viernes, 7 de octubre de 2016

Un poeta maldito de uña en el rabo

Argenis Rodríguez (1935-2002)
Este escrito data, si no me equivoco, del año 2003: luego de aquel episodio tremendo de nuestra historia conocido como "el paro petrolero", decidí tomar unas clases fuera de la escuela de filosofía, en particular un curso de Periodismo de Opinión, dictado por el profesor Earle Herrera. Recuerdo lo difícil que fue que me dejaran entrar en Comunicación Social, todos creían que iba a hacer alguna especie de trampa. Esa es una característica muy odiosa y detestable de nuestro sistema educativo, sobre todo de la UCV: en esa "universidad" no existe la "universalidad", cada uno se queda en la escuela donde se inscribió y ni siquiera conoce donde quedan las otras. Y la burocracia de la UCV, a la que uno se quedaría corto si la calificara de "kafkiana", se encarga de ponerte las cosas bien difíciles si intentas ser versátil... En fin, este es un homenaje a un personaje digno de un recuerdo en nuestro país de olvidadizos.

Ñapa: El blog de Argenis Rodríguez



UN POETA MALDITO

(Ejercicio de crónica para la clase de Periodismo de Opinión)


El Castillo es mi bar. He ido tantas veces durante tantos años que ya soy tan parte de él como él de mí. He visto envejecer a los mesoneros. Entre los asiduos parroquianos de otro tiempo – hace unos siete u ocho años – se contaba el personaje que quiero rememorar, a quien veía frecuentemente en la barra y con quien hablé en una ocasión.
            Estaba yo en la barra sentado con dos atractivas mujeres. En el asiento contiguo se bamboleaba un individuo de apariencia profesoral. Una de las chicas comentó algo así como “se parece al tipo ése, el escritor, que tiene un programa en el canal cinco”. “¿Tú dices Adriano González León?”, dije yo. Eso hizo que el personaje entrara en la conversación: “No soy Adriano González León ni me parezco a Adriano González León”, dijo. “Yo soy Argenis Rodríguez”.
            Por supuesto que no dijo eso, pues para entonces Argenis ya no era capaz de armar una frase tan coherente como ésa. Pero en algún momento balbuceó que era Argenis Rodríguez, y yo le dije algo así como “¡Claro, Argenis Rodríguez! Yo soy admirador suyo”. Las últimas palabras hicieron que su rostro se iluminara.
            Para mí, el nombre Argenis Rodríguez evoca mi adolescencia, un período que se llama así por los dolores y las desventuras que uno padece mientras le crece el vello púbico y le salen unas espinillas horrorosas. Recuerdo que entonces leía en El Nacional las crónicas (o artículos... o no, creo que era una columna) de un tipo que hablaba del suicidio, de sus penurias (autocompasivo, pero con un dolor genuino), y de Dostoyevski. Creo que empecé a leer las novelas de Dostoyevski en buena parte por la influencia de Argenis Rodríguez. Crimen y Castigo no era tan gruesa, pero Los Hermanos Karamazov era gorda como una biblia. Creo que la mejor de todas es Los Endemoniados o Los Demonios, aunque es tan extraña que cuando la leí en esa época casi no entendí nada. Todo eso lo relacionaba yo con Argenis Rodríguez.
            Sé que escribió algunas novelas, aunque nunca ganó el premio nacional de literatura... pero lo mejor de él tienen que ser aquellos artículos (o crónicas o columnas) de El Nacional. Por lo menos son mucho mejores que la última obra de Argenis: La Amante del Presidente, un relato pornográfico protagonizado por Carlos Andrés Pérez (¡!) y su actual esposa. Una de las expresiones más patéticas de inmadurez sexual que hayan sido llevadas a la imprenta.
            En la barra de El Castillo, el escritor le mostraba a la chica sentada a su lado un ejemplar de La Amante del Presidente... La chica no era muy brillante, era un típico producto de la educación venezolana (o sea, apenas sabía leer). Sin entender muy bien, murmuraba las procacidades de la musa erótica de Argenis.
            Nuestro autor era “el personaje” del bar. Llegaba a las diez de la mañana, a las doce ya estaba borracho, y en la tarde quedaba inconsciente. Entonces, se caía de la silla y lo dejaban en el suelo tirado cuan largo era. Los mesoneros le pasaban por un lado y decían: “¿Para qué lo vamos a levantar? ¿Para que se vuelva a caer?” Parece que una bolsa del CONAC financiaba aquella desesperanzada carrera hacia la cirrosis.
            Me enteré de que finalmente se suicidó... Fue consecuente con aquella obsesión de la que hablaba en sus columnas o artículos... Un buen día hizo buena su palabra y se mató.

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