jueves, 24 de noviembre de 2016

El diablo en Hollywood: una olidita de azufre



Ilustración de Gustavo Doré para El Paraíso Perdido

Siempre he oído decir que la mejor parte de la Divina Comedia es el Infierno, ese lugar al que se llega cuando uno anda en la mitad del camino de la vida, y donde los que entran deben “abandonar toda esperanza”. Ese es, por cierto, uno de los mejores consejos que se le puede dar a un artista, sobre todo al que se inicia en ese camino de incertidumbres, esa ruta casi segura a la soledad, el fracaso y la miseria. El resto de la Comedia (Purgatorio y Paraíso) son (me atrevo a decir) progresivamente mucho menos memorables. También es grandioso el Paraíso Perdido de Milton (no el Monstruo Milton que acompañó nuestra infancia sino el gran poeta inglés, revolucionario y ciego, John Milton) donde Satán, derrotado por las huestes del Hijo y precipitado a los infiernos, se mantiene desafiante, orgulloso, rebelde, y ya planea su venganza, que será la tentación de Eva. 

Y ahora debo citar una de las mayores influencias de mi vida de contemplador del arte: se trata del Matrimonio del Cielo y el Infierno, donde ese supremo visionario que fue William Blake escribió con fuego tantas palabras inspiradas que resuenan en el infinito. Cada uno de los Proverbios del Infierno son puertas que se abren a dimensiones de sabiduría eterna, “porciones de eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre”, reservadas para el que tenga el coraje de dejarse llevar por la visión. Así diría Blake que Milton escribía encadenado sobre los ángeles y Dios, y en libertad sobre los demonios y el infierno, porque era un auténtico poeta, y por ello partidario de los diablos sin saberlo. Al igual que Fausto, harto de estudiar filosofía, jurisprudencia, medicina y ¡ay! también teología, se dejaría arrebatar por el intrigante Mefistófeles…

Por supuesto, con estos temas hay que andar con muchísimo cuidado, son “para todos y para nadie”, y estos grandes artistas se asomaron a estas grandes visiones y debieron pagarlas con la incomprensión y la condena del vulgo… No dejemos de mencionar al Bosco y su jocoso Infierno, o las pesadillas de Goya… 

Pero Hollywood es otra cosa. Es ante todo una industria creadora de productos de consumo masivo. Después de este preámbulo, recordemos un tiempo, que comenzó a finales de la década prodigiosa de los años 60, y que se prolongó hasta finales de los 70, cuando la famosa canción “Simpatía por el Diablo” se oía por todas partes, y muchos creyeron que se iban a cumplir las profecías, y algunos malvados decidieron aprovecharse de ello. Durante estos años se puso de moda hacer películas que pregonaban el triunfo del Diablo.

Rosemary ve a su bebé por primera vez
La primera de ellas fue “El bebé de Rosemary” (1968), cuya trama puede resumirse así: un actor desconocido (John Cassavetes) buscando su oportunidad de ser famoso se encuentra con una secta de adoradores de Satán y acepta entregarles a su joven esposa (Mia Farrow) para que el pérfido ángel caído pueda engendrar a su hijo. La chica es engatusada para tener comercio carnal con la Bestia, queda embarazada, los horrendos brujos cuidan a su manera del engendro que lleva en su vientre, y se lo arrebatan en cuanto nace. Pero la madre llega a la guarida donde tienen al que después de todo es su hijo en una cuna adornada de gasas negras, y la película termina con ella arrullando a su bebé. 

El film fue dirigido por Roman Polanski, talentoso cineasta polaco que había huido del tenebroso comunismo de Europa oriental para convertirse en rutilante estrella en Occidente. Pues bien, en plena gloria y rodeado de adulación, recibiría una buena dosis del licor del infierno: una secta de hippies satánicos dirigida por Charles Manson entraría una noche en su mansión de Beverly Hills para cometer una atroz masacre contra su hermosa esposa embarazada, la actriz Sharon Tate, y sus acompañantes. El crimen fue tan espantoso que estuvo a punto de destruir el tremendo negocio que Hollywood acababa de descubrir con el satanismo y la magia negra. 

Pero la industria del entretenimiento no iba a soltar fácilmente su presa: había nacido un nuevo género, caracterizado en las primeras de cambio porque el Diablo siempre se salía con la suya… Se hicieron muchas películas explotando esta vena, pero entre ellas la más impactante fue sin duda El Exorcista, la original de 1973, considerada la más horrenda de todas las películas de horror. Independientemente de sus méritos, también confirmaría el cliché de que el diablo está más estrechamente relacionado con la iglesia católica que con los protestantes o los judíos…

Durante los 70 se hicieron muchos otros filmes del género, siendo muy recordada la serie The Omen o “La Profecía”, en la cual el Anticristo era un niñito muy rubio y buenmozo que se dedicaba a hacer toda clase de diabluras con total impunidad… Pero “algo cambió” en la sociedad estadounidense a partir de los 80 (con la llegada al poder de Ronald Reagan): los conservadores volvieron por sus fueros, los cristianos evangélicos recuperaron mucho del poder que habían tenido antes de los 60, y esto tuvo un efecto inmediato en el género satánico: se siguieron haciendo películas, pero ahora el diablo tenía obligatoriamente que perder… ser derrotado al final por la gente decente. Recuerdo un film de los 80, llamado The Seventh Sign o “La séptima profecía”, protagonizado por la chica hollywoodense más preciosa y joven de aquellos días, Demi Moore. Yo describiría este film como una comedia apocalíptica donde la gente decente WASP se enfrenta a un malvado cura católico (que en realidad es el centurión romano que clavó la lanza en el costado del Crucificado) que quiere engañar a Dios y al Vaticano para que no se den cuenta de que él está provocando el Apocalipsis. Al final fracasa y todos son felices y comen perdices. Las películas recientes de exorcismos y posesiones terminan todas con la derrota de la Bestia. En vez de los efectos especiales mecánicos de El Exorcista exhiben la panoplia de los efectos y animaciones digitales… como dijo alguien, los cineastas de la actualidad han quedado reducidos a meros directores de efectos especiales. Se cumplió una profecía, la de Georges Meliés…

sábado, 12 de noviembre de 2016

"La mañana de los magos" o cómo ser contemporáneo del futuro (anterior)

Entre los muchos libros que me han "secado el seso" como ocurrió con Don Quijote hay uno en particular que ha sido para mí lo que el Amadís de Gaula fue para Alonso Quijano: se trata de Le matin des magiciens, título que fue perversamente traducido por sus editores catalanes como "El retorno de los brujos", palabras que se prestan a confusiones y mistificaciones (¿se trata de volver a una era atrasada de supersticiones y supercherías, de modas esotéricas, de charlatanes adoradores de la Gran Pirámide, de extraterrestres y amuletos, de pepas de zamuro o cristales de cuarzo? Qué va. Bien lejos.) Quizás "La mañana de los magos" no suena tan bien en español, siempre hay que pensar en el mercadeo... En fin. El Retorno apareció en el mundo el año 1960 como heraldo de aquella  "década prodigiosa" cuyos efectos benéficos y maléficos aún están entre nosotros. El libro me atrapó desde las dos oraciones con que comienza: "Tengo una gran torpeza manual, y lo deploro". Cuando lo leí por primera vez a mis 14 años, fue como si se abriera un agujero negro, un wormhole que me transportara a mi infancia cuando efectivamente lamentaba mi gran torpeza manual y aceptaba con resignación mi condición de contemplativo.

El tema central de El retorno de los brujos es, en el fondo, la relación entre la ciencia y la espiritualidad. Para sus autores, Louis Pauwels y Jacques Bergier, los enormes avances científicos del siglo XX han ocurrido gracias a que el orgulloso racionalismo y la mentalidad positivista heredados del siglo XIX han fracasado miserablemente ante las realidades de la materia, el tiempo y el espacio, que pueden ser captadas con mayor precisión por el espíritu humano, por la poesía, el arte y la filosofía. Individuos como Einstein ejemplifican esta superación del racionalismo, e incluso de la racionalidad. En consecuencia, las filosofías de la desesperación existencial, el escapismo orientalista y la actitud autodestructiva de los "poetas malditos", que eran las modas intelectuales de principios de los años 60, quedaban reducidas a poses caducas: la ciencia que había revelado los secretos del átomo también había abierto las puertas de lo fantástico y los "espíritus sensibles", sumergidos en el narcisismo y la autocompasión, no se habían percatado de ello. Poetas, historiadores, filósofos, veían la ciencia al final de un largo túnel, y su pereza les impedía meter la cabeza en él. Nuestra filosofía-si es que teníamos una- era (y es) totalmente inadaptada a nuestra época: "La materia se ha manifestado tan rica o acaso más rica en posibilidades que el espíritu". La comprensión del comportamiento de la materia a nivel del microcosmos exige una "transmutación de la conciencia" que otorga un poder inesperado a la intuición y a la imaginación. El sentido común es impotente ante la realidad que nos revela la física atómica.


Esta revolución mental desatada por la ciencia más profunda deja atrás a los académicos tradicionales de todas las áreas, incluyendo a los propios científicos y a los historiadores "oficiales". Un tema extremadamente chocante para el pensamiento convencional ocupa cinco capítulos del libro: la alquimia, que no es necesariamente una etapa atrasada o pre-científica del desarrollo humano, sino tal vez la reliquia de una antigua civilización que poseyó los secretos del átomo y fue destruida por el mal uso de ese conocimiento, tal como puede sucederle a la nuestra (de ahí la noción del futuro anterior). La alquimia postulaba la transmutación de un elemento en otro, cosa que la química tradicional consideraba imposible, pero que fue luego demostrada por la fisión nuclear (en la que el uranio termina transformándose en diferentes elementos anteriores a él en la tabla periódica). Pero claro, el mercurio está al lado del oro en la tabla de los elementos, basta con que agregue un protón a su núcleo para transformarse en oro...

Igualmente chocante es el hecho de que la nación más racionalista, cientificista, avanzada, educada, industrializada del mundo terminara sometida por una pandilla de matones delirantes, dirigida por un hombrecillo con un bigote absurdamente parecido al de Chaplin. ¿Cómo podemos explicar que el país de los pensadores y los poetas, de Kant y Goethe, de los ingenieros y los profesores, terminara involucrado en una matanza ritual a escala mundial con tintes claramente satánicos? ¿Quién estaba detrás de Hitler? ¿Qué creencias tenían los nazis? La locura dirigida, la posesión, las sociedades secretas, las sectas de iniciados, las convicciones estrambóticas que sustituyen a la "ciencia judía" en el Tercer Reich, son otra parte de nuestro libro.


Por último, Pauwels y Bergier plantean que la psicología actual, centrada en la perversión y en los restos de animalidad, en la culpa, la represión y el deseo de controlar a la gente por medio de sus pulsiones más bajas, no le hace justicia a la aceleración que ha adquirido la mente humana. "La próxima revolución será psicológica", porque el ser humano se encuentra al borde de una transformación radical que no puede menos que llamarse una mutación. Si hasta ahora apenas hemos usado una fracción de nuestro cerebro, se acerca el momento en que se nos revelarán sus poderes insospechados. Las generaciones futuras verán cosas asombrosas. En vez de temerlo, aprendamos a creer en el futuro y a amarlo. Seamos contemporáneos del futuro. "Hay tiempo para todo, hasta para que los tiempos se junten".

Así como las primeras líneas del libro me conquistaron, sus líneas finales también son inolvidables: "La vida del hombre sólo se justifica por el esfuerzo, aún desdichado, para comprender mejor. Y la mejor comprensión es la mejor adherencia. Cuanto más comprendo, más amo, porque todo lo comprendido es bueno".

jueves, 3 de noviembre de 2016

Avelina Lésper: Hartos del arte VIP

Me enteré de la existencia de Avelina Lésper (crítica de arte mexicana empeñada en cuestionar el arte contemporáneo) cuando leí su famosa entrevista (originalmente en abc.color.com, aunque yo la leí en aporrea.org) que enseguida me hizo recordar lo que siento cuando voy a un museo y me encuentro, por ejemplo, con un montón de botellones de agua de esos de los bebederos adornados cada uno de ellos con una corbata... Vaya, ¿entonces eso es arte? ¿Según quién? ¿No será que el "artista" perpretador de ese chiste malo es amigo del dueño del museo y ambos están de acuerdo en que esa es la clase de mamarracho que está de moda? ¿Y la gente común, el público que va al museo, qué piensa al respecto? La respuesta a esta última pregunta es: a nadie le importa, porque el narcisismo del perpetrador y del que le dio el espacio para exponer esa burla están satisfechos. Están convencidísimos de que "se la están comiendo" (cosa que podrían intentar con la célebre Patineta de Chicharrón...).
    El descubrimiento de que había alguien dispuesto a ser el niño que grita "el emperador está desnudo" también confirmó la sospecha que tenía desde hacía mucho tiempo de que la crítica de arte había dejado de existir. Yo mismo llevo algunos años haciendo traducciones de supuesta "crítica de arte", pero lo único que encontraba ahí era propaganda, publicidad, mercadeo, jaladera de mecate, todo en un lenguaje rebuscado, vagamente inspirado en los galimatías de Hegel, en los delirios metafísicos de Heidegger, y destinado a llenar espacios, ya sea en las paredes de la galería o museo donde las "obras de arte" iban a ser expuestas, o en los libros o folletos dedicados a glorificar a los artistas (y aumentar sus ventas). En realidad no hay crítica ni análisis, es un montón de habladera de paja que responde a la necesidad de que haya alguien (supuesto "crítico") que escriba algo sobre la supuesta "obra de arte", porque es parte del juego, de la farsa o sainete que es el mundo del arte. El crítico es un payaso más, otra comparsa en el circo.
   Entonces entré al blog de Avelina y seguí  hallando ecos de mis propias ideas. Desde luego, el arte contemporáneo es una farsa (o al menos la mayor parte, precisamente la parte más publicitada y que se lleva los aplausos y los millones de dólares, y que es más imitada por los frívolos dictadores que imponen las modas en el arte). Duchamp, el padre-abuelo-patriarca del arte conceptual, es el primer estafador. Andy Warhol no es un artista sino un publicista (aunque a mí me cae bien: su mejor obra es su propia persona). El punto es: ¿por qué cualquier basura se vuelve arte si a un "artista" que tiene los amigotes y los contactos en museos y galerías la da la perra gana? Entonces la exponen en los museos y galerías, pero sigue siendo basura, y si la sacan de ese contexto vuelve a ser basura.
       Los grandes nombres del arte contemporáneo aparecen convertidos en una
lista de estafadores y embaucadores con cómplices poderosos. Damien Hirst es el artista que gana más dinero y por supuesto es un gran vendedor, pero su tiburón en formol ni siquiera lo hizo él mismo, y si se pudre el tiburón puedes cambiarlo por otro, ¿qué importa? Eso de que otros hagan la obra por ti se supone que es muy contemporáneo, pero Avelina dice que "se entiende" que Hirst se aburra de sus mamarrachos y pague a otros para que los hagan por él. Después de todo, la autoría es un concepto "superado" por "la trans-modernidad" y siempre habrá algún crítico-propagandista que cante tus alabanzas. Otras celebridades como Jeff Koons y sus poodles gigantes (o sus Michael Jacksons de plástico, o sus aspiradoras metidas en una caja de vidrio) pueden también ser puestos en duda. No basta con que se vendan por millones de dólares, la pregunta ni siquiera es ¿eso es arte?, sino simplemente, ¿me gusta esa vaina?
    Me estoy extendiendo más de lo que acostumbro y quiero decir un par de cosas más. Primero quiero ser didáctico, pues esta página es para mis estudiantes. Avelina define el arte VIP como un fraude. Se trata de una ironía que combina la idea excluyente del término VIP (Very important person) con los tres cochinitos del arte contemporáneo (video, instalación, performance). Tanto Avelina como el grupo Hartistas (gallegos seguidores de los británicos del movimiento Stuckism) aborrecen el arte conceptual y sus derivados y añoran un retorno de la pintura, la escultura y las demás artes que han sido dejadas de lado por esta
Mierda de artista
pandilla de farsantes. Esta posición podría ser descalificada como "tradicionalista", y hasta hegeliana (por aquello de diferenciar y entronizar "las bellas artes"), pero como dice el Manifiesto Hartista, "Estamos HARTOS de que se desprecie y extirpe siempre la belleza de todo discurso pretendidamente artístico. Para el Hartismo la belleza es el objetivo último del arte. Rechazamos la pobreza formal del arte oficial, y el esteticismo inverso que hace del cutrerío y la fealdad infinita la máxima aspiración. Esto no significa que nuestro arte se base en viejos esteticismos revenidos, ñoños, cursis. Los temas crudos y desagradables también tienen cabida en el arte hartista. Es la preocupación por lograr una forma armónica, bien construida, lo que los hartistas consideramos principalmente búsqueda de la belleza." ¿Es bella la performance de un artista conceptual vomitando (aunque sea en una poceta de oro macizo)? ¿O es facilismo y seguir una moda por falta de ideas originales?
Patineta de chicharrón
   Por último, recuerdo una vez que fui al Museo Cruz Diez a ver algunos mamarrachos subjetivistas colgados de sus paredes. Entré al museo y no había absolutamente nadie, tan sólo los vigilantes. Uno de ellos me acompañó en mi recorrido, obviamente no tenía nada mejor que hacer. Nuestros pasos resonaban en el museo vacío. Al salir, hacia la Avenida Lecuna, había un centro de (nada menos y nada más) Pare De Sufrir, y a diferencia del Cruz Diez, estaba absolutamente lleno de gente que cantaba, bailaba y se desbordaba hacia la calle. Para mí esto significa que tal vez la gente necesita algo, algo tal vez de índole espiritual, y tal vez el arte contemporáneo (lleno de esnobismo falsamente intelectualizante, excluyente y vacío) no se los está dando.