martes, 30 de noviembre de 2021

Se solicita muchacho con experiencia

Mi odio a la Ciencia y mi desprecio a la tecnología 

me acabarán conduciendo a esta absurda creencia en Dios.

El título de esta entrada lo tomé de un anuncio que leí en la puerta de un negocio en la Avenida Victoria. Me parece justo decir que en él hay un mensaje que merece ser llamado surrealista. Sé que se abusa mucho de este último término y que frecuentemente se le emplea mal: el surrealismo no es lo mismo que el "absurdismo", no toda situación simplemente absurda (o más exactamente paradójica) puede ser llamada surrealista. Hace falta la lógica (paradójica) de los sueños y una cierta dosis de crueldad, y quizás de ironía, lo que algunos llaman "humor negro". Alguna gente (ignorante) habla de subrealismo, como si se tratara de algo que está por debajo de la realidad. Pero el surrealismo es todo lo contrario: es algo totalmente real, pero que supera la noción racional y convencional de la realidad.

En el caso de este anuncio hay algo fantástico, un vuelo involuntario de la imaginación. Porque, ¿qué experiencia puede tener un muchacho, aparte de la experiencia de ser un muchacho? Y ya sabemos la crueldad implícita en el término "muchacho": se trata del último de la fila, el pobre diablo que se ocupará de las tareas más ingratas que nadie querría hacer. Lo tendrán ahí para humillarlo y explotarlo. La experiencia que le piden al tal muchacho es la de haber sido humillado y explotado, tal vez con una sonrisa de agradecimiento en los labios...

 

Retrato de Buñuel por Dalí

Hay muy pocos artistas cuya obra conozca y admire casi en su totalidad. Uno de ellos es Luis Buñuel. Últimamente he vuelto a ver algunas de sus películas, sobre todo la maravillosa Ensayo de un crimen, y una vez más pude comprobar con gusto que no he perdido mi capacidad de asombro (Esta expresión también suele usarse en un sentido equivocado, como si fuera malo asombrarse. Pero en realidad es necesario, sano e imprescindible poder asombrarse. Vivimos en un mundo totalmente asombroso, lleno de misterio). 

Siempre he dicho, y lo reitero, que la mejor definición del surrealismo se encuentra en aquella frase del poeta Eluard: Hay otros mundos, pero están en éste. La misión del artista es descubrirlos y revelarlos.

También releí, gracias al ocio obligatorio de la cuarentena, las estupendas memorias de Buñuel. Reivindicando mi derecho a la pereza, me permito reproducir un capítulo entero de ese libro lleno de humor, irreverencia y anhelos de libertad. Aunque la idea convencional de la libertad tal vez sea sólo un fantasma. La única verdadera libertad posible está en el trabajo que se hace exclusivamente por gusto y placer. Aunque eso también puede volverse un yugo...

 

ATEO GRACIAS A DIOS

(Por Luis Buñuel – De “Mi último suspiro”, pp. 147-151).

 

La Última Cena de los mendigos en Viridiana

La casualidad es la gran maestra de todas las cosas. La necesidad viene luego. No tiene la misma pureza. Si entre todas mis películas siento una especial ternura hacia El fantasma de la libertad, es, quizá, porque abordaba este difícil tema.

El guion ideal, en el que a menudo he soñado, arrancaría de un punto de partida anodino, banal. Por ejemplo: un mendigo atraviesa una calle. Ve una mano que asoma por la portezuela abierta de un lujoso automóvil y que arroja al suelo la mitad de un habano. El mendigo se detiene bruscamente para recoger el cigarro. Otro automóvil le arrolla y le mata.

A partir de este accidente, se puede formular una serie indefinida de preguntas. ¿Por qué se han encontrado el mendigo y el cigarro? ¿Qué hacía el mendigo a esa hora en la calle? ¿Por qué el hombre que fumaba el cigarro lo ha tirado en ese momento? Cada respuesta dada a estas preguntas originará, a su vez, otras preguntas, progresivamente más numerosas. Nos hallaremos ante encrucijadas cada vez más complejas, que conducirán a otras encrucijadas, a laberintos fantásticos en los que habremos de elegir nuestro camino. Así, siguiendo causas aparentes, que no son, en realidad, sino una serie, una profusión ilimitada de casualidades, podríamos irnos remontando cada vez más lejos en el tiempo, vertiginosamente, sin pausa, a través de la Historia, a través de todas las civilizaciones, hasta los protozoarios originales.

Institutriz asesinada en Ensayo de un Crimen

 

Encuentro un magnífico ejemplo de esta casualidad histórica en un libro claro y denso que, para mí, representa la quintaesencia de una cierta cultura francesa: Poncio Pilatos, de Roger Caillois. Poncio Pilatos, nos cuenta Caillois, tiene todas las razones para lavarse las manos y dejar condenar a Cristo. Es el consejo de su asesor político, que teme disturbios en Judea. Es también el ruego de Judas, para que se cumplan los designios de Dios. Es incluso la opinión de Marduk, el profeta caldeo, que imagina la larga sucesión de acontecimientos que seguirán a la muerte del Mesías, acontecimientos que existen ya, puesto que él los ve y es profeta.

A todos los argumentos, Pilatos solamente puede oponer su honradez, su deseo de justicia. Tras una noche de insomnio, toma su decisión y libera a Cristo. Éste es acogido con alegría por sus discípulos. Prosigue su vida y su enseñanza y muere a edad avanzada, considerado como un hombre muy santo. Durante uno o dos siglos, se sucederán los peregrinos ante su tumba. Luego, se le olvidará.

Y, naturalmente, la historia del mundo será completamente distinta.

Este libro me ha hecho fantasear durante mucho tiempo. Sé muy bien todo lo que se me puede decir sobre el determinismo histórico o sobre la voluntad omnipotente de Dios, que empujaron a Pilatos a lavarse las manos. Sin embargo, podía no lavárselas. Rechazando la jofaina y el agua, cambiaba todo el curso de los tiempos.

La casualidad quiso que se lavara las manos. Como Caillois, yo no veo ninguna necesidad en este gesto. Claro que, si bien nuestro nacimiento es totalmente casual, debido al encuentro fortuito de un óvulo y un espermatozoide (¿por qué precisamente éste entre millones?), el papel del azar se difumina cuando se edifican las sociedades humanas, cuando el feto y, luego, el niño se encuentran sometidos a estas leyes. Y así es para todas las especies. Las leyes, las costumbres, las condiciones históricas y sociales de una cierta evolución, de un cierto progreso, todo lo que pretende contribuir a la creación, al avance, a la estabilidad de una civilización a la que pertenecemos por la suerte o la desgracia de nuestro nacimiento, todo eso se presenta como una lucha cotidiana y tenaz contra el azar.

Nunca totalmente aniquilado, vivo y sorprendente, trata de acomodarse a la necesidad social.

Pero yo creo que, en estas leyes necesarias, que nos permiten vivir juntos, es preciso abstenerse de ver una necesidad fundamental, primordial. Me parece, en realidad, que no era necesario que este mundo existiese, que no era necesario que nosotros estuviésemos aquí, viviendo y muriendo. Puesto que no somos sino hijos del azar, la Tierra y el Universo hubieran podido continuar sin nosotros, hasta la consumación de los siglos. Imagen inimaginable la de un Universo vacío e infinito, teóricamente inútil, que ninguna inteligencia podría concebir, que existiría solo, caos permanente, abismo inexplicablemente privado de vida. Quizás otros mundos, cegados a nuestro conocimiento, prosiguen así su curso inconcebible. Tendencia al caos, que sentimos a veces muy profundamente en nosotros mismos.

Los Olvidados

 

Algunos sueñan en un universo infinito, otros nos lo presentan como finito en el espacio y en el tiempo. Heme aquí entre dos misterios tan impenetrables el uno como el otro. Por una parte, la imagen de un universo infinito es inconcebible. Por otra, la idea de un universo finito, que dejará algún día de existir, me sumerge en una nada impensable que me fascina y me horroriza.

Voy de una a otra. No sé.

Imaginemos que el azar no existe y que toda la historia del mundo, hecha bruscamente lógica y comprensible, pudiera resolverse en unas cuantas fórmulas matemáticas. En tal caso, sería necesario creer en Dios, suponer como inevitable la existencia activa de un gran relojero, de un supremo ser organizador.

Pero Dios, que lo puede todo, ¿no habría podido crear por capricho un mundo entregado al azar? No, nos responden los filósofos. El azar no puede ser una creación de Dios, porque es la negación de Dios. Estos dos términos son antinómicos. Se excluyen mutuamente.

Carente de fe (y persuadido de que, como todas las cosas, la fe nace a menudo del azar), no veo cómo salir de este círculo. Por eso es por lo que no entro en él.

La consecuencia que de ello extraigo, para mi propio uso, es muy sencilla: creer y no creer son la misma cosa. Si se me demostrara ahora mismo la luminosa existencia de Dios, ello no cambiaría estrictamente nada en mi comportamiento.

Simón del Desierto

 

Yo no puedo creer que Dios me vigila sin cesar, que se ocupa de mi salud, de mis deseos, de mis errores. No puedo creer, y en cualquier caso no acepto, que pueda castigarme para toda la eternidad. ¿Qué soy yo para él? Nada, una sombra de barro. Mi paso es tan rápido que no deja ninguna huella. Soy un pobre mortal, no cuento ni en el espacio ni en el tiempo. Dios no se ocupa de nosotros. Si existe, es como si no existiese.

Razonamiento que antaño resumí en esta fórmula: «Soy ateo, gracias a Dios.» Fórmula que sólo en apariencia es contradictoria.

Junto al azar, su hermano el misterio. El ateísmo —por lo menos el mío— conduce necesariamente a aceptar lo inexplicable. Todo nuestro Universo es misterio.

Puesto que me niego a hacer intervenir a una divinidad organizadora, cuya acción me parece más misteriosa que el misterio, no me queda sino vivir en una cierta tiniebla. Lo acepto, ninguna explicación, ni aun la más simple, vale para todos. Entre los dos misterios, yo he elegido el mío, pues, al menos, preserva mi libertad moral.

Se me dice: ¿Y la Ciencia? ¿No intenta, por otros caminos, reducir el misterio que nos rodea?

Quizá. Pero la Ciencia no me interesa. Me parece presuntuosa, analítica y superficial. Ignora el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la contradicción, cosas todas que me son preciosas. Un personaje de La Vía Láctea decía: «Mi odio a la Ciencia y mi desprecio a la tecnología me acabarán conduciendo a esta absurda creencia en Dios.» No hay tal. En lo que a mí concierne, es incluso totalmente imposible. Yo he elegido mi lugar, está en el misterio. Sólo me queda respetarlo.

La manía de comprender y, por consiguiente, de empequeñecer, de mediocrizar —toda mi vida, me han atosigado con preguntas imbéciles: ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello?—, es una de las desdichas de nuestra naturaleza. Si fuéramos capaces de devolver nuestro destino al azar y aceptar sin desmayo el misterio de nuestra vida, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante semejante a la inocencia.

El Fantasma de la Libertad

 

En alguna parte entre el azar y el misterio, se desliza la imaginación, libertad total del hombre. Esta libertad, como las otras, se la ha intentado reducir, borrar. A tal efecto, el cristianismo ha inventado el pecado de intención. Antaño, lo que yo imaginaba ser mi conciencia me prohibía ciertas imágenes: asesinar a mi hermano, acostarme con mi madre. Me decía: «¡Qué horror!», y rechazaba furiosamente estos pensamientos, desde mucho tiempo atrás malditos.

Sólo hacia los sesenta o sesenta y cinco años de edad comprendí y acepté plenamente la inocencia de la imaginación. Necesité todo ese tiempo para admitir que lo que sucedía en mi cabeza no concernía a nadie más que a mí, que en manera alguna se trataba de lo que se llamaba «malos pensamientos», en manera alguna de un pecado, y que había que dejar ir a mi imaginación, aun cruenta y degenerada, adonde buenamente quisiera.

La Vía Láctea

 

Desde entonces, lo acepto todo, me digo: «Bueno, me acuesto con mi madre, ¿y qué?», y casi al instante las imágenes del crimen o del incesto huyen de mí, expulsadas por la indiferencia.

La imaginación es nuestro primer privilegio. Inexplicable como el azar que la provoca. Durante toda mi vida me he esforzado por aceptar, sin intentar comprenderlas, las imágenes compulsivas que se me presentaban. Por ejemplo, en Sevilla, durante el rodaje de Ese oscuro objeto del deseo, al final de una escena y movido por una súbita inspiración, pedí bruscamente a Fernando Rey que cogiera un voluminoso saco de tramoyista que estaba sobre un banco y marchara con él a la espalda.

Al mismo tiempo, percibía todo lo que de irracional había en este acto y lo temía un poco. Rodé, pues, dos versiones de la escena, con y sin el saco. Al día siguiente, durante la proyección, todo el equipo estaba de acuerdo —y yo también— en que la escena quedaba mejor con el saco. ¿Por qué? Imposible decirlo, so pena de caer en los estereotipos del psicoanálisis o de cualquier otra explicación.

Psiquiatras y analistas de todas clases han escrito mucho sobre mis películas. Se lo agradezco, pero nunca leo sus obras. No me interesa. Yo hablo en otro capítulo del psicoanálisis, terapéutica de clase. Y añado aquí que algunos analistas, desesperados, me han declarado «inanalizable», como si yo perteneciese a otra cultura, a otro tiempo, lo cual es posible, después de todo.

Buñuel y Dalí

 

A mi edad, dejo que hablen. Mi imaginación está siempre presente y me sostendrá en su inocencia inatacable hasta el fin de mis días. Horror a comprender. Felicidad de recibir lo inesperado. Estas antiguas tendencias se han acentuado en el transcurso de los años. Me retiro poco a poco. El año pasado calculé que en seis días, es decir, en 144 horas, no había tenido más que tres horas de conversación con mis amigos. El resto del tiempo, soledad, ensoñación, un vaso de agua o un café, el aperitivo dos veces al día, un recuerdo que me sorprende, una imagen que me visita y, luego, una cosa lleva a la otra, y ya es de noche.

Pido perdón si las páginas que preceden parecen confusas y pesadas. Estas reflexiones forman parte de una vida tanto como los detalles frívolos. No soy filósofo, ya que nunca he poseído capacidad de abstracción. Si algunos espíritus filosóficos, o que creen serlo, sonrieran al leerme, bueno, me alegro de haberles hecho pasar un buen rato. Es un poco como si me encontrase de nuevo en el colegio de los Jesuitas de Zaragoza. El profesor señala con el dedo a un alumno y le dice: «¡Refúteme a Buñuel!» Y es cuestión de dos minutos.

 

Lorca y Buñuel

Sólo espero haberme mostrado suficientemente claro. Un filósofo español, José Gaos, fallecido no hace mucho tiempo, escribía, como todos los filósofos, en una jerga inextricable. A alguien que se lo reprochaba, respondió un día: «¡Me tiene sin cuidado! La Filosofía es para los filósofos.»

A lo cual, yo opondría la frase de André Breton: «Un filósofo a quien yo entienda es un cerdo.» Comparto plenamente su opinión..., aunque a veces me cueste entender lo que dice Breton.

viernes, 24 de septiembre de 2021

Indagación sensible sobre "La burbuja del arte"

 

Jugando al artista en Los Galpones

La decadencia del arte actual es un crudo reflejo de la actual decadencia de la cultura “occidental”. Que no es necesariamente “nuestra” cultura (afortunadamente). Para corroborar esto, basta con darse un paseo por los museos, galerías y/o “centros de arte” —como Los Galpones, donde estuve recientemente. Encontré ahí expuesta, tal como esperaba, la consabida rutina: malas imitaciones de Andy Warhol, Marcel Duchamp o Joseph Beuys. En vez de latas de sopa Campbell, hay paquetes de Harina Pan o Maizina Americana, en semicuero (¡puagh!). Con razón a los niños ya no les gusta el arte. Les aburre.

Hay quienes creen —y dicen— que a los niños les gustan las obras “interactivas”, como los penetrables de Soto. A mí me parecen platos de espagueti invertidos, de modo que los fideos queden guindando. Ciertamente, Soto es muy limpio, clásico y decente; supongo que alguien con un espíritu más travieso —como Duchamp— podría añadirle a los filamentos colgantes una sustancia viscosa a modo de salsa para que los que interactúen con ellos salgan todos manchados. Pero eso de agredir al espectador ya no está de moda. 

Artnet

 

¿Cuáles son las noticias que escuchamos últimamente sobre el mundo del arte? Que Fulanito vendió una “obra” (algún mamarracho, como las colillas de cigarro de Damien Hirst) en no sé cuántos millones de dólares. Recordemos la banana pegada con tirro en la pared que se vendió por $ 120 mil. Hace unos años, se estableció un récord (y ya sabemos que los récords están ahí para romperlos): apareció un supuesto cuadro de Leonardo Da Vinci, debidamente restaurado y autentificado, que fue subastado por una de las grandes casas de mercadeo de arte (Christie’s). Un comprador anónimo (dicen que fue un príncipe de una de las petromonarquías del Golfo Pérsico —sólo esa gente tiene suficiente dinero para esas extravagancias) pagó la bicoca de 450 millones de dólares por la pinturita en cuestión…

¿Qué es el arte entonces? ¿Una industria que produce artículos de lujo que sólo los ultrarricos pueden comprar? Si un artista quiere promocionar su obra, el mejor argumento que puede ofrecer es que una pieza suya fue elegida para una subasta de Christie’s o Sotheby’s… Y si le preguntas a uno de esos yupis neoliberales que abundan por ahí ¿qué es el arte?, te responderá sin vacilar: es una inversión. No se refiere a una inversión de valores éticos ni nada por el estilo. Es algo que compras a un precio hoy para venderlo más caro mañana. O un “activo” para inflar tu declaración de patrimonio. O un fetiche para presumir de tu riqueza.

En mi búsqueda de juicios críticos respecto a la locura del arte contemporáneo, descubrí a un personaje realmente interesante: se trata de Ben Lewis, quien se autodefine como “historiador cultural interdisciplinario”, periodista, escritor y documentalista británico (supongo). Casualmente pasaron hace poco su documental “La Burbuja del Arte” por la inefable Vale TV (Canal 5; posteriormente lo encontré en YouTube, doblado al español castizo). Al igual que Avelina Lésper, Lewis asume una visión irónica y escéptica ante el patético espectáculo que presenta el mundo del arte mal llamado “contemporáneo”.

En vez de escribir crípticos elogios reforzados por citas de Heidegger y Derrida para justificar y contribuir al mercadeo de exposiciones de mamarrachos, tanto Avelina como Ben Lewis se proponen revelar las mezquindades y frivolidades del gran negocio fraudulento que practican las actuales celebridades del mundo del arte, incluyendo artistas, curadores, marchantes y el resto de la fauna.


Revisando el blog de Ben Lewis, me entero de que su último libro está dedicado justamente al ahora famoso cuadro que ostenta el récord de la pieza de arte más cara de la historia. La pintura en cuestión, cuyo título es “Salvator Mundi”, empezó su periplo comercial en la década de 1950, cuando fue calificada como una copia de escaso valor, y vendida por $ 57. Se pensaba entonces que el cuadro era cuando mucho obra de alguno de los aprendices del gran Leonardo.

Lo cierto es que un consorcio de marchantes de arte le vio posibilidades al pequeño cuadro, y en 2005, cuando todavía no era oficialmente atribuido a Leonardo, lo compraron por $ 10.000, pensando que al final podrían sacarle mucho más. La llevaron a restaurar y analizar con los respetables peritos de la National Gallery de Londres. En 2011, tras seis años de restauración, recibió la bendición de los expertos londinenses, y en 2017 produjo el mencionado terremoto en la sede niuyorquina de Christie’s.

Salvator Mundi contando billete (por Ben Lewis)

Se rumora que el comprador anónimo no es otro que el príncipe coronado de Arabia Saudita, Mohammad Bin Salman. Se anunció en el momento que la pintura iba a ser expuesta en el nuevo Louvre de Abu Dhabi, pero luego de su adquisición en la subasta de marras, nadie sabe que ha sido de ella. Según los rumores, está colgada en una pared del yate supermegalujoso de Bin Salman, aunque no hay manera de saberlo con certeza. No todo el mundo puede entrar en ese botecito.

Hay que señalar que no todos los expertos están de acuerdo en que la obra sea efectivamente de Leonardo. Lewis opina que lo más probable es que haya sido pintada en colaboración con uno o varios de sus muchos discípulos. Otros conocedores estiman que la participación de Leonardo estaría entre un 5 y un 20%. Lewis incluso llega a decir que, si esto último fuera cierto, el valor de la pintura disminuiría considerablemente: entre un mínimo de $ 1,5 millones y un máximo de $ 20 millones. Incluso añade que la razón por la que el cuadro se mantiene oculto es para evitar que una apreciación demasiado crítica ponga en duda el veredicto de autenticidad y la obra se deprecie en consecuencia.

Y ahora puedo comenzar con mi propuesta de indagación sensible[1], que consiste en una reseña, sin mayores pretensiones, del documental “La gran burbuja del arte contemporáneo” de Ben Lewis. El contexto histórico-temporal de este filme es la tremenda crisis financiera mundial de 2008. Acá en Venezuela no percibimos en aquel momento la gravedad de la catástrofe: en aquellos años, vivíamos una especie de segunda ola de prosperidad petrolera. La gente compraba neveras, televisores gigantes, camionetas, cocinas y otros artefactos chinos que nos ofrecían a precio de gallina flaca. Y eso sin mencionar los viajes fraudulentos de los raspacupos. Teníamos una venda en los ojos: la crisis de entonces la estamos viviendo ahora, pero magnificada.

En los días previos a la catástrofe, Lewis se pasea por Londres en su coche eléctrico, decorado por el famoso diseñador Tobías Rehberger, recordando que entre 2003 y 2008 se vivía en un mundo de excesos y extravagancias. El petróleo estaba casi a $ 150 el barril. Pero todo el mundo sabía que esa prosperidad era una gran farsa: todo eran burbujas creadas por las trampas, estafas y engañifas de unos cuantos pillos que se endeudaban más allá de lo que podían pagar. Y la burbuja más burbujeante de toda la economía mundial era la del arte contemporáneo.

Incluso cuando empezaban a verse las grietas en el casino (el desempleo crecía y los bancos se hundían), el mercado del arte seguía en alza, con precios absurdos y obscenos que sólo los multimillonarios podían pagar. La frase en boga era una de Andy Warhol: “hacer dinero es arte”. Por cierto, una de sus obras llegó a venderse en $ 72 millones. Todos sabían que el “nuevo arte” era producido en masa, repetitivo y comercial, una mera inversión para los coleccionistas, pero los periódicos, en vez de denunciar los hechos, se limitaban a reseñar los nuevos precios-récord.

El mercado del arte contemporáneo abarcaba maestros consagrados ya muertos, como Warhol y Rothko, y las nuevas estrellas muy vivas, entre las que descollaban Damien Hirst y Jeff Koons. Entre 2003 y 2008, el valor de esta clase de arte aumentó en un 80%. Las ganancias de una subastadora como Sotheby’s en el mismo período superaban el millardo de dólares, un incremento del 600%. Para muchos, esto era un nuevo Renacimiento, que combinaba una inmensa riqueza con un sentido de la innovación.

Las voces agoreras anunciaban una inminente crisis mundial, pero el mercado del arte ganaba nuevos adeptos: los oligarcas rusos y los jeques petroleros, que gastaban chorros de millones para adquirir los nuevos trofeos icónicos, la nueva mercancía del siglo XXI. Pero había algo más detrás del auge de los precios del arte contemporáneo.

¿Qué clase de ética puede existir en este mundo estimulado por sus propios excesos? Las estrategias de los marchantes de arte son bien conocidas. Una de ellas es mantener (por no decir inflar) los precios de las piezas de los artistas que ellos mismos representan. Para este fin, las propias subastadoras les prestan dinero a los participantes en las subastas para subir los precios lo más que se pueda.

Estas astucias podrían tildarse de “prácticas monopolistas”, pero en el mercado del arte estas últimas no son ilegales. Ya nadie se asombra al saber cómo los Lirios de Van Gogh se vendieron en casi $ 54 millones en 1987: Sotheby’s simplemente le prestó la mitad de ese dinero al comprador. Así se creó la burbuja de las subastas engañosas, donde los supuestos intermediarios participan en el negocio, invierten, corren riesgos, especulan.

Otra viveza practicada por los multimillonarios es la donación de obras de arte a instituciones públicas a cambio de reducciones en los impuestos a sus ganancias. Por eso no es de extrañar que tantos eventos artísticos sean patrocinados por los grandes bancos. La evasión de impuestos ligada a las exposiciones públicas y la protección de precios de las obras de ciertos artistas conocidos por producir en masa son los grandes fuelles que inflan la burbuja del arte contemporáneo.

The Masticator

Un ejemplo clásico de esta práctica “burbujeante” es la historia de la compra fraudulenta de una obra llamada “For the Love of God” del más conspicuo representante del arte decadente de hoy en día: Damien Hirst. Esta obra, un cráneo de platino engastado con 8.601 diamantes, fue ofrecida a la venta por $ 100 millones. La galería que representa al artista declaró haber vendido el fulano cráneo por el precio mencionado. Pronto se descubrió que un consorcio formado por los representantes y el propio Hirst poseía más de la mitad del cráneo. Esto es equivalente en el mundo bursátil a una emisión fallida de acciones que tienen que volver al vendedor porque nadie las ha comprado.

En realidad, la galería tenía una colección de cientos de obras de Hirst que no había podido vender. Pero no nos compadezcamos por la suerte del artista: resulta que el mismo día en que se desató la crisis de 2008, el Lunes Negro cuando quebró Lehman Brothers y se confirmó la peor recesión en 60 años, Hirst lanzó una megasubasta en Nueva York. Una de las obras puestas a la venta fue el famoso Becerro de Oro, muy significativa dadas las circunstancias. Se vendieron todos los lotes y se obtuvo una ganancia de $ 200 millones.


Adoramos al Becerro de Oro mientras el Titanic navega a toda máquina hacia el iceberg. Lewis nos informa de que en octubre de 2008 finalmente estalló la burbuja, y las subastas a partir de esa fecha fueron un desastre. Sólo se vendió la mitad de los lotes por la mitad del dinero esperado. A finales de 2008, Sotheby’s reconoció $ 83 millones en pérdidas. En 2009, el negocio había caído un 75%.

Han pasado 12 años desde el final de esta historia. ¿Cuál es la situación actual del mercado del arte? No sé, y la verdad, no me importa. Sin embargo, aunque comparto la conclusión ética de que la burbuja del arte es el epítome de la vanidad y la locura de nuestro tiempo, estimo conveniente que a nuestros estudiantes de arte se les enseñe como parte de la carrera algunas destrezas que seguramente necesitarán cuando salgan a enfrentar el verdadero mundo del arte. Esas destrezas son contabilidad, administración y mercadeo, tres materias que deberían formar parte del pensum de nuestra querida universidad. Es mejor salir de ella teniendo una idea clara de lo que es el dinero en vez de aprenderlo en la llamada “universidad de la vida” siendo estafado por algún pillo de siete suelas.



[1] Este término ha sido definido informalmente por mi amigo Zacarías García como una investigación libre en el campo de las artes, sin aspiraciones de ser considerada como un trabajo científico o académico a la altura de las grandes publicaciones oficiales.