lunes, 16 de noviembre de 2020

De esclavos sin amo y tiempo sin historia

 


Ya sacaron a Trump. Los mass media se aliaron con las mega-tecnológicas y lo fuñeron. La primera parte del complot ha tenido éxito: los políticos vuelven a politiquear y los magnates vuelven a “magnatear” (es decir, a manejar sus marionetas políticas tras bastidores). Zapatero a sus zapatos: una vez más triunfa la división del trabajo, uno de los tres pilares de la alienación colectiva, junto con la propiedad privada y la producción de mercancías, como diría el gran Ludovico Silva. No nos extrañe que el día de hacer cola para la vacunación masiva de la humanidad y poner fin a esta etapa del corona-culebrón esté muy próximo. Ya Pfizer dijo que su vacuna está al 90%. Pero dejémonos de complotismo y teorías conspirativas y hablemos de filosofía. 

Alexandre Kojève

Ya había dicho en otra parte que la primera vez que sentí que 1) entendía a Hegel y 2) que me gustaba lo que entendía fue cuando miré la cuestión a través de las gafas de Alexandre Kojève. Hace poco volví a leer un artículo sobre este enigmático pensador ruso, firmado por (un tal) Greg Johnson, donde se afirma que Kojéve es quizás el filósofo más influyente del siglo XX, pero al mismo tiempo es el menos conocido y comentado. Esa reticencia ante la fama hace que su figura me resulte todavía más atractiva. 

Pero antes de entrarle a Kojève, vale la pena revisar parte del retrato de Greg Johnson que presenta Wikipedia: se trata de un representante de la “nueva derecha” (o alt-right) y connotado defensor del llamado nacionalismo blanco que, según él, no es lo mismo que el supremacismo blanco, ya que los nacionalistas blancos propugnan la creación de estados nacionales étnicos, y consideran nefasta la convivencia de diversas etnias en el mismo estado (donde la obvia superioridad del blanco lo llevaría a oprimir a las otras razas). A Johnson y sus compañeros alt-right les preocupa la “negrización” de Occidente y quieren proteger a la raza blanca del riesgo de extinción que, en su opinión, corre actualmente. Se oponen a ultranza al concepto de multiculturalismo. Supongo que cuando oyen hablar de un estado plurinacional se les revuelve el estómago. En fin, ellos son blancos y se entienden.


 

Yo ni siquiera soy blanco, y si me invitan a salvar la raza blanca amenazada por judíos, musulmanes, negros y chinos, sólo diría que los blancos ya causaron bastante daño y es sólo justo que ahora les toque a ellos. Pero ser blanco o negro o simpatizante de Hitler o sionista o miembro de la derecha alternativa o de ANTIFA no le impide a nadie ser una persona inteligente capaz de hacer un planteamiento interesante. Creo en la tolerancia, siempre que me toleren a mí también. Y también creo que Francia nunca habría ganado el mundial de fútbol si no hubiera empezado a incluir jugadores negros y árabes en su selección nacional. Pregúntenle a Zidane y a Thierry Henry. En lo que sí no creo es en derribar estatuas de Colón ni de Robert E. Lee (ni en reemplazarlas con las de Guaicaipuro y Muhammad Ali). 

Selección nacional de Francia

Volviendo a Hegel, el primer obstáculo, la primera trampa en que caen muchos es la ciénaga de su escabrosa jerga filosófica en lengua alemana; lo que sin embargo no es un problema para el gran políglota y supremo traductor que es Alexandre Kojève. A partir del desciframiento del código es posible la interpretación o hermenéutica, término que tiene que ver con Hermes, el dios-mensajero que sabe la clave de todos los enigmas. 

En este caso, el enigma a develar es el manoseado concepto del “fin de la historia”. A los que creen que se le ocurrió a un tal Francis Fukuyama en la década de los noventa, Kojève les recuerda que en realidad fue una creación del cerebro de Georg Wilhelm Friedrich Hegel mientras escribía La fenomenología del espíritu en 1806, escuchando a lo lejos los cañonazos de la batalla de Jena. Esta famosa victoria de los ejércitos revolucionarios de Napoleón Bonaparte significó la destrucción definitiva del Primer Reich alemán, el Sacro Imperio Romano-Germánico fundado por Carlomagno mil años antes. 

Según la interpretación de Kojève, Hegel cree que la historia termina ahí porque después de la batalla de Jena ya fue imposible impedir que los principios de libertad e igualdad de la Revolución Francesa se impusieran en Europa y gradualmente en el resto del mundo. Es el fin de la historia porque lo único que puede pasar después del hito marcado por la batalla de Jena es que el mundo se integre progresivamente hasta formar una sola cultura irremediablemente homogénea. 

Hegel cabeza abajo

 

Ese habría sido el sentido de la historia: que llegáramos en nuestra autoconciencia a entender que todos somos libres e iguales. Después de eso, sólo queda llevar el evangelio del fin de la historia al resto del mundo. Por eso todo lo que pueda ocurrir después de la batalla de Jena es post-histórico. Junto con el fin de la historia ocurre también el fin de la cultura, ya que la historia no es más que el recuento de las culturas y sus transformaciones. 

Con el fin de la historia y de la cultura, será inevitable (y deseable) el establecimiento de un estado universal y homogéneo, uniforme y plácido, fundamentado en el reconocimiento de que todos somos libres e iguales; dentro del cual todos seremos felices y estaremos satisfechos. No importa que en consecuencia dejemos de ser humanos, pues el hombre es un ser histórico, y con el fin de la historia también se acaban todos los rasgos que distinguen a nuestra especie del resto del reino animal. 

El estado universal post-histórico quiere que seamos autómatas, con necesidades pre-satisfechas y placeres pre-programados a nuestra disposición. Los desadaptados se someten con drogas y electroshocks, los adaptados con deportes, sexo, arte conceptual. Los filósofos que entienden la necesidad del fin de la historia y de la cultura y sus aliados los tecnócratas (y los militares) se ocupan de controlarlo todo tras bastidores, sin llamar demasiado la atención. 


 

Pero este mundo de seres libres e iguales asemeja una distopía: la visión del fin de la historia no es capaz de inspirar pensamientos hermosos ni elevados, es más bien antipática, desagradable, perturbadora, aterradora. Para Kojève el fin de la historia es el fin del hombre humano, y los hombres-masa se convierten en bestias, o para decirlo de otra manera, en esclavos sin amo

El burgués es un esclavo sin amo, capaz de cualquier traición con tal de vivir cómodamente, carente de ideales por los cuales valga la pena luchar y morir. Esta es una situación nada atractiva: ¿quién puede entusiasmarse ante la perspectiva de un mundo de cobardes satisfechos? ¿Para eso hemos hecho arte y filosofía, revoluciones y utopías, hemos decapitado reyes para terminar en este estado lamentable?


 

La tesis filosófica que nos presenta Greg Johnson, su explicación hermenéutica, es que Kojève en realidad no es un seguidor de Hegel, sino de Nietzsche. Y no hay nada más opuesto a la cobardía organizada de Hegel que la “filosofía a martillazos” de Nietzsche. En la visión de Hegel, la historia es lineal. Empezamos siendo brutos prehistóricos, luego nos dejamos guiar por la autoconciencia, y cuando alcanzamos la meta de ser libres e iguales, la historia termina y punto. 

Pero en la visión de Nietzsche, la historia es cíclica, y empieza con la vitalidad del bárbaro entusiasta, que es previa a la autoconciencia. Este bárbaro primigenio impulsado por su energía juvenil se va refinando gradualmente gracias a (o por culpa de) la cultura. Al principio la cultura es necesaria para enriquecer la vida, pero con el tiempo se vuelve decadente y enferma, y degenera hasta el punto en que obliga a la gente a corromperse, paralizada por un exceso de reflexividad y desprovista de ideales y virtudes. 

Cuando la corrupción se generaliza, todo se derrumba: una sociedad de corruptos no puede sostenerse a sí misma. Y la manera de liberarse de esta degeneración es retornando al barbarismo, con lo cual se recupera el impulso vital perdido, y la historia vuelve a comenzar. Ya los bárbaros están entre nosotros, listos para lanzarse al asalto. Volverán a caer los muros de Roma, y los ingenuos salvajes triunfantes (los nuevos amos) volverán a ser gradualmente engatusados por la cultura; pero antes pasará un milenio por lo menos. 


 

Su interpretación de Hegel hizo que Kojève llegara a ser el más influyente intelectual de su tiempo. En los legendarios seminarios que dictó entre 1936 y 1939 inculcó el veneno de la dialéctica hegeliana a los mayores forjadores de ideología política tanto de la derecha como de la izquierda en la Europa previa a la II Guerra Mundial. Y esas figuras influyeron a su vez en la generación de la posguerra.

También es muy interesante comprobar que todos estos gigantes intelectuales, las mayores celebridades en el campo de la filosofía, la política, el arte, la psico-sociología, todos ellos directa o indirectamente influenciados por Kojéve, son también anti-kojevianos. Porque el maestro había logrado que sus discípulos aborrecieran su visión distópica de la modernidad y su ambigüedad hegeliano-nietzscheana, de la cual Kojève, poseedor de una prodigiosa inteligencia maquiavélica que lo llevó a ser el segundo hombre más importante en Francia después de Charles De Gaulle, estaba perfectamente consciente. 

Derrida, Deleuze, Barthes: kojevianos antikovejianos

 

Kojéve se convirtió después de la guerra en el auténtico cerebro organizador y arquitecto de lo que primero se llamó Comunidad Económica Europea y actualmente Unión Europea. El hombre que había empezado vendiendo jabón en el mercado negro después de la revolución bolchevique en Rusia, que se convirtió en estalinista en la cárcel donde lo mandaron por bachaquero —pero eso sí, estalinista de limusina, ya que nunca dejó de ser un bon vivant, un chico de buena familia pudiente inclinado al hedonismo— aparecía finalmente convertido en la figura política más influyente de Francia y de toda la Europa capitalista. 

Pero los servicios secretos franceses siempre sospecharon que Kojève les pasaba información a los soviéticos. ¿Lo hacía porque creía que ambos bandos de la guerra fría eran a fin de cuentas básicamente lo mismo —encarnaciones del mismo poder en diferentes circunstancias históricas? ¿O porque sentía que, como Hegel, había llegado a alcanzar una sabiduría absoluta que lo colocaba más allá del bien y del mal, como superhombre, o como Dios mismo? Lo cierto es que tuvo el mejor final que un hombre puede desear: murió de un infarto fulminante a los 66 años (1902-1968) cuando estaba todavía en plena actividad y gozando de toda su lucidez.

Bibliografía:

Greg Johnson, "Alexandre Kojève and the End of History" | Counter-Currents Publishing /  https://www.counter-currents.com/2018/09/alexandre-kojeve-and-the-...