viernes, 20 de marzo de 2020

Divagaciones en cuarentena (o menjurje con jengibre)

Cortesía Diario Vasco
El año 2020 empieza a mostrarse tan interesante como prometía. Llegamos al equinoccio de primavera y tenemos al mundo entero enmascarado y en cuarentena. No se habla de otra cosa, los medios de comunicación masivos se volvieron monotemáticos y obsesivos: el virus de la corona en su última mutación acapara el escenario mundial. Nos dicen que la cosa empezó porque los chinos (esa gentuza amarilla, pagana y comunista) comen murciélagos (y un curioso animalito llamado pangolín… aparte de gatos salvajes, cuernos de rinoceronte y otras delicias). Aprendí una nueva palabra: zoonosis, que se refiere a una enfermedad propia de animales pero que puede transmitirse a los humanos. Hay una larga lista de estas afecciones, con nombres tan suntuosos como leishmaniasis o toxoplasmosis. Habría que incluir también al virus del SIDA, el legendario VIH: ¿no se dijo que se había originado en los simios africanos y que estos se lo habían pasado a la gente (hablemos claro: a los negros) por comérselos o por tener contacto sexual con ellos? 
Pangolín (cortesía Diario16)
 A mi modo de ver, lo que está planteado es realmente un desafío a nuestra capacidad de pensamiento crítico: ¿cuánto de esto es paranoia, manipulación, engaño? ¿Hay una operación psicológica detrás de todo esto? Porque se habla de una pandemia, de un virus, pero inmediatamente después se habla del desplome de los mercados, de los índices bursátiles (y de los precios del petróleo… todo a la vez). La temida crisis que todos esperaban aparece de repente de la manera más agresiva e inesperada. Algunos hasta recuerdan el crack de 1929, el legendario Viernes Negro, el primer día de la Gran Depresión, pero esta vez complicado por una epidemia muy sui generis. ¿Cómo tratar este tema sin caer en el ridículo, sobre todo por mi evidente ignorancia tanto de medicina como de economía? Y sobre todo, ¿cómo evitar la repetición de los consabidos lugares comunes?

Giovanni Boccaccio
  Se me ocurre empezar contando una historia que a su vez empieza cuando “ya habían los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios llegado al número de mil trescientos cuarenta y ocho”, y Giovanni Boccaccio, poeta y seguidor del gran Dante Alighieri, se encontraba en la hermosa ciudad de Florencia, desde donde pudo presenciar la llegada de una verdadera pandemia: la Peste Negra. Esa no era una gripecita con un promedio de letalidad del 2% y que mata sobre todo a los muy ancianos. No, ése era el cuarto jinete del Apocalipsis, mensajero de la muerte, del horror y el infierno. Llenaba el cuerpo de sus víctimas de unas llagas negras espantosas que el pueblo llamaba “bubas” y que se hinchaban y se esparcían y en menos de tres días causaban la muerte, sin que hubiera remedio ni tratamiento que pudiera evitarlo. Infectaba por igual a los que tocaban a los enfermos y a las posesiones que habían sido de aquellos desdichados. Se sabía que venía del Oriente y que allá había matado a muchos. En su paso por Europa, se estima que mató a una tercera parte de la población (25-30 millones de personas). Pasarían siglos antes de que Europa recuperase el nivel de poblamiento que tenía antes de la peste de 1348. 

Médicos de la Peste
 Aquí podemos colocar un pequeño inciso de índole histórica-estética referente al uso de máscaras, no para disfrazarse u ocultarse, sino para protegerse. Durante los peores momentos de la Peste Negra se designó a un grupo de personas denominadas Médicos de la Peste, que, como también cuenta Boccaccio, no necesariamente tenían una preparación médica óptima, pero servían como una especie de mercenarios profilácticos que reforzaban las mermadas filas de los trabajadores de la salud. Estos personajes, al menos desde el siglo XVII (porque la de 1348 no fue ni la primera ni la última peste que asoló el mundo) usaban un atuendo especial para protegerse del contagio, cuyo rasgo más llamativo era una máscara de cuero bastante siniestra con forma de pico de ave, completada con unos lentes de vidrio sobre los ojos. El pico iba relleno de paja a modo de filtro contra el miasma o “mal aire”, a la que se añadían sustancias aromáticas para atenuar el hedor cadavérico. Estas macabras figuras pueden haber inspirado otro célebre relato sobre la peste, La máscara de la muerte roja, de Edgar Allan Poe.

 
Volviendo a Boccaccio, éste nos cuenta cómo la anarquía se apoderó de Florencia, hasta que cada quien terminó haciendo lo que le daba la gana: o bien se encerraba para someterse a una austeridad extrema, o se entregaba a la orgía y el desenfreno. La propiedad dejó de existir, las casas abandonadas por sus amos muertos o enfermos se volvieron de uso común, la autoridad desprovista de servidores no tenía poder para hacerla respetar. Todos huían de los enfermos, los abandonaban a su suerte y, si podían, dejaban la ciudad, totalmente impregnada por la pestilencia de los cadáveres. Entre marzo y julio (interesante destacar esas fechas) murieron unas cien mil personas dentro de los muros de Florencia. 

Triunfo de la muerte. Pieter Brueghel el viejo (detalle)
 Para contrarrestar tanto horror, Boccaccio se imaginó un grupo de hermosas damiselas y agraciados galanes que, huyendo de la funesta mortandad, se refugiaron en una hermosa casa campestre, donde se obligaron a dedicarse a actividades placenteras que alejaran sus pensamientos del espanto de la peste. Así nació el famoso Decamerón, un compendio de historias de tema amoroso o picaresco que los jóvenes amigos contaban para distraerse. Más de 600 años después, yo ahora invito a mis cuatro gatos lectores a aprovechar la ociosidad forzada de la actual cuarentena para hacer algunas reflexiones (no necesariamente placenteras ni agradables) sobre lo que está ocurriendo. Y propongo invocar para este fin los principios de la Escuela de la Sospecha, inspirada en los tres héroes del pensamiento crítico: Marx (sospecha de tu sociedad), Nietzsche (sospecha de tu cultura) y Freud (sospecha de ti mismo). 

 
El primer tema a tratar es el de las teorías conspirativas. Parece que no se puede escapar de ellas, pues las explicaciones oficiales de ciertos sucesos turbios de la historia reciente suelen ser más increíbles que las versiones alternativas, descalificadas precisamente como teorías conspirativas. Pero ¿quién está conspirando? Consideremos el siguiente ejemplo: siempre que ocurre un siniestro de aviación, quedan esparcidos por todas partes los restos de algo tan enorme como un avión de pasajeros: alas destrozadas, los inmensos motores, la cola, el tren de aterrizaje… Pero según la versión oficial y respetable, que debemos creer so pena de ser considerados paranoicos, los aviones que supuestamente chocaron contra las Torres Gemelas y el Pentágono el 11 de septiembre de 2001 “se volatilizaron”, las temperaturas fueron tan altas que no quedó ni un átomo de ellos… Ah, pero además tenemos que creer (entre muchas otras cosas fabulosas) que el pasaporte de uno de los terroristas que no se desintegró junto con las toneladas de acero de las aeronaves fue hallado por los perspicaces servicios de inteligencia que sin embargo habían fallado lastimosamente en prevenir los atentados. 

Cortesía Sputnik News
 En el caso que nos ocupa ahora, la explicación oficial que circula en los medios occidentales es que los chinos, que tienen la fea y poco higiénica costumbre de beber sopa de murciélago, desataron con la complicidad de su represivo, ineficiente y opaco gobierno comunista la pandemia que tiene a buena parte de la humanidad en cuarentena. La Teoría Conspirativa, descalificada por esos mismos medios, es que el virus fue producido por laboratorios de guerra bacteriológica, pero ¿de quién? Los chinos tienen los suyos, sin duda, pero los estadounidenses los tienen más grandes y más poderosos… además de que existen antecedentes de que los militares y agencias de inteligencia de EEUU han usado elementos biológicos contra su propia población. En todo caso, desde sus respectivos canales oficiales, chinos y estadounidenses se acusan mutuamente de haber extendido al campo bioquímico la guerra económica en que están enzarzados desde hace años. 

Cortesía BBC
A pesar de las dramáticas declaraciones del alcalde de la ciudad italiana de Bérgamo, que según la BBC dice que ha tenido “que abrir el cementerio de la iglesia para alojar la gran cantidad de cadáveres”, sigo sospechando que esta historia del virus coronado tiene todos los elementos de una operación de psicología de masas que pretende utilizar el temor y el racismo para demonizar a China, del mismo modo que el 9/11 fue usado para demonizar al Islam (véase este artículo de Kevin Barret). Y me parece también sospechoso que los dos países más afectados por la pandemia sean precisamente Italia (el aliado más importante de China en la Unión Europea) e Irán (otro aliado estratégico de los chinos y el peor enemigo de los anglo-sionistas en el oriente medio). Desde luego, no tengo ninguna prueba, sólo puedo opinar que medios como la BBC se usan constantemente como armas de propaganda en apoyo de la agenda imperialista internacional. Por esa razón siempre leo la BBC, para saber hacia dónde están apuntando los cañones mediáticos. 


El método paranoico-crítico, propuesto por Salvador Dalí como un “método espontáneo de conocimiento irracional basado en la objetividad crítica y sistemática de las asociaciones e interpretaciones de fenómenos delirantes”, es una metodología ideal para aplicarla en nuestro análisis teorético-conspirativo de lo que está ocurriendo, desde los recovecos donde la cuarentena global nos ha obligado a refugiarnos. Empiezo por darle la razón a José Sant Roz, que ha escrito que los venezolanos estamos tan encallecidos después de años sometidos al pandemonio de la guerra psico-económica que bien podemos resistir cualquier pandemia. Desde Washington, el señor Trump sigue hablando del “virus chino” y se ha planteado una competencia patética entre gringos, chinos, rusos, alemanes, israelíes y hasta cubanos para ver quién produce la primera vacuna contra el fulano virus. Mientras tanto, el dengue y el ébola siguen matando gente, pero sin protagonismo mediático. ¿Qué pasó con los refugiados que Turquía había dicho que no iba a seguir conteniendo? ¿Y los centroamericanos que iban a derribar el muro de Trump? ¿Declararon cuarentena para detener la guerra en Siria y en Yemen? ¿Por fin se va a hundir el dólar y arrastrar consigo toda la economía mundial?


¿No es terriblemente sospechoso que hace unos meses se reunieran Bill Gates y otros plutócratas y especialistas médicos y financieros en un simposio llamado Event 201 para discutir las posibles acciones a tomar en caso de que se desatara una pandemia? Resulta que el escenario ficticio que se manejó en esa simulación era una epidemia global causada por una variedad brasileña de coronavirus porcino que causaría decenas de millones de muertos al mismo tiempo que una hecatombe financiera generalizada. Ya sabemos que la élite plutocrática mundial es malthusiana y está empeñada en disminuir la población del mundo a cualquier costo. Los experimentos biológicos junto con las campañas propagandísticas para hacer lavados de cerebro masivos nunca se han detenido. En el caso del 9/11, la intención era crear un justificativo para las guerras que presenciamos en las primeras décadas del siglo XXI. Esas guerras han llegado a un punto de estancamiento. Tal vez los innombrables que mueven los hilos han decidido buscar un nuevo catalizador, un evento catastrófico que dé pie a nuevas guerras para que sigan enriqueciéndose. La Gran Depresión de los años 30 terminó en la II Guerra Mundial. La Gran Depresión Coronada puede terminar en un Apocalipsis zombi, en el ansiado Armagedón por el que se babean los cristianos sionistas. ¿Será que los paranoicos, definitivamente, tienen razón? 




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