jueves, 28 de septiembre de 2023

El negocio del ocio

 

Siguiendo una tradición de este blog, voy a colgar mi propuesta para las jornadas de investigación que anualmente se hacen en UNEARTE. El tema esta vez es la ociosidad. El ocio, por supuesto, no es sólo un negocio: es una de las mayores industrias que existen en el mundo. Los saltimbanquis, payasos, trapecistas, trabajan por gusto, pero trabajan muy duro para que los que no necesariamente trabajan por gusto tengan algo que hacer cuando les dejan libres por un rato de sus asalariados trabajos. 

Probablemente vamos hacia una civilización del ocio. Es peligroso, requiere tener mucha conciencia. ¿Qué haríamos si no tuviéramos que trabajar? No todos somos artistas, por desgracia, y como dijo un sabihondo, el arte no es democrático. Quizás va siendo hora de pensar bien ese tema. Algunos no sabrán cómo manejar la ociosidad. La inteligencia artificial amenaza con dejarnos a solas con nuestra estupidez natural. Sigo perplejo y estupefacto. Al menos tengo este blog, que voy llenando para que Google no me lo cierre, y ofreciendo algunas ideas peregrinas a mis cuatro gatos lectores...

REIVINDICACIÓN DE LA FILOSOFÍA DE LA OCIOSIDAD

DE LUDOVICO SILVA

PEDRO LEONARDO GONZÁLEZ

Pobres trabajadores. ¡Cornudos y apaleados! El trabajo es una maldición, Saturno. ¡Abajo el trabajo que se hace para ganarse la vida! Ese trabajo no dignifica, como dicen, no sirve más que para llenarles la panza a los cerdos que nos explotan. Por el contrario, el trabajo que se hace por gusto, por vocación, ennoblece al hombre. Todo el mundo tendría que poder trabajar así. Mírame a mí: yo no trabajo, y ya lo ves, vivo; vivo mal, pero vivo sin trabajar.

Diálogo con un sordomudo de Don Lope, en Tristana, de Luis Buñuel.

“La ociosidad es la madre de todos los vicios”. Esta sentencia la oímos repetir desde que tenemos uso de razón. ¿Pero y si la ociosidad fuera, por el contrario, la madre de todas las grandes obras del arte y del pensamiento? Ya Aristóteles, en su Metafísica, afirmaba que la matemática (máthesis, que en griego significa conocimiento y deseo de saber) había nacido en Egipto, porque ahí la casta sacerdotal podía disfrutar a sus anchas de todo el ocio y el tiempo libre que quisieran.

Esta es una reflexión muy importante en nuestros tiempos, pues aún existe un culto pseudo-religioso, una sacralización del trabajo. Paul Lafargue es autor de una obra que viene como anillo al dedo en apoyo a esta argumentación: se trata de El derecho a la pereza, también conocida como Refutación del derecho al trabajo. En ella, este yerno cubano de Carlos Marx asegura que el amor al trabajo es una locura, una extraña aberración mental, sobre todo entre las clases trabajadoras. Los curas, los economistas y los moralistas han sacro-santificado al trabajo, a pesar de que éste era originalmente una maldición de Dios. En el Paraíso, Adán y Eva andaban desnudos y libres por ahí, disfrutando de una ociosidad perfecta. Al pretender igualarse a Dios, por intermedio de la serpiente y el conocimiento del bien y del mal (es decir, de la moral), fueron expulsados de aquel estado de perfecta felicidad, y se les impuso como la peor de todas las condenas aquello de “ganarás el pan con el sudor de tu frente”.

Laura Marx y Paul Lafargue

 

El trabajo aparece como la causa de toda degeneración intelectual y orgánica según Lafargue, quien también recuerda que los antiguos sabios griegos despreciaban el trabajo. Sólo a los esclavos se les permitía trabajar. Los poetas cantaban loas a la pereza, y consideraban el ocio como un regalo de los dioses. Incluso Cristo alabó la pereza, cuando dijo que los lirios del campo, que nunca trabajaban, eran más hermosos que Salomón en toda su gloria.

En el capitalismo, el trabajo es sinónimo de dolor, miseria y corrupción. Hombres, mujeres y niños crearon la civilización industrial con jornadas de trabajo de quince horas. Y todo eso para que los filántropos autodenominados bienhechores de la humanidad pudieran estarse sin trabajar, dando trabajo a los pobres. “Trabajad, trabajad, proletarios, para aumentar la fortuna social y vuestras miserias individuales; trabajad, trabajad para que, haciéndoos cada vez más pobres, tengáis más razón de trabajar y de ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista”.

Entonces, en vez de ser la ociosidad la madre de todos los vicios, ¿será el trabajo el peor de todos los vicios? Depende. Porque existe otro tipo de trabajo: no el que se hace porque no queda más remedio, para no morirse de hambre, sino el que, en palabras de Don Lope, “se hace por gusto, por vocación”. Ese, que por el contrario, “ennoblece al hombre”, no es otro que el trabajo del artista, del poeta (no sólo el que hace versos, rimados o no. Según la etimología griega, el poeta es “el que hace”… arte, poesía, música, filosofía… y lo que le da la gana).

Y ya va siendo hora de hablar de Ludovico Silva y su Filosofía de la Ociosidad. Al poeta nunca lo conocí personalmente, pues él murió en 1988, y yo empecé en la escuela de filosofía de la UCV en el año 2000. Siempre he creído que, para ese entonces, la escuela había entrado en decadencia: ya no estaban, para citar tres nombres, ni Ludovico, ni García Bacca, ni Juan Nuño. Por cierto, lo que me motivó a estudiar filosofía fue que estaba harto y asqueado del trabajo. Hasta el año anterior había sido traductor de doblaje, sometido a la consabida explotación y desprecio de los capataces de empresas como Etcétera, que trataban a sus trabajadores como a un rebaño de llamas (entiéndase, camélidos del Perú y zonas aledañas) de su propiedad. En mis primeros años en la UCV, me preguntaron por qué había escogido la filosofía. Yo respondí que estaba harto del trabajo y quería dedicarme a hacer algo perfectamente inútil. Eso hasta me ganó cierto prestigio entre mis compañeros.

Ludovico Silva de 17 años

Aunque siempre tuve preferencia por los filósofos griegos antiguos, especialmente Epicuro, cuando tuve que hacer mi tesis de grado me encontré que iba a ser muy difícil encontrar un tutor, pues los grandes cacaos de la filosofía antigua pertenecían a lo que yo llamaba “la derecha ilustrada” y no eran receptivos al tema que a mí me interesaba, que era la postura crítica de Epicuro ante la filosofía de Platón. Entonces tomé un seminario sobre marxismo en las obras de Ludovico Silva con el profesor Gonzalo León. Me asocié con mi compañero y veterano locutor de radio José Antonio González y nos pusimos a trabajar con el profe León. Hacer una tesis, como le dije a alguien en aquel momento, es como hacer un negocio a conveniencia de todos los socios.

La columna vertebral de la tesis era un libro de Ludovico, La alienación como sistema, que nos condujo al descubrimiento de una de las obras menos conocidas de Marx, los misteriosos Grundrisse. Fue una revelación descubrir en ese libro de difícil lectura una noción muy esclarecedora sobre el tema del trabajo: el sistema de producción capitalista, cada vez más dependiente de la tecnología, llegaría a un punto en que podría prescindir por completo del trabajo humano. El trabajador se dedicaría apenas a inspeccionar el funcionamiento de las máquinas; y el tiempo libre, el ocio, que había sido hasta entonces privilegio exclusivo de la clase propietaria, se generalizaría a toda la sociedad. Es exactamente lo que se visualiza hoy en día con la Inteligencia Artificial. El nuevo problema para los ex-trabajadores será qué hacer con el tiempo libre, o sea, con la ociosidad.

La tesis era sobre la alienación del tiempo libre. Hay dos anécdotas personales que recuerdo de esos tiempos. La primera era que el profe León, nuestro tutor, hacía una diferenciación muy fuerte entre tiempo libre y ocio. El primero tenía connotaciones nobles y positivas; el segundo era, desde luego, el padre de todos los vicios. Cuando se habla de ociosidad, parece que todo el mundo se vuelve moralista. Eso se debe en parte a que se supone que en Venezuela la gente no siente esa veneración por el trabajo, y que por culpa de ello es que el país está atrasado. Si fuéramos como los portugueses, verdaderos animales de trabajo, o disciplinados como los alemanes y japoneses, el país echaría adelante. Quién sabe. ¿Qué sería de España si todos fueran laboriosos y aplicados como los catalanes? No tendrían ni flamenco ni toreros ni la picaresca de los andaluces. Sería un país incompleto.

La otra anécdota es que descubrí entre los títulos (más de treinta) de la bibliografía de Ludovico uno que me llamó la atención: Filosofía de la Ociosidad. Era difícil de encontrar. No había sido re-editado en la nueva colección del IPAS-ME (tal vez porque los derechos los tiene la Academia Nacional de la Historia). Por fin lo ubiqué en la biblioteca de la UCSAR. Llené mi ficha para pedirlo. Pero cuando me lo trajo, la señora bibliotecaria tenía una expresión rara en su rostro. Parecía estar escandalizada de que hubiera un libro que uniera la detestable palabra “ociosidad” con la respetabilidad de la “filosofía”.

Nietzsche loco

Filosofía de la ociosidad
es un compendio (de casi 400 páginas) de “aforismos, sentencias, petits essays, fragmentos, diarios perdidos, oraciones, poemas, jaculatorias, rendición de cuentas…” y, si no me equivoco, fue el último libro que su autor publicó en vida (en 1987, Ludovico falleció en 1988). Aparte de la evidente analogía con el estilo aforístico de Nietzsche, también se dio la circunstancia de que el año anterior, Ludovico había sido internado en una clínica mental “porque estaba loco”, al igual que el teutón de los bigotes chorreados. El alcohol, viejo compañero de su vida bohemia, había producido aquella crisis casi letal cuando su hígado decidió pasarle factura.

Con toda intención de desnudarse (o confesarse) ante sus lectores, el libro inicia con esta cita de Antonio Machado: “Bebo, porque el alcohol forma parte de mi leyenda, y sin leyenda no se pasa a la historia”. Frase que saludo y reivindico plenamente. Siempre he sostenido (y por eso mis estudios de historia están “en pico de zamuro”) que la leyenda es incluso más importante (o al menos más interesante) que la pretenciosa historia, con su total dependencia de la (muchas veces) ambigua y frívola documentación.

Quizás la frase más célebre de Ludovico Silva sea aquella según la cual El arte es ocio, y lo demás, negocio. Como estudioso de las lenguas clásicas, Ludovico jugaba con el latín otium y su negación, negotium. Una de las cosas que más me atraen de este poeta-filósofo es que nunca le pareció contradictorio que un acucioso marxista como él se dedicara a estudiar las lenguas clásicas. Así, se divertía diciendo que prefería el ocio (scholé en griego) a la ascholía (ocupación, actividad, negocio). Eso me recuerda a otro autor, Bukowski, que decía (palabra más, palabra menos): “todo el mundo quiere hacer algo, menos yo. Yo lo que quiero es beber”. Por cierto, algunas páginas de Filosofía de la Ociosidad son descripciones bastante gráficas de relaciones sexuales durante la juventud del autor, muy al estilo del gran novelista ebrio que muchas veces puede ser deliberadamente pornográfico.

Bukowsky echándose un palo

Volviendo a aquello de que el arte es ocio, esta afirmación tan extremista puede parecer bastante discutible. Pensemos, por ejemplo, en el trabajo intenso y extenuante, física y mentalmente, al que se somete una bailarina clásica. Nadie podría decir que la chica es ociosa ni perezosa. Sin embargo, el resultado final de tanto trabajo es presentarse ante un público cómodamente sentado en sus butacas, dedicando un buen rato de ocio a contemplar el duramente adquirido arte de aquellos “esclavos de Terpsícore”, que han sudado la gota gorda en el montaje del espectáculo. Al final, el ocio es lo que permite una placentera experiencia estética, al menos de un lado del teatro.

Poetas malditos, malditos poetas

Ludovico fue un gran bohemio cuyos héroes eran Poe, Baudelaire y Rimbaud, la santísima trinidad de los poetas malditos. Pero no sólo era poeta, sino uno de los más fervientes marxistas de su tiempo. Le tocó vivir la dictadura ideológica del marxismo en los años 70, cuando todo el mundo se declaraba marxista, y su inevitable declive en la siguiente década. Murió antes de la caída de la URSS, cuando el naufragio de la gran potencia marxista hizo que casi todo el mundo terminara de darle la espalda al barbudo de Tréveris. Él se mantuvo fiel hasta el final: su libro póstumo, En busca del socialismo perdido, pretende señalar, entre las ruinas de la perestroika y el glasnost, un nuevo camino hacia la utopía socialista. Lo cierto es que, incluso después de la derrota de la URSS en la guerra fría, el pensamiento de Marx en su meollo esencial no ha perdido vigencia, como muchas veces escribió Ludovico. Cada vez que aparece una de las crisis cíclicas del capitalismo (todavía se sienten los efectos de la última, la de 2008; y la que se aproxima, con el vaticinado derrumbe del dólar, se estima que será mucho peor) los libros de Marx vuelven a venderse como pan caliente.

Termino reivindicando a este singular personaje, poeta dionisíaco y filósofo summa cum laude, al que muchos quisieron tirar al basurero de la historia cuando se hundió el mito del socialismo real, que nunca fue real, sino más bien un mamarracho burocrático autofágico ante el cual la libertad, igualdad y fraternidad apenas sobrevivían como lejanas aspiraciones, como la luz al final del túnel. Porque la URSS, ejemplo por excelencia de régimen totalitario, represivo, hipócrita, no podía ser la realización de ninguna utopía. Ni tampoco China, a pesar de sus éxitos económicos, porque lo que ha logrado es mimetizarse con el capitalismo preservando un monolítico poder político que asusta y tampoco se parece al reino de la libertad del hombre. Como decía Oscar Wilde, necesitamos la utopía, porque el único verdadero progreso al que podemos aspirar es a la realización de las utopías. Alcemos nuestras copas y brindemos in memoriam Ludovico Silva. 


 

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