarán sus poderes insospechados. Las generaciones futuras verán cosas asombrosas. En vez de temerlo, aprendamos a creer en el futuro y a amarlo. Seamos contemporáneos del futuro. "Hay tiempo para todo, hasta para que los tiempos se junten".

Así como las primeras líneas del libro me conquistaron, sus líneas finales también son inolvidables: "La vida del hombre sólo se justifica por el esfuerzo, aún desdichado, para comprender mejor. Y la mejor comprensión es la mejor adherencia. Cuanto más comprendo, más amo, porque todo lo comprendido es bueno".