domingo, 16 de febrero de 2020

El taparrabo del Demiurgo

Este ensayo es para cumplir con una de las materias del doctorado del CNH. Aunque empieza un poco flojo, se va poniendo mejor más adelante, y hacia el final se pone bueno. Espero que les guste y hasta puede ser que alguien aprenda algo.


LAS CRISIS DE LA MODERNIDAD
PEDRO LEONARDO GONZÁLEZ SILVA
La modernidad es una crisis en sí misma: nace de una conjunción de crisis y provoca múltiples otras. La crisis forma parte de la propia definición o naturaleza de la modernidad. Por eso, hablar de “crisis de la modernidad” es prácticamente un pleonasmo (o quizás una tautología). Es como decir lo mismo dos veces.
¿Pero qué se entiende por modernidad? Definitivamente no es un término unívoco ni inequívoco. Si hablamos de modernidad en un sentido histórico[1], según la tradicional división de la historia que nos enseñan en la escuela, la Edad Moderna viene después de algo que se llamó la Edad Media, la que a su vez reemplazó a un período anterior conocido como la Antigüedad, que terminó con la caída de Roma en el siglo V DC. Pero aquí hay que detenerse para hacer una consideración crítica: ¿puede decirse de una manera clara y sin ambigüedad que un determinado suceso ocurrido en un cierto lugar y un cierto tiempo representa el fin de una era y el comienzo de otra? La respuesta es que seguramente los cambios epocales son un proceso, probablemente largo, que puede demorar siglos en concretarse. La humanidad no despierta simplemente un buen día viviendo en una nueva era. Los sucesos que marcan “el fin de una era” tienen un valor sobre todo simbólico. 
 
Gutenberg y su imprenta

Varios sucesos pueden servir de marcadores simbólicos del inicio de la Modernidad: algunos señalan el año 1436, cuando Gutenberg empezó a usar la imprenta de tipos móviles, una revolución en sí misma que hizo posible la difusión del torbellino de ideas que estaba por venir. Tradicionalmente se ha dicho que la Edad Moderna comienza el 29 de mayo de 1453, con la toma de Constantinopla por los turcos, un hecho que representaba una amenaza mortal para la Europa cristiana. Otros se inclinan por el viaje de Colón en 1492, después del cual América sería absorbida por Europa y empezaría la  tercera globalización de la historia[2].  Pero muchos también señalan la Reforma luterana iniciada (después de un largo proceso, por supuesto) en 1517, cuyos efectos revolucionarios se magnificaron en buena parte gracias a la imprenta de Gutenberg; o el fin de la Guerra de los 30 Años en 1648 (la famosa Paz de Westfalia); o las guerras civiles inglesas de esos mismos años; o la Revolución de 1776 que creó a Estados Unidos; o la propia Revolución Francesa, producto por excelencia de la Ilustración europea. O las campañas de Napoleón, que según Hegel señalan el Fin de la Historia. Y no hay que olvidar el nacimiento de la Ciencia Moderna (Kepler, Copérnico, Newton…) a mediados del siglo XVII, preludio de la Revolución Industrial del siguiente siglo… Aunque, según otros, no se puede hablar propiamente de modernidad sino hasta finales del siglo XIX.[3]

Las potencias europeas (y Japón) se reparten China
 Ciertamente, con la Modernidad se inicia la hegemonía mundial de Europa, que dejaría de ser una mera península de Asia, un sub-continente aislado y asediado, para convertirse por fin en el centro de la historia, pero sólo después de que la Revolución Industrial le otorgase el absoluto dominio tecnológico y armamentista necesario para someter y humillar a una potencia como China[4] tras las Guerras del Opio, a mediados del siglo XIX. Ya para entonces las naciones mediterráneas católicas que habían iniciado la llamada “Era de los Descubrimientos” (España y Portugal) habían entrado en decadencia, y el predominio lo tenían los países germánicos, del centro y norte europeo, mayormente protestantes. El racismo y el colonialismo sobre los que se asienta esta Europa racionalista, industrializada y conquistadora, encuentran su basamento filosófico en las grandes figuras del pensamiento europeo a partir del siglo XVII. Nos referimos especialmente a Descartes (a quien podemos considerar como pre-moderno), Kant (plenamente moderno) y Hegel (pionero del postmodernismo). 

Marc Bloch recomienda que al hacer historia se busque siempre primero al hombre, porque es imposible entender los hechos o las ideas de los hombres sin conocer antes a estos en el contexto de su época. Si la historia es ante todo la ciencia de los hombres en el tiempo, entonces el método usado generalmente en las escuelas de filosofía, que suele ser la lectura de los textos de algún filósofo sin antes presentar al hombre enmarcado en su época, es un fracaso garantizado. Trataré de ser fiel a este principio en la exposición que sigue.


René Descartes era el hijo de un burgués, lo bastante rico para permitirle estudiar en la mejor escuela de Europa en aquel momento: el Colegio La Fléche, de los jesuitas. Enrique Dussel en un artículo un tanto pretencioso[5] quiere desmontar la idea de que Descartes fue “el primer pensador moderno”, como dicta el consenso académico. Presenta a un Descartes fuertemente influenciado por la disciplina subjetivista y los ejercicios espirituales de los jesuitas, que eran ya profundamente modernos y comprometidos en interminables polémicas con el statu quo medieval. De hecho para Dussel el primer gran pensador moderno no es Descartes, sino el fraile dominico Bartolomé de las Casas, que un siglo antes había presentado un “discurso crítico de la Modernidad”, en el que denunciaba sus excesos, crueldades y nociones tan extremistas como aquella de que los indios “no eran gente”, “no tenían alma”. Cuando Bartolomé refuta la pretendida superioridad de la cultura occidental y devela la barbarie del proceso pretendidamente “civilizatorio” moderno, se convierte en el primer crítico de la Modernidad, cuando ésta apenas hacía su aparición en la historia. La postura lascasiana de defender el derecho de los indígenas a su propia religión y cultura, a las cuales sólo podrían renunciar por obra de la persuasión y no de la fuerza, trasciende la Modernidad y anticipa los mejores principios de tolerancia e interculturalidad de nuestro tiempo. 

 En todo caso, Descartes era un caballero despreocupado que no tenía necesidad de trabajar, y que un buen día, cómodamente instalado en su habitación, decidió deconstruir todo lo que le habían enseñado y poner en duda cada una de sus opiniones y percepciones, hasta que su mundo quedó reducido a la indudable existencia de “una cosa que piensa”, que desde luego era él mismo. Así fue el nacimiento del racionalismo, esa modernización del idealismo platónico que se oponía a la otra gran tendencia de su tiempo: el empirismo, asociado a Francis Bacon, propulsor de una filosofía más afín con el desarrollo de la ciencia experimental y materialista que iba tomando cuerpo por aquellos años. El racionalismo solipsista cartesiano todavía tenía sus raíces en el Medioevo y en San Agustín y San Anselmo, de ahí que Descartes, luego de haber dudado de todo y haberse despojado de todo, empieza su viaje de regreso de la duda absoluta reafirmando la existencia de Dios. 

Cogito ergo sum
Ahora bien, desde el punto de vista del presente, y asumiendo otro concepto de Marc Bloch, según el cual no puede comprenderse bien el pasado sin entender antes el presente (y viceversa), hay dos aspectos de la aventura de Descartes que debemos tomar en cuenta: primero, la consubstancialidad de la Modernidad tanto con el capitalismo como con el colonialismo; y segundo, la vigencia del constructo ideológico que Ramón Grosfóguel[6] llama colonialidad, que se nos inculca a los que vivimos en el mundo “periférico” —compuesto de colonias y excolonias europeas— por medio de una educación eurocéntrica (o euro-nostálgica) cuyo propósito es hacernos sentir como personajes secundarios de la historia, sometidos a un orden mundial superior impuesto desde las antiguas metrópolis coloniales y actualmente desde lo que llamamos “Occidente”, entidad cuyo centro se ha desplazado desde Europa hacia el hegemón del presente, los Estados Unidos de América. Con esto en mente, si queremos entender el fenómeno de la Modernidad desde nuestra posición de latinoamericanos pensantes (y no de indios “sin alma”), debemos empezar por comprender que modernidad y colonialidad son dos caras de la misma moneda. 
Ramón Grosfóguel en Dossier
 En la visión crítica de Grosfóguel, Descartes inicia con su cogito ergo sum una “ego-política del conocimiento” que otorga al hombre occidental la capacidad de producir un conocimiento eterno e infinito que es equivalente al “ojo de Dios”. Es interesante reproducir aquí el siguiente comentario del puertorriqueño Grosfóguel:
Esta arrogancia está en la base de los proyectos imperiales y las ciencias sociales occidentales que reproducen un racismo epistemológico donde la tradición de pensamiento de los hombres occidentales es representada como superior y todo conocimiento que provenga de epistemologías y cosmologías no-occidentales es considerado como inferior.
Y es que así es la Modernidad: una era marcada por la crueldad y la intolerancia. Nunca hubo tantas quemas de brujas o de herejes como en el siglo XVII. La conquista de América produjo en Europa una prosperidad sin precedentes gracias a un saqueo implacable y un genocidio justificado por el racismo y el supremacismo cultural: el mundo estaba en pugna entre la raza blanca europea, la única civilizada, y los salvajes que estaban ahí (como representantes de un Dasein pasivo e indolente) esperando recibir las ventajas de la civilización a costa de la explotación más descarada y el despojo de unos recursos naturales que eran incapaces de utilizar y que por lo tanto no merecían tener. Aventureros sin entrañas y traficantes de esclavos se lanzaron a saquear el mundo, despachando a tiros y cañonazos la resistencia de los nativos inferiores que perdían todas las guerras. El capitalismo se imponía por doquier, asombrando a todos con los adelantos de la técnica mientras destruía todo el basamento cultural y religioso del mundo para imponer el único culto posible: el del dinero. El puritanismo imponía una tiranía religiosa que bendecía la prosperidad económica como única prueba de la gracia de un Dios identificado con el Espíritu del Capitalismo. La ciencia moderna prometía un progreso brillante mientras destruía toda manifestación de espiritualidad y servía como justificación ideológica de un laicismo feroz que desestabilizaba los valores de todas las culturas tradicionales. El individuo racionalista y calculador de Descartes, que veía al alma como “el fantasma dentro de la máquina” y a sus semejantes como un montón de sombreros caminando por la calle, era la encarnación perfecta del hombre que necesitaba esta nueva era despiadada y sin escrúpulos. 


Entretanto, en sus salones de clase de Königsberg, Immanuel Kant buscaba conciliar el racionalismo y el empirismo. A diferencia de Descartes, Kant venía de una familia humilde, y en consecuencia sí que estaba obligado a trabajar. Toda su vida fue profesor, primero Privatdozent y luego funcionario público, inaugurando así la era en que todos los filósofos serían profesores, cultores de una especialidad académica más. El ordenamiento estricto de su vida llegó a ser proverbial: se dice que los habitantes de Königsberg (de cuyas inmediaciones no salió nunca) ponían sus relojes en hora cuando veían que pasaba Kant en su diario paseo, siempre por el mismo sitio a la misma hora. También se dice que, como nunca se casó, nunca pudo conocer “la cosa en sí”.

Es fácil hacer bromas sobre el rutinario y morigerado profesor Kant, pero hay que reconocer su honestidad intelectual. Siendo un convencido idealista trascendentalista, permitió que el escéptico David Hume lo despertara de su “sueño dogmático” y lo guiara en su Crítica de la Razón Pura, ese monumento de 800 páginas o más que sigue intimidando a todos los estudiantes de filosofía. Si bien admitió el fracaso de su intento de sintetizar racionalismo y empirismo, también se dejó influenciar por el sentimentalista pre-romántico Juan Jacobo Rousseau, que lo despertó de su otro sueño dogmático en el campo de la moral. 

El Buen Salvaje sometido
 La lectura del Emilio de Rousseau sacudió las sistemáticas costumbres de Kant, alteró la rutina de sus famosos paseos, y le hizo comprender que la dignidad del hombre no se funda en el conocimiento sino en la vida moral, abriendo las puertas a la Crítica de la Razón Práctica.[7] Aunque Kant no podría jamás convertirse en un revolucionario como Rousseau —el héroe de Robespierre, cuyos libros habían sido quemados en la plaza pública por el Ancien Régime— el ginebrino le inspiró para dejar de lado la Razón Pura y buscar en la Razón Práctica respuestas a las cuestiones fundamentales que ya se había planteado: Dios, la libertad y la inmortalidad. 
 
Las posiciones políticas y el pesimismo conservador de Kant coincidían originalmente con las nociones de Thomas Hobbes, para quien “el hombre es el lobo del hombre”, y la libertad y el estado de naturaleza son peligrosos e indeseables, porque conducen a la “guerra de todos contra todos”. Pero Rousseau le hizo aceptar la posibilidad de que el hombre nace libre, y que justamente el contrato social que sustenta la sociedad civil, junto con la tiranía y desigualdad producidas por el gobierno supuestamente racional, son la verdadera causa de su degeneración. Mientras Hobbes y Kant creen en la perversidad de la naturaleza humana, Rousseau es un “pesimista cultural” que defiende la pureza del estado natural del hombre, la cual es incompatible con la corrupción inherente a la sociedad civil. La pasión que desbordaba el pensamiento rousseauniano invadió y cambió para siempre la austeridad y el estilo pietista de la filosofía crítica, llevando a Kant a aceptar los límites de la razón y a plantearse el ideal de la libertad ante la realidad de la naturaleza. 

Hume y Rousseau no son los únicos invitados a la inauguración de la nueva filosofía crítica de Kant: el otro que es recibido con alfombra roja es Isaac Newton. Kant está totalmente deslumbrado por los logros de la física matematizada de Newton. Los famosos juicios sintéticos a priori son prácticamente nichos filosóficos donde instalar cómodamente las nuevas leyes y fuerzas newtonianas. Esta cohabitación engendrará posteriormente el positivismo de Augusto Comte. En suma, sin salir de Könisgberg, Kant pudo crear un nuevo corpus filosófico que se extenderá en el tiempo y en el espacio: el mismísimo Michel Foucault dirá más de un siglo después que él no era ni postestructuralista ni postmoderno, sino un crítico histórico de la modernidad, un ontólogo crítico firmemente enraizado en la tradición filosófica de Kant.[8]

 
Kant muere en 1804, y sus herederos inmediatos son dos monstruos que darán mucho de qué hablar: por una parte, tenemos a Arthur Schopenhauer, el filósofo de la lengua viperina que insospechadamente traería el pensamiento hinduista a Occidente con su Mundo como Voluntad y Representación. Y por otra parte, en 1807 aparece la Fenomenología del Espíritu[9] del inefable Georg Wilhelm Friedrich Hegel. 

¡Oh, Hegel! Tengo que decir que a mí me enseñaron a odiarlo. Cuando estuve en la Escuela de Filosofía de la UCV, me aplicaron el consabido método de ponerme a leer un fragmento de una traducción quizás infame de la Fenomenología, apoyada en la interpretación de ciertos individuos que realmente no entendían mucho de nada. Y aquel estilo deliberadamente enrevesado y oscuro me parecía pura charlatanería, lo que se llama un galimatías. Posteriormente descubrí los escritos de otra gente que también odiaban a Hegel, especialmente Schopenhauer y Bertrand Russell, y sinceramente encontré más interesantes sus burlas y descalificaciones que los argumentos de los que lo defendían. No resisto la tentación de citar un par de estos insultos:
“Cuando te sobrevenga el desaliento, piensa tan solo que estamos en Alemania, donde ha sido posible lo que en ningún otro lugar nunca habría podido suceder; a saber, que un vulgar e ignorante filosofastro, que embadurna el papel con necedades y que echa a perder por completo y para siempre las mentes con su huera palabrería, me refiero a nuestro encarecido Hegel, haya sido proclamado a los cuatro vientos como un profundo pensador. Y no sólo han podido hacerlo impunemente y sin ser objeto de todas las burlas, es que encima se lo creen, ¡se lo creen desde hace nada menos que 30 años!”

“… la filosofía, si es que todavía se la puede llamar así, fue cayendo cada vez más bajo, hasta que finalmente alcanzó el mayor grado de envilecimiento con Hegel, ese producto de los despachos ministeriales. Éste, a fin de echar por tierra la libertad de pensamiento lograda gracias a Kant, convirtió a la filosofía, la hija de la razón y futura madre de la verdad, en instrumento para los fines del Estado, del oscurantismo y del jesuitismo protestante. Y para ocultar su oprobio, y provocar al mismo tiempo el mayor entontecimiento posible de las inteligencias, cubrió todo eso bajo el manto de la más huera palabrería y de los galimatías más absurdos jamás oídos, al menos fuera de los manicomios.”[10]
Y así me reía yo de los que se tomaban en serio al viejo Perro Muerto de Hegel. Hasta que el día miércoles 14 de febrero de 2020, mientras investigaba para terminar este ensayo, hice un descubrimiento que abrirá nuevas puertas para mí y que me tendrá ocupado en nuevas lecturas que no hubiera sospechado hace una semana. Me refiero a la obra del ilustre iluminado Alexandre Kojève, un personaje del que nadie nunca me había hablado y que tuve que encontrar por mi cuenta. Como todo lo que vale la pena en este mundo. 

Alexandre Kojève
 Nacido Alexander Vladimírovich Kojevnikov en Moscú en 1902, era pariente cercano —unos dicen que hermanastro, otros que sobrino— del famoso pintor Kandinsky. Aunque simpatiza con la revolución bolchevique, se mete en problemas, es encarcelado y tras una serie de aventuras finalmente emigra a Francia, donde afrancesa su nombre a Alexandre Kojève. Antes estudia filosofía en Alemania con Karl Jaspers y gracias a sus investigaciones sobre el budismo —efectivamente, la única religión atea— aprende chino y sánscrito. Además de su nativo ruso habla alemán, francés e inglés. Tras heredar un dinero, lo dilapida dedicándose al libertinaje en París. Forzado a buscar trabajo, logra por medio de sus contactos emplearse en la École Pratique des Hautes Études de Paris, donde entre 1933 y 1939 dicta un seminario que se ha hecho legendario, llamado Introducción a la Lectura de Hegel.[11]
 
Nadie sabe muy bien qué ocurría en ese seminario que se reunía todos los lunes a las cinco y media de la tarde, excepto que el profesor era Kojève y los estudiantes eran el matemático Raymond Queneau, que luego reunió y publicó las notas tomadas durante el seminario, más una lista de asistencia donde figuraban André Breton, Jacques Lacan, Raymond Aron, Georges Bataille, Roger Caillois, Maurice Merleau-Ponty, Jean Hyppolite y otros del mismo calibre. Parece que no invitaron a Jean Paul Sartre, pero éste estaba muy pendiente de lo que se discutía ahí. ¿Y qué era eso? Pues nada menos que la Fenomenología del Espíritu, línea por línea y párrafo por párrafo. En palabras de Grieco (citado a pie de página):
…los asistentes escuchaban una interpretación marxista y atea de Hegel, centrada en la satisfacción del deseo antropógeno de reconocimiento, en la lucha a muerte entre el amo y el esclavo, en el pasaje de la filosofía del “yo pienso” cartesiano al “yo deseo”. Y allí se reconocían marxistas, surrealistas, fenomenólogos, existencialistas, el primer lacaniano –que unirá psicoanálisis y estructuralismo–, y otros pensadores independientes.
Tras haber bajado de Internet el libro titulado La dialéctica del amo y el esclavo, compilación de una parte del ya mencionado seminario, puedo decir que por primera vez he leído una traducción de un texto de Hegel que en primer lugar he comprendido, y en segundo que me ha gustado. Por supuesto, lo primero es condición necesaria (aunque no suficiente) para lo segundo. Quisiera anotar mis primeras impresiones, dejando constancia de que aún tengo pendiente la tarea de seguir profundizando esa lectura.


Los pensadores de la Edad Media iniciados en la ciencia hermética escribían en un lenguaje deliberadamente críptico para que sus enseñanzas sólo pudieran ser captadas por los pocos que tuvieran la capacidad hermenéutica de dilucidar aquel aparente disparate. Lo mismo ocurría con los trovadores del legendario Languedoc, cuya audiencia tenía que encontrar (trouver) el significado oculto en aquella poesía. Bajo la guía de Kojève, el texto de Hegel revela un significado que no puede ser accesible a cualquier “transeúnte apresurado”. El necesario primer paso es una traducción precisa, que no se deje intimidar por la complejidad de la terminología ni por el léxico y la sintaxis difíciles de la lengua alemana. Una vez superado este escollo, se abre la posibilidad de la interpretación

Pero tampoco hay que dejarse apabullar por Hegel y Kojève: es bueno conservar el sentido crítico y advertir la continuidad de la famosa línea del pensamiento idealista (señalada entre otros por Michel Onfray[12]) que va desde Platón, pasando por San Agustín, Descartes, Kant y terminando en Hegel. Este último se identifica obviamente con Platón (y con Heráclito “El Oscuro”) y se complace en expresarse por medio de alegorías y mitos. Hay un mythos y un logos tanto en la Caverna platónica como en el Amo y el Esclavo hegeliano.

Cuando Kojève habla de Hegel sentado en su escritorio, oyendo a lo lejos los cañonazos de la batalla de Jena, no puedo dejar de recordar a Descartes queriendo cambiar el mundo desde su cómoda habitación. Pero Hegel pone todo el énfasis en alegorizar la historia y la dialéctica por medio de dos figuras opuestas, a modo de tesis y antítesis. El Amo es un guerrero que no teme arriesgar su vida por un Ideal que lo pone por encima de la mera necesidad animal, mientras que el Esclavo se somete por temor a perder su vida. Pero el Amo necesita el reconocimiento del Esclavo para poder ser Amo, mientras que el Esclavo paradójicamente se dignifica trabajando al servicio del Amo. El pensamiento al modo cartesiano no es nada sin el deseo de reconocimiento (el deseo de lo deseado, el deseo de lo que otros desean, el deseo de prestigio), inútil desde el punto de vista biológico; pero ese deseo es lo que crea la autoconciencia que diferencia al hombre del animal. 


La alegoría da para diversas interpretaciones: el Amo se apoltrona, se vuelve dependiente y predecible, mientras el Esclavo evoluciona gracias al trabajo, se hace cada vez más interesante. El Esclavo desea la libertad, pero el miedo que le caracteriza le impide luchar por ella, y luego de pasar por una etapa estoica y otra escéptica, alcanza cierto consuelo en el cristianismo, que iguala al Amo y al Esclavo como Esclavos ambos de un Amo superior, que ofrece la libertad en la otra vida. La violencia de la Revolución Francesa marca el fin de esta historia de amos y esclavos al ofrecer como síntesis la igualdad de todos bajo el rótulo de Ciudadanos, pero Robespierre-Napoleón es el último Amo necesario para llevar a cabo esta redención a fuerza de cañonazos y cargas de caballería. Entretanto, Hegel desde su escritorio decreta el Fin de la Historia.


Este brevísimo resumen desde luego no le hace justicia ni a la complejidad del mito ni a la riqueza de sus posibles interpretaciones. Pero ya que nuestro tema son las crisis de la modernidad, debemos acercarnos a alguna conclusión. La Revolución Francesa es el marcador simbólico del fin de la Edad Moderna: el fin de las monarquías feudales sobrevivientes del Medioevo y del “derecho divino de los reyes”. Si todavía quedan reyes (alguien dijo que sólo los hay en África y en Europa, y no estoy tan seguro de África) son meras figuras decorativas sometidas a un régimen parlamentario dentro de una democracia liberal burguesa. El siglo XIX pertenece por un lado a la burguesía y por otro a la ciencia que no sé si podemos seguir llamando “moderna” que se impuso por doquier. Frente a los logros de un Pasteur, por ejemplo, no queda nada más que hacer salvo quitarse el sombrero.
 
La filosofía buscó acercarse a la ciencia primero a través del positivismo, que pretendió convertirla en una religión. Posteriormente la llamada “filosofía analítica”[13] hizo que la lógica formal dejara de ser un mero “organon” o instrumento o herramienta y se asumiera como único centro de la “verdadera” filosofía, posición que llegó a sus extremos con el “positivismo lógico”. Por otra parte, la filosofía “especulativa” también cerró filas, y con Husserl y sus herederos (siendo Heidegger el más prominente) se refugió en el hermetismo y en las complejidades del lenguaje, como si se tratara de una disciplina diferente. Esta escisión de la filosofía es de hecho una de las grandes crisis de la modernidad. En la misma escuela, los departamentos de lógica y de fenomenología no se hablan ni se entienden entre sí, y realmente usan lenguajes diferentes. 


Se dice que los mayores filósofos del siglo XX son Wittgenstein y Heidegger. El primero escribió su Tractatus Logico-Philosophicus en una trinchera de la Primera Guerra Mundial, con las balas silbando sobre su cabeza. El segundo presentó su Sein und Zeit en los años 20 y terminó apoyando al nazismo en su intento de establecer un gobierno y un sistema político-social-económico de dominio mundial totalitario, enfrentado al sistema igualmente totalitario pero de signo contrario establecido en la Unión Soviética. ¿Podemos ver ese enfrentamiento como otro intento de alcanzar el Fin de la Historia? ¿Tendrían algo qué decirse, alguna forma de comunicarse, cualquier cosa en común, el judío Wittgenstein y el nazi Heidegger? Estas son las grandes crisis no resueltas de la (post)modernidad. 


Enfrentado a este panorama, yo apuesto por la historia. Hay que contar la historia sin tomar partido, sin eludir la complejidad, sin sentirse disminuido por venir de la supuesta periferia del mundo. Acá en los “tristes trópicos” también tenemos historias que contar, crisis que resolver. Según Briceño Guerrero, estamos habitados por tres minotauros que se odian mutuamente y quieren destruirse: el moderno-ilustrado, el criollo-hispano y el indio-africano. ¿Por qué deben odiarse? ¿Por qué no pueden aceptarse y hacer las paces en su laberinto? Yo quiero contar esa historia de fracasos y potencialidades, de orgullos y desprecios. Acá en esa “tierra de horizontes abiertos donde una raza buena ama, sufre y espera”.


[1] Porque tendría un sentido diferente si hablásemos por ejemplo de arte. El “arte moderno” como tal nace con el Impresionismo, hacia los 1870, según el consenso generalizado.
[2] Atilio Borón dice que la primera globalización de la historia fue el cristianismo, la segunda fue el Islam, la tercera la iniciada por Colón, y en nuestros días vivimos la cuarta oleada de la globalización. Un punto de vista ciertamente discutible.
[3] Extrapolando estos criterios, es interesante preguntarse: ¿cuándo empieza la Modernidad en Venezuela? Pareciera que el suceso marcador en nuestro caso no es otro que la muerte de Juan Vicente Gómez en 1935. Por supuesto, aquí también hubo un proceso previo con dos hitos importantes: la creación de una nueva institucionalidad en el país gracias al fin de las guerras civiles y el surgimiento de la industria petrolera, que marcó el fin de la Venezuela predominantemente agrícola. Pero sólo después de la muerte de Gómez fue posible una nueva etapa que realmente merece llamarse de “modernización” del país.
[4] Y tenía que ser precisamente China, que siempre le había llevado una delantera de siglos a Europa; la nación que había producido todos los inventos que posibilitaban la modernidad: el papel, la pólvora, la brújula, la imprenta, el comercio internacional globalizado por la Ruta de la Seda, y hasta los espaguetis.
[5] Dussel, E. Meditaciones anti-cartesianas: Sobre el origen del anti-discurso filosófico de la modernidad. Tabula Rasa, Bogotá, Colombia, No. 9: 153-197, julio-diciembre 2008.
[6] Montes, A. y Busso, H. Entrevista a Ramón Grosfóguel. Polis [en línea], 18, 2007. 
[7] Giralt, María. La influencia de Rousseau en el pensamiento de Kant. Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, XXVIII (67/68), 119-127, 1990.
[8] Michel Foucault (1967). Nietzsche, Freud, Marx. ePub base v2.1.
[9] A los ingleses parece que no les gusta mucho ese título y por eso prefieren llamarlo La Fenomenología de la Mente. Y es que Geist en alemán, al igual que Esprit en francés, puede traducirse como espíritu o como mente, de acuerdo a las preferencias de cada cual.
[10] Arthur Schopenhauer. El Arte de Insultar. Edaf, Madrid, 2000.
[11] Andrés Ortega. Historia y fin de Alexandre Koljève. https://elpais.com/diario/1992/06/09/opinion/708040808_850215.html
Alfredo Grieco y Bavio. El filósofo que vino del frío. https://www.pagina12.com.ar/1999/suple/radar/99-12/99-12-12/NOTA5.HTM
[12] M. Onfray. Las sabidurías de la antigüedad. Contrahistoria de la filosofía I. Anagrama, Barcelona, 2006.
[13] Creada por Gottlob Frege, el Kant de la lógica formal.