lunes, 4 de marzo de 2024

Un asunto espinoso

 


Tengo muy gratos recuerdos de cuando daba clases en la Universidad Católica Santa Rosa, que está ubicada en un sitio muy bonito al pie del Ávila, donde una vez estuvo el Seminario Mayor de la ciudad. La UCSAR se enorgullece de ser descendiente de la antigua facultad de teología de la Real y Pontificia Universidad de Caracas. Yo era feliz entre sus vetustos pasillos, por donde decían que en las noches se paseaba un cura sin cabeza, aunque nunca lo vi. Finalmente me echaron, porque como en todas las universidades, había intrigas palaciegas, envidias, soberbias y zancadillas, y yo no tenía la protección de que ahí gozaban los exseminaristas y demás amantes de las sotanas.

Entre otras experiencias que tuve, recuerdo las crisis vocacionales de muchos curas y ex-curas, que algunos resolvían dejando el catolicismo y convirtiéndose en anglicanos, pues los clérigos de esa iglesia tienen permitido casarse. Obviamente, el catolicismo no ha resuelto los dilemas que se le presentaron hace 500 años, cuando ya no pudieron quemar a Lutero y la Reforma se impuso en medio mundo. Yo creo que el celibato era un asunto que se trataba con bastante flexibilidad en los viejos tiempos, pero después de la revolución luterana se volvió una cuestión de orgullo y terquedad, propia de una institución reaccionaria que se niega a renovarse.

Con la iglesia hemos topado: fachada de la UCSAR

En fin, yo enseñaba griego, inglés y filosofía moderna. Para los curas, el griego antiguo es una forma de tortura: te castigan obligándote a estudiar “esa sucia lengua que nadie, pero nadie habla en el mundo” (como escribió Rimbaud). El inglés también era visto como un mero requisito, como ocurre en casi todas las universidades en este país. Dicen que, en Cuba, para graduarte de bachiller necesitas tener dominio de un idioma extranjero, en la universidad tienes que dominar dos, y para los postgrados tienes que echarle pichón a tres en la maestría y cuatro en el doctorado. No sé si eso será verdad, pero aquí la costumbre es pagarle a alguien para que te haga el examen de suficiencia, y que siga el bochinche (como dijo Miranda).

La famosa escalera de caracol de la UCSAR

En filosofía moderna me lucía hablando de Descartes, Hobbes, Spinoza y Kant (este último el más duro de todos). De entre las superestrellas del siglo XVII, me faltaban Leibniz, Locke y (quizás) Berkeley. Pero, con el póker de ases que mencioné anteriormente, era feliz y hacía felices a mis escasos estudiantes. Yo trataba de sintetizar y resumir las complejidades de estos pensadores para evitar convertirlos en instrumentos adicionales de tortura. Por cierto, los únicos profesionales que tienen que estudiar obligatoriamente filosofía son los teólogos.

René Descartes por Franz Hals

Y ahora puedo entrar finalmente en materia: en la escuela de filosofía de la UCV yo había tomado el curso que ellos llaman “Spinoza-autor”, con un joven y excelente profesor (Gustavo Borges). El personaje Spinoza siempre me atrajo y algunas de sus ideas me fascinaban, porque coinciden sorprendentemente con mis propias opiniones. Después, siendo profesor de la UCSAR, uno de mis estudiantes me preguntó por qué Spinoza era tan famoso y en qué se basaba su inmenso prestigio. Para responder esa pregunta que me hicieron hace más de 15 años estoy escribiendo estas líneas.

Debo advertir que no pretendo ser un gran experto en este autor, y ni siquiera he leído a profundidad sus obras más celebradas. Para este breve resumen me baso en las notas que usé para mi curso de filosofía moderna en la UCSAR. Ni siquiera puedo dar las referencias, pues he olvidado de dónde las saqué. Sólo sé que me gustan mucho. Trataré de seguirlas una a una, añadiendo algún que otro breve comentario.

Spinoza. ¿Dónde han visto antes ese cuello y esa melena?

Lo primero que hay que decir de Baruch Spinoza (1632-1677) es que era descendiente de judíos marranos. Este término se aplicaba a los judíos que se convertían al catolicismo para evitar persecuciones, aunque en secreto conservaban sus creencias. Los antepasados de Spinoza parece que no disimularon muy bien, ya que fueron expulsados primero de España y luego de Portugal. Fueron a dar a Ámsterdam, ciudad famosa por su tolerancia, donde pudieron retomar su religión. Aunque los judíos marranos que regresaban al judaísmo ya no eran los mismos.


Spinoza fue educado como judío ortodoxo, entregado al estudio del hebreo, la Torá y el Talmud. Se le consideraba un estudiante muy dotado, con perspectivas de llegar a ser rabino. Pero el clima de tolerancia que imperaba en Ámsterdam le permitió beber de otras fuentes de pensamiento. Sus contactos con cristianos protestantes disidentes del calvinismo lo llevaron al descubrimiento de Descartes. Ése fue el principio del fin de su carrera como talmudista.

La duda metódica cartesiana, inaceptable para la estricta dictadura de los rabinos, sedujo al joven Spinoza. No sólo se volvió incrédulo, sino que lo manifestaba, lo cual era imperdonable. En 1656 (con 24 años) fue expulsado de la comunidad judía por las “horrendas herejías que practicaba y enseñaba” y los “actos monstruosos que cometió”.

Son famosos algunos pasajes del decreto de expulsión de Spinoza, y a mucha gente le gusta citarlos: “Maldito sea: de día, de noche, cuando se levante, cuando se acueste, cuando salga, cuando entre… Nadie podrá tener con él contacto oral ni verbal, ni hacerle ningún favor, ni permanecer con él bajo el mismo techo ni a cuatro cuadras de donde él esté; ni deberá leer ningún tratado por él escrito”. Dicen que en esos días un fanático judío lo atacó con un puñal.

Una lección que deja Spinoza a los que quieren dedicarse a la filosofía, pero no han nacido en cuna de oro como Platón o Bertrand Russell o Wittgenstein, es que conviene tener una profesión que te permita ganarte la vida en caso de que tus ideas te metan en problemas y no puedas dedicarte a la enseñanza o a las conferencias. Spinoza era pulidor de lentes, y, como Descartes, conocedor de la ciencia de la óptica.

Sus primeros escritos tratan de la filosofía cartesiana. En 1670 publica de forma anónima su famoso Tratado Teológico-Político, que lo convierte en precursor de la Ilustración y del Estado Secular. Hoy en día nos parece totalmente normal vivir en un estado que permite la libertad de cultos y no favorece a ninguna religión en particular. Israel, por ejemplo, que se declara un estado judío, es visto como una anomalía anacrónica. Pero en el siglo XVII, esas ideas eran muy novedosas y peligrosas.

En el Tratado, Spinoza afirma que la estabilidad y seguridad de la sociedad dependen de la libertad de pensamiento, y ésta sólo puede existir en un estado secular que tolere todas las religiones y establezca su propio código de ética para preservar el bien común. La mayor amenaza a la libertad de pensamiento, dice Spinoza, la plantea el clero, la casta sacerdotal, porque se dedica a manipular los miedos y supersticiones del pueblo para mantenerse en el poder. De nuevo, hay que situarse en aquella época para darse cuenta de la osadía de estas propuestas. Ni siquiera Descartes se atrevió a cantar tan claro estas verdades, que hoy día nos parecen obvias.

Para terminar de ganarse el odio de los fanáticos, Spinoza hace otra afirmación totalmente radical: la verdadera religión y sus sutilezas sólo son comprensibles para el filósofo. Es decir, que “Dios sólo existe filosóficamente”. Con esto, Spinoza quedó encasillado como ateo. El Tratado fue prohibido a raíz de los violentos cambios políticos ocurridos en Holanda que, invadida por Francia e Inglaterra, dejó de ser un oasis de tolerancia.


La gran obra de Spinoza, la Ética demostrada según el orden geométrico, concluida en 1675, no fue publicada en vida de su autor por temor a las persecuciones. En pleno desarrollo de estos acontecimientos, en 1677, con (apenas) 45 años, Spinoza muere repentinamente en La Haya. Lo inesperado y súbito del hecho inspiró a Thomas de Quincey la idea (registrada en su irónico ensayo El asesinato como una de las bellas artes) de que el gran filósofo pudo haber sido asesinado. Poco después de su excomunión ya hubo un atentado en su contra. Además, según de Quincey, los fanáticos siempre han querido matar a todos los verdaderos filósofos, y muchas veces han logrado su objetivo (Sócrates, Cicerón, Boecio, Giordano Bruno…).

De modo que Spinoza planteaba ideas que hoy en día damos por sentadas, pero que, en su tiempo, y más aún dada su condición de judío execrado por los propios judíos, eran terriblemente peligrosas, subversivas, revolucionarias. Sus convicciones lo enfrentaban a los poderosos del mundo. Aunque quiso demostrar sus argumentos con métodos hiper-racionales, terminó quedándose terriblemente solo. Jorge Luis Borges, siempre tan intuitivo, nos propone esta semblanza:

Lo que ha quedado del nombre de Spinoza no son sus demostraciones, que creo que no convencen a nadie, su método geométrico: todo eso ha desaparecido. Lo que hay son esas dos imágenes: la del hombre Spinoza, que nació y murió en Holanda, que rehusó favores que le ofrecían los grandes, que quiso vivir en humildad; y luego, la idea de un Dios infinito.

Aquí Borges hace referencia a una célebre anécdota según la cual Spinoza rechazó generosas ofertas de rentas y herencias de un ricachón admirador suyo, prefiriendo seguir puliendo lentes y arriesgando el pellejo escribiendo anónimamente libros subversivos. Por otra parte, menciona quizás la idea más interesante de este singular personaje en el plano de lo que podríamos llamar “metafísica”. Aunque él la incluye en su famosa Ética.


La idea de utilizar el método geométrico con sus definiciones, axiomas, proposiciones, demostraciones, escolios, corolarios y apéndices, es parte de la herencia cartesiana, y sirve para darle un orden a sus reflexiones. Por otra parte, Spinoza emplea la terminología metafísica de Aristóteles, y habla de causa, sustancia, atributo, esencia, modo, afección o accidentes… Pero en medio de todo este aparato peripatético-escolástico-cartesiano, podemos extraer algunas ideas geniales.

Primeramente, para Spinoza, Dios es un ser absolutamente infinito, una sustancia con infinitos atributos, una esencia eterna e infinita. Existe necesariamente, es único y obra sólo por necesidad de su naturaleza. Todo es Dios, y todo es en Dios, pero Dios no tiene capricho ni voluntad, sino infinita potencia. (Algunos llaman a esto Panteísmo, a otros no les gusta esa palabra). Dios no tiene propósito ni fin ni teleología. No dirige el mundo ni hizo al hombre para que lo adorara.

Los hombres imaginan ser libres porque siguen sus apetitos y buscan su utilidad. Ignoran lo que les hace apetecer y querer. Siempre actúan siguiendo algún fin. Creen que la naturaleza les da medios para conseguir sus fines. Creen que Dios puso ahí esos medios para que ellos los usen y le rindan honores. Pero en realidad, el juicio de Dios supera la capacidad de comprensión del hombre. Si Dios actuara por un fin, estaría apeteciendo algo de lo que carece. Creer que los dioses se enojan y causan desgracias, tempestades, terremotos, pestes, son sólo supersticiones y prejuicios. El peor error que cometen los hombres es querer humanizar a Dios. La voluntad de Dios es el santuario de la ignorancia.

Hay que entender como sabio, no admirar como necio, aunque te llamen hereje o impío. No hay Bien, Mal, Orden, Confusión, Calor, Frío, Belleza, Fealdad… Pero los necios creen que todo está hecho para ellos y lo llaman Bueno/Malo según su conveniencia.

El fatalismo de Spinoza recuerda a los antiguos estoicos. “Las cosas no han podido ser producidas por Dios de ninguna otra manera y en ningún otro orden que como lo han sido”. La perfección debe estimarse por su propia naturaleza y potencia y no porque ofenda/deleite, convenga/repugne a los hombres.


Dios es la única sustancia, es lo único que hay, y por lo tanto es lo mismo que la naturaleza. Por eso Spinoza dice: Deus sive natura, Dios o la naturaleza. No hay diferencia entre ellos. Y de ahí se desprende que no hay creador ni creación. Hay natura naturans (activa) y natura naturata (pasiva). La primera es en sí y se concibe por sí sub especie aeternitatis. La segunda se sigue de la necesidad de la naturaleza de Dios, de cada uno de sus infinitos atributos, de todos los modos de sus atributos, que son en Dios y sin Él no pueden ser ni concebirse. De aquí el concepto de inmanencia: Dios es la suma total del universo natural.

Del fatalismo y el estoicismo se sigue el determinismo: el hombre se cree libre, pero no lo es. Está determinado por la naturaleza. No puede perturbarla, sólo seguirla. Sin embargo, paradójicamente, “el deseo es la esencia del hombre”. Los afectos, que son acciones y pasiones, siguen la misma necesidad y fuerza de la naturaleza. Pero como “cada cosa busca perseverar en su ser”, el hombre ha de vivir entre acciones y pasiones. Lo más sabio es tratar de moderar y restringir las pasiones para ser activos y autónomos; y seguir las ideas adecuadas, que surgen de la propia naturaleza, en vez de las inadecuadas, generadas por las pasiones.

Spinoza no es tan estoico como para negar la bondad del gozo o placer, al que llama laetitiae, porque aumenta la capacidad de acción y conduce a la mente a la perfección por una causa externa. El dolor es tristitiae, un estado menor, más alejado pero no ajeno a la perfección. El amor es alegría con conciencia de causa, y el odio es tristeza con la misma conciencia.

La libertad es igual a la sabiduría. El ignaro deja de ser en cuanto deja de padecer. El sabio nunca deja de ser, siempre está contento. Pero llegar a ese estado no es fácil. Por eso, “todo lo excelso es tan difícil como raro”.

No hay creación ni creador. Dios es infinito y eterno. La eternidad es condición esencial para poder experimentar el infinito. No hay principio ni fin, la naturaleza siempre estuvo, está y estará ahí. La naturaleza no es menos que Dios porque éste la haya creado, es lo mismo que Dios. Si humanizamos a Dios, necesitamos principio y fin, vida y muerte, pecado y castigo. El libre albedrío es una ilusión inevitable, porque somos natura naturata, venimos de lo perecedero y volvemos a ello, y creemos que todo es así, porque es lo único que conocemos.


El deseo es la esencia del hombre, y es el origen de todo el sufrimiento. Pero la conciencia de un Dios infinito y eterno que a fin de cuentas es idéntico a nosotros puede liberarnos de ese dolor. O al menos aliviarlo. Aunque un buen estoico no quiere aliviar ningún dolor ni consolarse de nada. No busca la Consolación de la Filosofía, como Boecio mientras esperaba al verdugo. Tan sólo permanecer imperturbable ante la fatalidad, implacable pero necesaria, de la naturaleza. Más allá del bien y del mal.
 
Todo eso y más podemos encontrar en Spinoza, alias el marrano de la razón. Para terminar, quisiera incluir aquí una breve digresión tomada del blog que escribía cuando trabajaba en la UCSAR. Para mis nuevos lectores, siempre muy escasos, siempre cuatro gatos.

La rosa de Spinoza


Spinoza colocaba este sello lacrado en toda su correspondencia. Las siglas B D S valen por Baruch de Spinoza. Vemos una rosa y la palabra latina "Caute" (cuyo significado es cuidadosamente, con cautela), que supuestamente era el lema de Spinoza, aunque fue siempre violado por él. Primero al hacerse expulsar por sus correligionarios judíos, y luego al tomar y expresar posiciones revolucionarias ante la religión y la política, a pesar de no contar con aliados poderosos que lo protegieran.

 
Colocar enigmas en sellos y/o escudos era una costumbre muy medieval. Se han sugerido varias interpretaciones para el sello de Spinoza. Según una de ellas, el hecho de que la rosa tenga espinas hace que sea "spinosa." Combinando esto con el ¿adverbio? Caute, el enigma podría interpretarse como Cavete Spinosam, o "Cúidense de Espinoza," o "Cuidado, esto es de Spinoza," dando a entender que el contenido de las cartas era peligroso de leer. Como se sabe, a Spinoza lo perseguían los católicos, los judíos y todos los fundamentalistas de su época. Deliberadamente se quedó solo ante todas las jaurías.


Otra interpretación es que Spinoza recomendaba mantener su filosofía sub rosa o sub silentio para evitar una inútil exposición al odio, la controversia y la persecución. Ambas interpretaciones tienen sentido y me parece que no se contradicen.


(Epistolario de Spinoza, Colihue, Buenos Aires, 2007).