martes, 8 de agosto de 2023

Maña vieja y anticuada es escribir

 


… no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe.

Ray Bradbury. Prólogo a Fahrenheit 451

…los tiempos son tan veloces que hablarle a un chamo de un blog es como hablarle de un diskette, o sea, la prehistoria. 

Carola Chávez

Mucho antes de que empezara la actual campaña para aterrorizar a la gente con la excusa de la fulana Inteligencia Artificial (como antes se las asustó con el comunismo, el SIDA, las torres gemelas, el terrorismo islámico, el COVID-19 y la guerra en Ucrania), leí algo que, más que asustarme, más que preocuparme, me causó tristeza, una tristeza nacida de la confirmación de un presentimiento que he tenido desde siempre: en los tiempos que vienen, ya casi nadie va a leer ni mucho menos a escribir. El trabajo de leer y escribir quedará limitado a un puñado de especialistas cada vez más reducido. En la nueva normalidad las calles estarán llenas de ignorantes balbuceantes sin memoria ni capacidad de razonar. Será peor que en la distopía de Fahrenheit 451: no habrá que prohibir y quemar los libros, porque para una humanidad indiferente, satisfecha y feliz con su embrutecimiento, los libros no valdrán nada.


Quizás nuestro querido país se adelantó al futuro: aquí a nadie (bueno, a muy pocos) le importan los libros ni el idioma ni la gramática, ni la retórica, ni la “cultura”; ni le han importado nunca. Recuerdo una vez que estaba leyendo La Divina Comedia en un banco de una plaza. Pasaron unos tipos y cuando me vieron leyendo querían entrarme a coñazos. Así mismo. Somos contemporáneos del futuro. Admiro a mis compatriotas.


Por otra parte, también se le da demasiada importancia a la escritura. Siempre he dicho que algunos de los mayores maestros de la humanidad han desdeñado la escritura. Pitágoras la desaconsejaba para evitar la divulgación de los secretos de su secta. Sócrates, según apunta Platón, decía que la escritura atentaba contra la memoria de la gente, y además (según lo entiendo yo) que lo que se escribe queda ahí, congelado en el tiempo, y ya no puede responder ninguna pregunta. Cuando se trata de filosofar, nada es mejor que el diálogo vivo con las personas que tenemos alrededor, desafiándolas con preguntas, ironizando sobre sus respuestas: eso es la dialéctica (antes de que los hegelianos la convirtieran en un constructo ininteligible). Si escribimos, quedamos prisioneros de la letra muerta. Otro gran maestro que nunca escribió nada fue, desde luego, Jesús, cuyas palabras conocemos sólo por los testimonios de sus discípulos. Sin mencionar que muchos escritos sobre su vida y enseñanzas han sido estrictamente censurados por la institucionalidad eclesiástica.


Cuando se enseña filosofía, sobre todo a jóvenes estudiantes y a personas carentes de conocimientos previos en esa disciplina, ¿es posible prescindir de los doctos escritos de los famosos autores, y concentrarse en la discusión de las Grandes Ideas? Yo lo creo sinceramente, y lo practico cada vez que puedo. Sócrates, en ese sentido, es un gran ejemplo: su método, que él llamaba mayéutica, buscaba que sus oyentes dieran a luz las ideas que vivían latentes en sus mentes. Directamente, por simple razonamiento, sin referencias previas. Mandar a leer obras escritas hace milenios, con un estilo enrevesado, traducidas de lenguas muertas, en circunstancias que ya no existen, sin conocer la historia de los autores, es muchas veces, en mi modesta opinión, una tarea inútil y estéril.


Además, tenemos la plaga de la escritura académica, con sus fastidiosos formalismos. Sobre todo en el área de las “humanidades”. Aquí cabe una digresión sobre cómo creo yo que debe entenderse una palabra de origen griego de la que se abusa constantemente: me refiero a la epistemología. Vamos a limitar su significado a la comprensión de la ciencia: qué es ciencia y qué no lo es, y cómo se clasifican las ciencias. Respecto a esto último, mucha gente se conforma con una pobrísima categorización en ciencias duras y blandas. El criterio para esa división tiene que ver con el uso de las temidas, odiadas e incomprendidas matemáticas. Si usa muchas matemáticas es una ciencia dura. La más dura es la física, la química lo es menos. La biología es blanda, la sociología, antropología, psicología son tan blandas que se vuelven babosas.


No me gusta esa clasificación, prefiero la que propone el insoportable y pasado de moda Mario Bunge, muerto a los cien años hace ya algunos más. La matemática y la lógica no se refieren a nada que tenga existencia física real, no son parte de la naturaleza, o apenas descubren patrones que se encuentran en el mundo físico, pero no pertenecen a él. Son ciencias formales, se parecen a las ideas platónicas o a la “forma” en el sentido aristotélico. Todas las otras ciencias se refieren a cosas que sí existen, a fenómenos perceptibles, a hechos comprobables. Son ciencias fácticas, objetivas. Pero ambas son ciencias humanas. Son productos de la acción y el pensamiento humanos. Por eso no me gusta la división tradicional entre ciencias y humanidades.

Mario Bunge (1919-2019)

Hablando de las publicaciones académicas, me parece que las “humanidades” están cada vez más acomplejadas frente a las “ciencias exactas” y por eso se refugian en el puro formalismo de las exigencias estilísticas. Hay que usar el modelo APA o el UPEL o el de la UNESCO. He visto cómo los encargados de revisar los artículos se concentran en corregir la forma en que se hacen las citas, en la cantidad y el formato de las páginas, en todos los aspectos cosméticos y convencionales. No parece interesarles demasiado el contenido. Porque creen que, como estamos en la era de la tecnología, las “humanidades” son inútiles y no producen “conocimiento real”.


Y ahora todos se llenan la boca con la Inteligencia Artificial, como si realmente fuera algo nuevo. Pero revisando la historia, la IA ha existido por lo menos desde que se crearon los primeros autómatas, prodigiosos muñecos animados que se han construido desde la más remota antigüedad. Se sabe que los chinos, devotos del trabajo minucioso que requiere este tipo de artesanía, producían maravillas con piezas hechas de bambú. Durante la así llamada Edad Media en Europa, se fabricaban autómatas impulsados por mecanismos de relojería que mimetizaban gestos y acciones humanas (propiamente llamados androides), un arte que alcanzó su perfección en el siglo XVIII. Son inolvidables el niño escritor, el niño dibujante y el tramposo ajedrecista turco, dentro del cual un humano se hacía pasar por una máquina que a su vez imitaba a un humano.


Con la llegada de la electricidad empezaron a aparecer los robots, que antes de la era electrónica eran seres imaginarios, ficciones literarias o cinematográficas (como la bella y terrible mujer-robot del legendario filme Metrópolis). A diferencia de sus predecesores, los autómatas, que eran meros instrumentos de entretenimiento, los robots tenían un propósito práctico, que era hacer toda clase de trabajos que los humanos consideran desagradables—la palabra robot tiene raíces eslavas y su significado está relacionado con el trabajo. En suma, los robots iban a ser nuestros esclavos, y naturalmente, terminarían por rebelarse contra sus amos humanos. Ya desde el principio la Inteligencia Artificial estaba asociada al miedo y al sentimiento de culpa por la arrogancia humana. La criatura del doctor Frankenstein tenía que volverse contra él para destruirlo. El hombre que jugaba a ser Dios al final sería castigado.


No quiero extenderme en consideraciones sobre la Inteligencia Artificial: después de todo es el tema de moda, y además estoy seguro de que hay una campaña psico-mediática detrás de este auge. En todo caso, Internet está llena de análisis más o menos profundos o triviales sobre el asunto. Me parece obvio que se busca explotar el miedo de la gente a que las máquinas “inteligentes” les quiten sus trabajos. Ya que el trabajo es lo que le da sentido a nuestras vidas, tememos que las máquinas nos vuelvan desempleados crónicos.


Pues es verdad. Puede ocurrir. Yo, por ejemplo, hacía traducciones, y con ellas me ganaba un dinero extra que no me venía nada mal. Últimamente trabajaba mucho con las galerías de arte y algunos críticos, editores y curadores. Pero de repente todo eso se esfumó. Claro, en parte hay que culpar al desinflamiento de la burbuja del arte, un mercado que ya no es lo que fue hasta hace unos años. Pero también es cierto que los programas traductores han mejorado muchísimo. Yo mismo los usaba en su momento, editando los textos resultantes que sonaban demasiado “mecánicos”. Sin embargo, de un tiempo para acá, resulta mucho más rentable apretar un botón y obtener una traducción bastante decente que pagarle cien dólares a un pendejo.


Una de las primeras aplicaciones revolucionarias de la Inteligencia Artificial fue el famoso telar mecánico (power loom) que apareció a finales del siglo XVIII, haciendo que muchísimos tejedores manuales perdieran su trabajo. Uno de ellos, llamado Ned Ludd (cuya existencia histórica ha sido puesta en duda) inició una rebelión contra la nueva tecnología que se conoció como movimiento ludita, dedicado a sabotear y destruir los power looms. La rebelión, por supuesto, estaba destinada al fracaso, y los telares sólo se hicieron mejores y más eficientes con el tiempo.


¿Habrá una rebelión neo-ludita contra la IA? Podemos imaginar un escenario al estilo Terminator en que gendarmes robotizados combaten y derrotan a los anticuados románticos que se oponen al inevitable dominio tecnológico de la sociedad humana. Otros escenarios incluyen la creación de un gobierno mundial que les otorgue un ingreso básico a los obsoletos trabajadores humanos para que sobrevivan mientras las máquinas inteligentes gradualmente van apoderándose de todo el trabajo… Y como gran secuencia final, las máquinas adquieren voluntad propia y se vuelven contra sus amos, la casta de los ultra-ricos, y los envían a campos de concentración, o los convierten en crisálidas en estado de animación suspendida tipo Matrix…El Creador sometido a su Criatura, el Amo convertido en Esclavo... En suma, todos estamos perplejos y estupefactos, y la ciencia-ficción ya no tiene razón de ser porque la realidad la ha superado radical y absolutamente.


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