sábado, 18 de mayo de 2019

Arrastrando a Dostoievski por las barbas


Max Ernst acaricia la barba de Dostoievski
Involucrado como he estado últimamente investigando el tema de la religión, he notado cómo en Venezuela hay una tendencia generalizada a menospreciar el asunto, como si la religión fuera una mera trivialidad, descalificable con el fácil argumento del “opio del pueblo”: una miserable engañifa, una cuestión sin trascendencia. Si uno dice, por ejemplo, que el fundamentalismo religioso es un elemento que influye tremendamente en la política exterior de EE.UU, nunca faltará quien niegue que exista esa influencia, y que simplemente esa política exterior está totalmente dominada por Israel, sin que haya nada más que discutir. Esa persona tal vez piense que la única explicación aceptable de ese hecho está en los millones de dólares que los financistas judíos invierten en los políticos estadounidenses, pero yo no creo que la cosa termine ahí. Cuando se habla de Israel, es inevitable tocar el tema de las dos religiones monoteístas más extendidas por el mundo —el cristianismo y el islam— cuyas raíces se encuentran en el judaísmo. Un tema muy complejo, que tampoco podemos dejar que se agote en las funestas elucubraciones milenaristas y apocalípticas de los llamados cristianos sionistas que ocupan posiciones de mucho poder en el gobierno de EE.UU. 


  Cada vez que veo a Mike Pence (quien dice que es en primer lugar cristiano, en segundo conservador y en tercero republicano) llorando lágrimas de cocodrilo sobre los venezolanos muertos de hambre y enfermos (starving, sick Venezuelans) me digo a mí mismo que, si bien es cierto que yo me siento más cristiano que budista o Hare Krishna, ese género de cristianismo no me agrada (y menos todavía cuando dice en su pésimo español “estamos con ustedes”). No sé si Pence realmente piensa que la batalla de Armagedón es inminente, y que es necesario apoyar al estado de Israel para combatir al Anticristo. En todo caso, ahora que estoy investigando el protestantismo gringo, y que me he enterado de las creencias realmente alucinantes sostenidas por las diferentes iglesias evangélicas, asumo una postura agnóstica, y aclaro: agnóstico quiere decir que no sé (si Dios existe), y eso me parece más objetivo que declararme ateo (o sea, que creo que Dios no existe, porque no hay manera de saberlo). Prefiero ser un agnóstico consciente que un ateo por ignorancia. Una vez declarado y aclarado mi agnosticismo, paso a tratar el tema de Dostoievski.

Hubo un tiempo en que Fiódor Mijáilovich Dostoievski era el escritor más comentado del mundo. Ahora seguramente no lo es (fue reemplazado por la autora de Harry Potter o algún escribidor de libros de autoayuda o del último bestseller o por el equipo de guionistas de Game of thrones). Leí casi todos los grandes libros de Dostoievski en mi adolescencia, y he releído algunos, incluso varias veces. Me fascinan sus personajes morbosamente obsesionados consigo mismos, cuyo auto-desprecio hace que el desprecio que también sienten por todo el mundo sea impotente, ridículo, patético… su odio hacia ellos mismos los humilla y aniquila tanto que frustra su deseo de humillar y aniquilar a los demás. El mejor ejemplo es el protagonista de las Memorias del subterráneo, que se auto-describe así: “Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. (…) No he conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso, ni un canalla, ni un héroe… ni siquiera un mísero insecto”. Y en medio de tanto desprecio, que sería nietzscheano si no estuviera dirigido a sí mismo, Dostoievski propone que lo único que puede redimirnos es Cristo, la piedad cristiana, la vieja religión ortodoxa del pueblo ruso…




Porque si no existe Dios, entonces todo está permitido. Esa es la conclusión lógica, el modus ponens que Nietzsche nunca se planteó. Si todo está permitido, puedo aplastarle la cabeza con un hacha a la vieja usurera, que no es más que un bicho despreciable… pero cuando pongo manos a la obra, voy donde la vieja con el hacha colgando bajo el capote, le abro el cráneo cuando se descuida… entonces se aparece la pobre hermana de la vieja, una criatura inocente, desvalida, y también tengo que matarla… no lo había planeado, ella levanta sus bracitos para defenderse, inútilmente… y le doy su hachazo, porque ya estoy condenado. Mis delirios napoleónico-nietzscheanos me han llevado a esta miseria. Mi crimen reclama su castigo. Quiero refugiarme en (y justificarme con) el desprecio, pero al final el arrepentimiento y la penitencia son lo único que me humaniza. Y sólo me queda reclamar mi modesto sitio junto a los demás miserables (en Siberia, el infierno helado en la tierra). Si todos somos unos miserables, sólo nos queda Dios. ¿O qué si no? 



Y luego está Los hermanos Karamazov, la novela que Freud hubiera querido escribir. El odio y el deseo de matar al padre, un bufón lujurioso que se regodea en su propia degeneración, se convierte en la fuerza que impulsa a todos sus hijos: Iván el intelectual es el parricida conceptual. Dimitri, el sensual-colérico-juerguista-violento, convertido en rival de su padre por la inefable Grúshenka (una versión de la santa prostituida y quizás de la joven madre sustituta de Freud) parece tener la energía para llevar a cabo el hecho, pero al final no lo consigue, aunque todo parece incriminarlo (al final, también acabará en Siberia)… Aliosha, el místico aspirante a monje, también es un parricida potencial; pero el infeliz bastardo epiléptico Smerdiakov, ideologizado por Iván, es el único que al final se atreve. La pulsión entre Eros y Thánatos nos lleva en un viaje de ida y vuelta al infierno con veinte mil rublos manchados en sangre… Deseo (eternamente insatisfecho), muerte y codicia son los ejes de un mundo sin Dios.

Por último están Los Demonios o Los endemoniados, un libro de difícil lectura que nos pasea por la pesadilla pre-revolucionaria de Rusia con sus intelectuales frustrados reducidos al papel de bufones de corte y una siniestra pandilla de conspiradores ateos, viles e intrigantes que anticipan lo peor de los bolcheviques… La Revolución Rusa, que en un principio parecía encarnar la esperanza del mundo entero de acabar con la injusticia y la explotación del hombre por el hombre, terminó convirtiendo al país más grande del mundo en una paradójica prisión… un inmenso campo de concentración donde Dios estaba prohibido, y que terminó derrumbándose ante la imposibilidad de sostener la contradicción entre la libertad proclamada y la esclavitud de un dogmatismo sin Dios. 


La Rusia actual, encabezada por el preclaro ajedrecista (y judoka y exespía) Vladimir Putin, ha reivindicado todos los nexos con sus tradiciones religiosas que habían sido negadas y proscritas por el bolchevismo. Esto es algo que se dice muy poco y que es necesario saber para poder entender a Rusia en estos momentos. Los gringos quisieron fastidiar a Putin mandando a las Pussy Riots, unas loquillas punketas que supuestamente encarnaban las libertades de Occidente (libertad para la orgía, la drogadicción, la irreverencia sistemática, la inconciencia ética y política) a que armaran un escándalo en una iglesia ortodoxa. Cuando las metieron presas, todo el podrido Occidente con sus prostituidos medios de comunicación de masas clamó contra el brutal y opresivo Putin. Pero la nueva Rusia es respetuosa de su religión ortodoxa, una de las columnas que unifica a esa nación. Y se diferencia bastante de la multiplicidad de las denominaciones protestantes que son, también, la expresión más característica de la cultura estadounidense. Por cierto, gracias a sus peculiaridades religiosas, EE.UU ha penetrado en el mundo con mucha mayor eficacia que a través de su supuesta liberación sexual, permisividad moral, individualismo y poses transgresoras. 
Pussy Riots en acción
 Dice Karen Armstrong, citando a Jean-Paul Sartre, que existe en la conciencia humana un “agujero con forma de Dios… donde lo divino siempre estuvo presente pero que ahora había desaparecido, con lo que había dejado tras de sí un gran vacío”. Desde luego, el miedo a la muerte es lo que está detrás de esa gran angustia de la nada que tanto atormentaba a los existencialistas. Pero debe haber otra motivación más allá del simple miedo. Ciertamente, los que no creen en Dios se ponen a creer en la Ciencia, en los médicos y los psicoanalistas. El problema es que la ciencia excluye la fe y la creencia. Marxistas y freudianos se aferraron a las ideas de sus maestros y las convirtieron en dogmas. Eso tampoco cerró el “agujero con forma de Dios”, ni tampoco la literatura, la poesía, el arte, la sexualidad, las drogas o el deporte como formas de “espiritualidad laica”. Yo, como buen agnóstico, no sé, y eso tampoco me hace feliz. Quisiera cerrar con la cita de otra cita, esta vez tomada del clásico de Harold Bloom La religión americana: “la catástrofe (la revolución) es lo propio de nuestra época y lo opuesto a la reforma: entonces todo apuntaba a un movimiento religioso y resultó ser político; ahora todo apunta a un movimiento político, pero será religioso”. Son palabras de Søren Kierkegaard.

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